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La Cama Vacía.

Luciana LenkTrabajo25 de Abril de 2016

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La Cama Vacía

Mario Attie

1

Tres horas de sueño, pensó Jani, tres horas de sueño.

Mientras abría los ojos y echaba un vistazo al reloj, su mente repetía la misma oración. Tres horas de sueño…

Tres horas de sueño: suficientes para repensar una vida. Tres horas de abandono y la mente rejuvenece, pensó Jani. Como si fuera necesario dejarla ir para cambiarla. Para sus adentros se preguntó: ¿cambiar qué?

Jani estiró las piernas. Las sábanas —calientes y rasposas— rozaron las plantas de sus pies. No entendía todavía la sensación que la abrumaba. De sus pulgares a su cabeza sentía el vestigio de un cambio importante. El techo de su cuarto apareció por fin enfocado ante sus ojos. Lo miró con detenimiento. Aquella postal de cemento opaco se le antojaba hoy diferente, nueva. Cada mañana —en los últimos seis años— la misma vista le anunciaba la llegada de un nuevo día. Día que, cual animal clonado, transcurriría como todos los demás, imitando al anterior y delatando al siguiente, y que terminaría solo con la visión del techo grisáceo —aquella que tenía frente a sus ojos en este momento.

Dormir es dejar de ser, pensó Jani. Recordó a medias la noche anterior o, mejor dicho, lo ocurrido hace apenas tres horas. Había llegado a su habitación con un humor de perros, cansada de un mal día —un día como todos los días. Después de quitarse los lentes y colocarlos en el tocador, se arrojó a la cama, exhausta. Se acordaba de un pensamiento, una idea atropellada que rondó su cabeza antes de caer dormida. El acto de irse a dormir, había pensado Jani, no es más que el deseo de separarse —aunque sea por unas horas— de uno mismo. Irse a dormir es la voluntad de cortar con esa estúpida voz ininterrumpida que nos acompaña a todas horas como un tatuaje mal hecho. Dormir es un acto de abandono, un desprendimiento total.

Jani suspiró: estaba despierta. Jani suspiró porque, otra vez, como siempre, había vuelto a ser Jani, o al menos eso pensaba ella. Si dormir es dejar de ser, se dijo, despertar no es otra cosa que el complicado proceso de volver a ser. El entendimiento, casi milagroso, de que el descanso se acabó, de que otra vez existimos, de que otra vez somos los que éramos antes de dormir. Hasta que una vez, quizá nunca, despertamos para descubrir que somos alguien diferente. Jani despertó en una mañana como esas. Cuando abrió los ojos, distinguió algo que nunca había percibido. Jani había dejado de ser Jani.

2

Hace apenas unos días —cuatro, quizás cinco— Jani había recordado un libro español que había leído en su adolescencia. La novela —no pudo recordar el título— concluía con una imagen que consideraba elemental. El personaje principal —una mujer soltera de edad avanzada— se sube en un tren que la dejaría en casa de su madre. Durante el trayecto, ella, cuya vida había sido un retrato de precaución y reserva, entiende que debe dejarse llevar y abandonar el tren en la siguiente estación, entiende que debe bajarse y hacer vida en la ciudad donde el azar decida arrojarla. Dejarlo todo para recuperar lo que nunca tuvo. Su misión es clara: bajar y no mirar atrás; irse y nunca regresar. Su decisión, si es que podemos considerarla como tal, se ha formado ya en su interior. Más que una deliberación racional, es un impulso metafísico, un llamado. La señora —gordita e inocente— baja del tren en medio de una terrible lluvia, abre su paraguas y desaparece bajo la niebla de una ciudad desconocida.

Jani recordó esta conclusión mientras tecleaba las letras de un documento laboral que debía entregar en unas horas. Sonrió cuando aquel desenlace apareció de nuevo en su memoria. Era, sin lugar a dudas, un final feliz. La solterona, sin tapujos, dobla cada uno de sus complejos —nuestros complejos— como si fueran de hule. Sin inteligencia o erudición, trascendía una barrera existencial que pocos intelectuales habían soñado siquiera en contemplar. Esta mujer, Jani había concluido desde su adolescencia, era una auténtica heroína.

Siguió tecleando en su computadora. ¿A qué venía este recuerdo? La identificación con la figura casi mitológica de la novela española la perturbó. ¿Acaso ella quería irse también? Dejar su vida con sus estúpidos compromisos, su trabajo, sus amigos… ¿Quería dejarlo todo?

–¡Jani! –el grito del supervisor la regresó a la realidad.

Ella volteó ensimismada.

–Jani, el reporte se entrega en dos horas. —le dijo, desafiante, su jefe.

Se limitó a asentir y, como si él no existiera, siguió tecleando ahora a mayor velocidad.

