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Gabriel

rcir34Trabajo13 de Octubre de 2014

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LA TERCERA RESIGNACIÓN - 1947

Allí estaba otra vez ese ruido. Aquel ruido frío, cortante, vertical, que ya tanto conocía pero que ahora se le presentaba agudo y doloroso, como si de un día a otro se hubiera desacostumbrado a él.

Le giraba dentro del cráneo vacío, sordo y punzante. Un panal se había le-vantado en las cuatro paredes de su calavera. Se agrandaba cada vez más en espirales sucesivas, y le golpeaba por dentro haciendo vibrar su tallo de vértebras con una vibración destemplada, desentonada, con el ritmo seguro de su cuerpo. Algo se había desadaptado en su estructura material de hombre firme; algo que las otras veces había funcionado normalmente y que ahora le estaba martillando la cabeza por dentro con un golpe seco y duro dado por unos huesos de mano descarnada, esquelética, y le hacía recordar todas las sensaciones amargas de la vida. Tuvo el impulso ani-mal de cerrar los puños y apretarse la sien brotada de arterias azules, mo-radas, con la firme presión de su dolor desesperado. Hubiera querido loca-lizar entre las palmas de sus dos manos sensitivas el ruido que le estaba taladrando el momento con su aguda punta de diamante. Un gesto de ga-to doméstico contrajo sus músculos cuando lo imaginó perseguido por los rincones atormentados de su cabeza caliente, desgarrada por la fiebre. Ya iba a alcanzarlo. No. El ruido tenía la piel resbaladiza, intangible casi. Pero él estaba dispuesto a alcanzarlo con su estrategia bien aprendida y apre-tarlo larga y definitivamente con toda la fuerza de su desesperación. No permitiría que penetrara otra vez por su oído; que saliera por su boca, por cada uno de sus poros o por sus ojos que se desorbitarían a su paso y se quedarían ciegos mirando la huida del ruido desde el fondo de su desga-rrada oscuridad. No permitiría que le estrujara más sus cristales molidos, sus estrellas de hielo, contra las paredes interiores del cráneo. Así era el ruido aquel: interminable como el golpear de la cabeza de un niño contra un muro de concreto. Como todos los golpes duros dados contra las co-sas firmes de la naturaleza. Pero ya no le atormentaría más si pudiera cer-carlo, aislarlo. Ir cortando contra su propia sombra la figura variable. Y agarrarlo. Apretarlo ahora sí definitivamente, arrojarlo con todas sus fuer-zas contra el pavimento y pisotearlo con ferocidad hasta cuando ya no pudiera moverse verdaderamente, hasta cuando pudiera decir, jadeante, que había dado muerte al ruido que lo atormentaba, que lo enloquecía y que ahora estaba tirado en el suelo como cualquier cosa común converti-do en un muerto integral.

Pero le era imposible apretarse las sienes. Sus brazos se habían reducido y eran ahora los brazos de un enano; unos brazos pequeños, regordetes, adiposos. Trató de sacudir la cabeza. La sacudió. El ruido apareció enton-ces con mayor fuerza dentro del cráneo que se había endurecido, agran-dado y que se sentía atraído con mayor fuerza por la gravedad. Estaba pesado y duro aquel ruido. Tan pesado y duro que de haberlo alcanzado y destruido habría tenido la impresión de estar deshojando una flor de plo-mo.

Había sentido ese ruido “las otras veces”, con la misma insistencia. Lo ha-bía sentido, por ejemplo, el día en que murió por prime¬ra vez. Cuando -ante la vista de un cadáver- se dio cuenta de que era su propio cadáver. Lo miró y se palpó. Se sintió intangible, inespacial, inexistente. Él era ver-daderamente un cadáver y estaba sintiendo ya, sobre su cuerpo joven y enfermizo, el tránsito de la muerte. La atmósfera se había endurecido en toda la casa como si hubiera sido rellena de cemento, y en medio de aquel bloque -en el que había dejado los objetos como cuando era una atmósfe-ra de aire- estaba él, cuidadosamente colocado dentro del ataúd, de un cemento duro pero transparente. Aquella vez, en su cabeza estaba tam-bién “ese ruido”. Qué lejanas y qué frías sentía las plantas de sus pies, allá, en el otro extremo del ataúd, donde habían puesto una almohada, porque la caja le quedaría aún demasiado grande y hubo que ajustarlo, adaptar el cuerpo muerto a su nuevo y último vestido. Lo cubrieron de blanco y alrededor de su mandíbula apretaron un pañuelo. Se sintió bello envuelto en su mortaja; mortalmente bello.

Estaba en su ataúd, listo a ser enterrado, y sin embargo, él sabía que no estaba muerto. Que si hubiera tratado de levantarse lo hubiera hecho con toda facilidad. Al menos “espiritualmente”. Pero no valía la pena. Era me-jor dejarse morir allí; morirse de muerte que era su enfermedad. Hacía tiempo que el médico había dicho a su madre, secamente:

-Señora, su niño tiene una enfermedad grave: está muerto. Sin embargo -prosiguió- haremos todo lo posible por conservarle la vida más allá de su muerte. Lograremos que continúen sus funciones orgánicas por un com-plejo sistema de autonutrición. Sólo variarán las funciones motrices, los movimientos espontáneos. Sabremos de su vida por el crecimiento que continuará también normalmente. Es simplemente “una muerte viva”. Una real y verdadera muerte...

