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DRY SEPTEMBER

Cathepiris3 de Abril de 2015

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DRY SEPTEMBER

I

A través del maldito ocaso de septiembre, resultado de 62 días sin lluvias, había ardido como hierba seca: el rumor, la historia, lo que sea que fuera. Algo acerca de la Srta. Minnie Cooper y un Negro. Atacados, insultados, asustados: ninguno de ellos, reunidos en la barbería aquella tarde de sábado donde el ventilador del techo giraba, sin refrescar el aire viciado, enviándoles de vuelta, en recurrentes olas de loción y pomada rancia, su propio mal aliento y pestilencia, sabía exactamente lo que había pasado.

“Excepto que no fue Will Mayes” dijo un barbero. Era un hombre de mediana edad, un hombre delgado de piel trigueña con un rostro amable, quién estaba afeitando a un cliente. “Conozco a Will Mayes. Es un buen negro. Y conozco a la Srta. Minnie Cooper también.”

“¿Qué sabes de ella” dijo un segundo barbero.

“¿Quién es ella?” dijo el cliente “¿Una joven?”

“No” dijo el barbero. “Ella tiene 40. Creo. No está casada. Es por ello que no creo…”

“Al demonio con creer!” dijo un joven fornido en una camisa de seda manchada de sudor. “¿No aceptas la palabra de una mujer blanca antes de la de un negro?”

“No creo que Will Mayes lo hizo” dijo el barbero. “Conozco a Will Mayes”.

“Tal vez sabes quién lo hizo, entonces. Tal vez ya lo sacaste de la ciudad, maldito amante de negros.”

“No creo que nadie lo hizo. No creo que pasó algo. Se los dejo a ustedes amigos si aquellas damas que envejecen sin casarse no saben nada de lo que un hombre no puede.”

“Entonces eres un maldito hombre blanco.” Dijo el cliente. Se movió bajo la tela. El joven se levantó.

“¿No crees?” dijo. “¿Acusas a una mujer blanca de mentir?”

El barbero sostuvo la navaja sobre el cliente medio levantado. No miró a su alrededor.

“Es este maldito clima” dijo otro. “Es suficiente para hacer que un hombre haga lo que sea. Incluso a ella”

Nadie rio. El barbero en su tono amable y terco dijo: “No estoy acusando a nadie de nada. Solo se y ustedes amigos saben cómo una mujer que nunca…”

“Maldito amante de negros” dijo el joven.

“Cállate, Butch” dijo otro. “Tendremos los hechos a tiempo para actuar”

“¿Quién? ¿Quién los tendrá? Dijo el joven. “Al diablo con los hechos”

“Es un buen hombre blanco” dijo el cliente. “¿Es usted?”

Con su insipiente barba parecía una rata del desierto de las películas. “Diles, Jack.” Le dijo al joven. “Si no hubiese ningún hombre blanco en esta ciudad, puedes contar conmigo, incluso si tan solo soy un baterista y un extraño”.

“Así es, muchachos” dijo el barbero. “Averigüen la verdad primero. Yo conozco a Will Mayes.”

“Bueno, por Dios!” gritó el joven. “Y pensar que un hombre blanco en esta ciudad…”

“Cállate, Butch” dijo el segundo orador. “Tenemos suficiente tiempo”

El cliente se sentó. Miró al orador. “¿Asegura usted que cualquier cosa justifica que un negro ataque a una mujer blanca? ¿Me está diciendo que es usted un hombre blanco y que lo apoya? Mejor regrese al norte de donde vino. El sur no quiere a los de su clase aquí.”

“¿Qué norte? Dijo el segundo. “Nací y crecí en esta ciudad.”

“Bueno, por Dios!” dijo el joven. Observó a su alrededor con una mirada tensa y desconcertada, como si estuviera tratando de recordar qué era lo que quería decir o hacer. Pasó su manga por su frente sudorosa. “Al diablo si voy a dejar que una mujer blanca…”

“Diles, Jack” dijo el baterista. “Por Dios, si ellos…”

La puerta de malla se abrió. Un hombre estaba parado, sus pies separados y su pesado cuerpo restaba en equilibrio. Su camisa blanca estaba abierta hasta la garganta; tenía un sombrero de fieltro. Su audaz y ardiente mirada arrasó el piso. Su nombre era McLendon. Había comandado tropas en la vanguardia en Francia y había sido condecorado por su valor.

“Bien,” dijo “se van a sentar allí y dejar que un negro viole a una mujer blanca en las calles de Jefferson?”

Butch se levantó otra vez. La seda de su camisa se aferró a sus pesados hombros. Bajo cada brazo había una mancha de sudor. “Es lo que les he estado diciendo!” “Es lo que yo…”

“¿En verdad ocurrió?” dijo un tercero. “Esta no es la primera vez que un hombre la asusta, como dice Hawkshaw. No hubo acaso algo acerca de un hombre en el techo de su cocina, mirándola desvestirse, como hace un año?

“¿Qué?” dijo el cliente. “¿Qué es eso?” el barbero había estado forzándolo lentamente a que se sentara; se resistía a reclinarse, su cabeza levantada, el barbero aún presionándolo hacia abajo.

