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Gabriel García Márquez. Sobre el amor y otros demonios

rrjjhhTutorial10 de Septiembre de 2014

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DEL AMOR Y OTROS

DEMONIOS

Gabriel García Márquez

EDITORIAL SUDAMERICANA

BUENOS AIRES

PRIMERA EDICION

Mayo de 1994

OCTAVA EDICION

Febrero de 1995

IMPRESO EN CHILE

Queda hecho el depósito

que previene la ley 11.723.

1994, Editorial Sudamericana S.A.,

Humberto 1531, Buenos Aires

ISBN: 950-07-0928-7

1994, Gabriel García Márquez

Derechos exclusivos para ARGENTINA, CHILE,

URUGUAY y PARAGUAY: EDITORIAL SUDAMERICANA S.A.,

Humberto 1531, Buenos Aires, Argentina.

Prohibida su venta en los demás países del área idiomática

de la lengua castellana.

Para Carmen Balcells

bañada en lágrimas

Parece que los cabellos han de resucitar

mucho menos que las otras partes del cuerpo

TOMÁS DE AQUINO

De la integridad de los cuerpos resucitados,

(cuestión 80, cap. 5)

El 26 de octubre de 1949 no fue un día de grandes noticias.

El maestro Clemente Manuel Zabala, jefe de redacción del diario

donde hacía mis primeras letras de reportero, terminó la reunión

de la mañana con dos o tres sugerencias de rutina. No

encomendó una tarea concreta a ningún redactor. minutos

después se enteró, por teléfono de .que estaban vaciando las

criptas funerarias del antiguo convento de Santa Clara, y me

ordenó sin ilusiones:

«Date una vuelta por allá a ver qué se te ocurre».

(El histórico convento de las clarisas, convertido en hospital

desde hacía un siglo, iba a ser vendido para construir en su lugar

un hotel de cinco estrellas. Su preciosa capilla estaba casi a la

intemperie por el derrumbe paulatino del tejado, pero en sus

criptas permanecían enterradas tres generaciones de obispos y

abadesas y otras gentes principales. El primer paso era

desocuparlas, entregar los restos a quienes los reclamaran, y tirar

el saldo en la fosa común, Me sorprendió el primitivismo del

método. Los obreros destapaban las fosas a piocha y azadón,

sacaban los ataúdes podridos que se desbarataban con sólo

moverlos, y separaban los huesos del mazacote de polvo con

jirones de ropa y cabellos marchitos. Cuanto más ilustre era el

muerto más arduo era el trabajo, porque había que escarbar en

los escombros de los cuerpos y cerner muy fino sus residuos para

rescatar las piedras preciosas y las prendas de orfebrería.

El maestro de obra copiaba los datos de la lápida en un

cuaderno de escolar, ordenaba los huesos en montones

separados, y ponía la hoja con el nombre encima de cada uno

para que no se confundieran. Así que mi primera visión al entrar

en el templo fue una larga fila de montículos de huesos,

recalentados por el bárbaro sol de octubre que se metía a

chorros por los portillos del techo, y sin más identidad que el

nombre escrito a lápiz en un pedazo de papel. Casi medio siglo

después siento todavía el estupor que me causó aquel testimonio

terrible del paso arrasador de los años.

Allí estaban, entre muchos otros, un virrey del Perú y su

amante secreta; don Toribio de Cáceres y Virtudes, obispo de

esta diócesis; varias abadesas del convento, entre ellas la madre

Josefa Miranda, y el bachiller en artes don Cristóbal de Eraso, que

había consagrado media vida a fabricar los artesonados. Había

una cripta cerrada con la lápida del segundo marqués de

Casalduero, don Ygnacio de Alfaro y Dueñas, pero cuando la

abrieron se vio que estaba vacía y sin usar. En cambio los restos

de su marquesa, doña Olalla de Mendoza, estaban con su lápida

propia en la cripta vecina. El maestro de obra no le dio

importancia: era normal que un noble criollo hubiera aderezado

su propia tumba y que lo hubieran sepultado en otra.

En la tercera hornacina del altar mayor, del lado del

Evangelio, allí estaba la noticia. La lápida saltó en pedazos al

primer golpe de la piocha, y una cabellera viva de un color de

cobre intenso se derramó fuera de la cripta. El maestro de obra

quiso sacarla completa con la ayuda de sus obreros, y cuanto

más tiraban de ella más larga y abundante parecía, hasta que

salieron las últimas hebras todavía prendidas a un cráneo de niña.