Recordaba las palabras pero confundidas. Tal vez no las oyó nunca y fue creación de su cerebro cuando subía la temperatura en las crisis de la fie-bre tifoidea.

Cuando se sumergía en el delirio. Cuando leía la historia de los faraones embalsamados. Al subir la fiebre, él mismo se sentía protagonista de ella. Allí había empezado una especie de vacío en su vida. Desde entonces no podía distinguir, recordar, cuáles acontecimientos eran parte de su delirio y cuáles de su vida real. Por lo tanto, ahora dudaba. Tal vez el médico nunca habló de esa extraña “muerte viva”. Es ilógica, paradojal, sencilla-mente contradictoria. Y eso lo hacía sospechar ahora que, efectivamente, estaba muerto de verdad. Que hacía dieciocho años que lo estaba.

Desde entonces -en el tiempo de su muerte tenía siete años- su madre le mandó hacer un ataúd pequeño, de madera verde, un ataúd para un niño, pero el médico ordenó que le hicieran una caja más grande, una caja para un adulto normal, pues aquélla, pequeña, podría atrofiar el crecimiento y llegaría a ser un muerto deforme o un vivo anormal. O la detención del crecimiento impediría darse cuenta de la mejoría. En vista de aquella ad-vertencia, su madre le hizo construir un ataúd grande, para un cadáver adulto, y le colocó tres almohadas a los pies, con el fin de ajustarlo.

Pronto empezó a crecer dentro de la caja, de tal manera que cada año podían sacarle un poco de lana a la almohada extrema para darle margen al crecimiento. Había pasado así media vida. Dieciocho años. (Ahora tenía veinticinco.) Y había llegado a su estatura definitiva, normal. El carpintero y el médico se equivocaron en el cálculo e hicieron el ataúd medio metro más grande. Supusieron que él tendría la estatura de su padre, que era un gigante semibárbaro. Pero no fue así. Lo único que de él heredó fue la barba poblada. Una barba azul, espesa, que su madre acostumbraba arre-glar para verlo decentemente dentro de su ataúd. Esa barba le molestaba terriblemente en los días de calor.

¡Pero había algo que le preocupaba más que “ese ruido”! Eran los ratones. Precisamente, cuando niño, nada había en el mundo que le preocupara más, que le produjera más terror, que los ratones. Y eran precisamente esos animales asquerosos los que habían acudido al olor de las bujías que ardían a sus pies. Ya habían roído sus ropas y sabía que muy pronto em-pezarían a roerlo a él, a comerse su cuerpo. Un día pudo verlos: eran cin-co ratones lucios, resbaladizos, que subían a la caja por la pata de la mesa y lo estaban devorando. Cuando su madre lo advirtiera, no quedaría ya de él sino los escombros, los huesos duros y fríos. Lo que más horror le pro-ducía no era exactamente que se lo comieran los ratones. Al fin y al cabo podría seguir viviendo con su esqueleto. Lo que lo atormentaba era el te-rror innato que sentía hacía esos animalitos. Se le erizaba la piel con sólo pensar en esos seres velludos que recorrían todo su cuerpo, que penetra-ban por los pliegues de su piel y le rozaban los labios con sus patas hela-das. Uno de ellos subió hasta sus párpados y trató de roer su córnea. Le vio grande, monstruoso, en su lucha desesperada por taladrarle la retina. Creyó entonces una nueva muerte y se entregó, todo entero, a la inmi-nencia del vértigo.

Recordó que había llegado a la mayor edad. Tenía veinticinco años y eso significaba que no crecería ya más. Sus facciones se volverían firmes, se-rias. Pero cuando estuviera sano no podría hablar de su infancia. No la ha-bía tenido. La pasó muerto.

Su madre había tenido meticulosos cuidados durante el tiempo que duró la transición de la infancia a la pubertad. Se preocupó por la higiene per-fecta del ataúd y de la habitación en general. Cambiaba frecuentemente las flores de los jarrones y abría las ventanas todos los días para que pe-netrara el aire fresco. ¡Con qué satisfacción miró la cinta métrica en aquel tiempo cuando, después de medirlo, comprobaba que había crecido varios centímetros! Tenía la maternal satisfacción de verlo vivo. Cuidó asimismo de evitar la presencia de extraños en la casa. Al fin y al cabo era desagra-dable y misteriosa la existencia de un muerto por largos años en una ha-bitación familiar. Fue una mujer abnegada. Pero muy pronto empezó a decaer su optimismo. En los últimos años la vio mirar con tristeza la cinta métrica. Su niño no crecía ya más. En los meses pasados no progresó el crecimiento un milímetro siquiera. Su madre sabía que iba a ser difícil ahora encontrar la manera de advertir la presencia de la vida en su muer-to querido. Tenía el temor de que una mañana

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