McLendon se dirigió al tercer orador. “¿Ocurrir?” ¿Qué diferencia hace? ¿Vas a dejar que los negros se salgan con la suya hasta que uno realmente lo haga?”

“Es lo que les estoy diciendo!” gritó Butch. Maldijo por un largo rato, sin sentido.

“Ya, ya.” Dijo un cuarto. “No tan fuerte, no hables tan fuerte”

“Seguro” dijo McLendon; “no es necesario hablar. Ya he dicho todo. ¿Quién está conmigo? se equilibró y paseó su mirada.

El barbero sostuvo la cara del baterista hacia abajo, la navaja lista. “Averigüen los hechos primero, muchachos. Conozco a Willy Mayes. No fue él. Vayamos con el alguacil y hagamos esto bien.”

McLendon giró hacia él su rígido y furioso rostro. El barbero mantuvo la mirada. Se veían como hombres de diferentes razas. Los demás barberos también habían interrumpido la atención a sus clientes. “Me estás diciendo,” dijo McLendon, “ que tomas la palabra de un negro antes que la de una mujer blanca? Maldito amante de negros…”

El tercer orador se levantó y tomó el brazo de McLendon; el también había sido un soldado. “Ahora, Ahora. Resolvamos esto. ¿Quién sabe algo de lo que realmente sucedió?”

“Al diablo con resolver!” McLendon liberó su brazo. ¡Todos los que están conmigo levántense de allí. Los que no están…”

Paseó su mirada, arrastrando su manga por su rostro.

Tres hombres se levantaron. El baterista en la silla se paró. “Aquí” dijo, moviendo la tela por su cuello; “ quitenme esto. Estoy com él. No vivo aquí, pero por Dios, si nuestras madres y esposas y hermanas…” se frotó el rostro con la tela y la arrojó al piso. McLendon se paró en la puerta y maldijo a los otros. Otro se levantó y fue hacia él. Los restantes sentados incómodos, sin mirarse unos a otros, uno a uno se pusieron de pie y lo acompañaron.

El barbero tomó la tela del piso. Comenzó a doblarla. “Muchachos, no hagan eso. Will Mayes no lo hizo. Lo sé”

“Vamos.” Dijo McLendon. Giró. Del bosillo en su cadera sobresalía la cola de una pistola automática. Salieron. La puerta de malla cerró tras ellos, reverberando el aire muerto.

El barbero limpió la navaja suave y cuidadosamente y la guardó y fue al fondo y tomó su sombrero de la pared. “Volveré tan pronto pueda” dijo a los demás barberos. “No puedo dejar…” Salió corriendo. Los otros dos barberos lo siguieron a la puerta y la tomaron al cerrarse, apoyados mirando hacia la calle. El aire era plano y muerto. Tenía un gusto metálico en la base de la lengua.

“¿Qué puede hacer él? Dijo el primero. El segundo estaba diciendo “Jesucristo. Jesucristo.” Entre respiros. “Yo le dejaría de buena gana a Will Mayes y a Hawk, si pone nervioso a McLendon.”

“Jesucristo, Jesucristo” murmuraba el segundo.

“¿Crees que él en verdad lo hizo?” dijo el primero.

II

Tenía 38 o 39 años. Vivía en una pequeña casa con su inválida madre y una incansable tía, delgada de piel amarillenta, donde cada mañana entre las diez y las once aparecería en el pórtico con una bata con encaje, para sentarse en la hamaca del pórtico hasta el mediodía. Luego de la cena se acostaba por un rato, hasta que comenzara a refrescar por la tarde. Luego, en uno de los tres o cuatro nuevos vestidos de gasa que tenía cada verano, iría al centro de la ciudad a pasar la tarde en las tiendas con las demás señoras, donde ellas tocarían los productos y regatearían los precios en voces frías e inmediatas sin ninguna intención de comprar.

Ella era de las personas cómodas no de las mejores en Jefferson, pero suficientemente buena y estaba aún en el delgado lado de aspectos comunes, con una manera brillante, débilmente ojeroso y vestida. Cuando era joven, había tenido un cuerpo delgado y nervioso y un cierto tipo de viveza que le había servido por un tiempo para estar al tope de la vida social de la ciudad ejemplificada por la fiesta de la secundaria y el periodo social de la iglesia de sus contemporáneos mientras era aún una niña que no sabía de clase.

Fue la última en enterarse que estaba perdiendo terreno, que aquellos entre los cuales ella había sido un poco más brillante y vivaz estaban comenzando a aprender el placer del esnobismo masculino y el contraataque femenino. Fue allí cuando su rostro comenzó a tener ese aspecto brillante y ojeroso. Aún lo llevaba consigo a fiestas en pórticos oscuros y en los jardines de verano, como una máscara o bandera, con ese desconcierto en sus ojos del furioso repudio a la verdad. Una tarde en una fiesta escuchó a un muchacho y a dos chicas, todos compañeros de clase, hablando. No volvió a aceptar otra invitación.

Observaba a las chicas con quienes ella había crecido, casarse y tener casa e hijos, pero ningún hombre la atendía constantemente hasta que los hijos de las demás chicas

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