En la hornacina no quedó nada más que unos huesecillos

menudos y dispersos, y en la lápida de cantería carcomida por el

salitre sólo era legible un nombre sin apellidos: Sierva María de

Todos los Ángeles. Extendida en el suelo, la cabellera espléndida

medía veintidós metros con once centímetros.

El maestro de obra me explicó sin asombro que el cabello

humano crecía un centímetro por mes hasta después de la

muerte, y veintidós metros le parecieron un buen promedio para

doscientos años. A mí, en cambio, no me pareció tan trivial,

porque mi abuela me contaba de niño la leyenda de una

marquesita de doce años cuya cabellera le arrastraba como una

cola de novia, que había muerto del ¡ mal de rabia por el

mordisco de un perro, y era venerada en los pueblos del Caribe

por sus muchos milagros. La idea de que esa tumba pudiera ser la

suya fue mi noticia de aquel día, y el origen de este libro.

Gabriel García Márquez

Cartagena de Indias, 1994

Gabriel García Márquez 9

Del amor y otros demonios

UNO

Un perro cenizo con un lucero en la frente irrumpió en los vericuetos del

mercado el primer domingo de diciembre, revolcó mesas de fritangas,

desbarató tenderetes de indios y toldos de lotería, y de paso mordió a cuatro

personas que se le atravesaron en el camino. Tres eran esclavos negros. La

otra fue Sierva María de Todos los Ángeles, hija única del marqués de

Casalduero, que había ido con una sirvienta mulata a comprar una ristra de

cascabeles para la fiesta de sus doce años.

Tenían instrucciones de no pasar del Portal de los Mercaderes, pero la criada

se aventuró hasta el puente levadizo del arrabal de Getsemaní, atraída por

la bulla del puerto negrero, donde estaban rematando un cargamento de

esclavos de Guinea. El barco de la Compañía Gaditana de Negros era

esperado con alarma desde hacía una semana, por haber sufrido a bordo

una mortandad inexplicable.

Tratando de esconderla habían echado al agua los cadáveres sin lastre. El

mar de leva los sacó a flote y amanecieron en la playa desfigurados por la

hinchazón y con una rara coloración solferina. La nave fue anclada en las

afueras de la bahía por el temor de que fuera un brote de alguna peste

africana, hasta que comprobaron que había sido un envenenamiento con

fiambres manidos.

A la hora en que el perro pasó por el mercado ya habían rematado la carga

sobreviviente, devaluada por su pésimo estado de salud, y estaban tratando

de compensar las pérdidas con una sola pieza que valía por todas. Era una

cautiva abisinia con siete cuartas de estatura, embadurnada de melaza de

caña en vez del aceite comercial de rigor, y de una hermosura tan

perturbadora que parecía mentira.

Tenía la nariz afilada, el cráneo acalabazado, los ojos oblicuos, los dientes

intactos y el porte equívoco de un gladiador romano. No la herraron en el

corralón, ni cantaron su edad ni su estado de salud, sino que la pusieron en

venta por su sola belleza. El precio que el gobernador pagó por ella, sin

regateos y de contado, fue el de su peso en oro.

Era asunto de todos los días que los perros sin dueño mordieran a alguien

mientras andaban correteando gatos o peleándose con los gallinazos por la

mortecina de la calle, y más en los tiempos de abundancias y

muchedumbres en que la Flota de Galeones pasaba para la feria de

Portobelo. Cuatro o cinco mordidos en un mismo día no le quitaban el sueño

a nadie, y menos con una herida como la de Sierva María, que apenas si

alcanzaba a notársele en el tobillo izquierdo. Así que la criada no se alarmó.

Ella misma le hizo a la niña una cura de limón y azufre y le lavó la mancha de

sangre de los pollerines, y nadie siguió pensando en nada más que en el

jolgorio de sus doce años.

10 Gabriel García Márquez

Del amor y otros demonios

Bernarda Cabrera, madre de la niña y esposa sin títulos del marqués de

asalduero, se había tomado aquella madrugada una purga dramática: siete

granos de antimonio en un vaso de azúcar rosada.

Había sido una mestiza brava de la llamada aristocracia de mostrador;

seductora, rapaz, parrandera, y con una avidez de vientre para saciar un

cuartel.

Sin embargo, en pocos años se había borrado del mundo por el abuso de la

miel fermentada y las tabletas de cacao. Los ojos gitanos se le apagaron, se

le acabó el ingenio, obraba sangre y arrojaba bilis, y el antiguo cuerpo de

sirena se le volvió hinchado y cobrizo como el de un muerto de tres días, y

despedía unas ventosidades explosivas y pestilentes que asustaban a los

mastines. Apenas si salía de la alcoba, y aun

...

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