En cuanto el supervisor salió de su oficina, Jani dejó escapar un profundo suspiro. El reporte que tenía enfrente —similar a incontables reportes anteriores— le confirmó lo que ya sospechaba. Todo le cansaba. Sentía su propia existencia aplastada a sus hombros como una pesa invisible. Quería aventarla al piso y correr. Correr antes de que la alcanzara. Quería ser la heroína que toma un tren y se evapora en la neblina. Quería desaparecer y aparecer en otro lugar —no importaba dónde ni cómo.

Siguió tecleando su reporte y pronto se olvidó de la protagonista española. Trabajó dos horas a un ritmo desenfrenado. Sus dedos se movían solos, como máquinas programadas para este único propósito. Cuando puso el punto final, un alivio semejante al que logra el alcohol la inundó de serenidad. Se dejó embriagar por ese sentimiento lúcido que produce el término exitoso de un compromiso. Se sentía ligera, contenta. Su cabeza volaba lejos de aquellos pensamientos sombríos de apenas minutos atrás. Lo que se le había presentado como un reconocimiento de su realidad, era ahora solo una reflexión olvidada, la leve huella de un pensamiento malformado.

Acostada sobre la cama, mirando al techo gris que veía cada mañana, la idea que le asaltó cuatro días atrás regresó a su cabeza con mayor fuerza. Se dijo —como se había dicho en la oficina— que tenía que irse. Si al despertar se había sentido diferente, era porque quizás, después de años de dudas, ese día se había despertado con una certeza. La certeza que le recorría de pies a cabeza era la misma que aquella española reservada y precavida había experimentado en carne viva en un vagón de tren. Era el reconocimiento, áspero pero inconfundible, de un impulso incontrolable. Jani quería soltarse. Quería liberarse de la cadena de días que nunca terminaba. Tres horas de sueño se lo habían anunciado clara y sucintamente. Jani había despertado y, en cuanto se levantara, sería otra persona.

3

Jani dobló su cuerpo para deshacerse de las sábanas que la abrigaban y que su abuela había bordado hacía años. Al quedar descubierta sintió un dolor punzante en el dedo pulgar de su pie izquierdo. Algo lo estaba presionando con una fuerza descomunal. Trató de levantar el pie pero el dolor se lo impidió. Sentía como si alguien estuviera parado encima de su pulgar. Hizo una mueca de dolor y se dejó caer sobre la cama. Pensó que algún insecto le había picado en la noche o quizá ella misma se había lastimado. Iría al baño, se daría una ducha y, ya con el pulgar lavado y desinfectado, el dolor desaparecería. Con renovadas ganas, trató de levantarse. De nuevo, la presión se lo impidió —el pulgar la tenía anclada a la cama. Jani permaneció inmóvil unos segundos; el súbito malestar la había desconcertado. Había despertado hace ya unos minutos, sin embargo, la dolencia no apareció sino hasta el instante en que decidió levantarse. Jani soltó una pequeña risa, la situación le pareció graciosa.

Olvidándose del dolor, Jani movió sus pies bruscamente para bajarse de la cama. Si no podía caminar al baño, pensó, llegaría arrastrándose. Pero una vez más, fue incapaz, a pesar de su determinación, de hacer el más leve cambio de posición. Incluso cuando agarró toda su pierna con las dos manos y la sujetó como si cargara un costal de papas, no logró mover un centímetro de su hueso. Lo que le había parecido chistoso pasó a ser insoportable. Sentía la sangre subiéndole a la cabeza, el enojo estaba a punto de poseerla. Lentamente, para recuperar la compostura y tranquilizarse, inhaló una bocanada de aire. Con el mismo ritmo, cerrando los ojos, exhaló mientras se decía que solo era un calambre. No había más que esperar a que pasara. Algún músculo se habrá contraído, continuó, pronto se relajará.

Jani seguía acostada bocarriba mirando al techo. Se preguntó si la certeza que había sentido minutos atrás no fue otra cosa que la manifestación psicológica de su infección. Quizá su cerebro, al recibir la información sensorial de su pulgar, no supo interpretarla y acabó expresándola como un deseo incorruptible de escapismo. Quizá el impulso de abandonar todo era simplemente un insignificante calambre muscular. Quizá lo que le pesaba no era su existencia. Lo que necesitaba, sin duda, era un ortopedista, no un símbolo mitológico de su adolescencia.

Jani hizo un esfuerzo casi sobrehumano por mirarse el dedo. Levantó la parte superior de su cuerpo y, con extremo cuidado de no mover el pie, acercó la cabeza lo más que pudo para ver lo que causaba su padecimiento.

Soltó un grito seco, áspero. No tenía una infección. Tampoco un calambre o un piquete de mosco. Su pulgar, como si se tratara de un camaleón, había adquirido el color de la superficie de la cama. No solo se había tornado del mismo tono rosa mexicano que la sábana, sino que había adquirido también su diseño. Una delicada raya de color azul rey sobresalía de su piel por debajo de la uña. Jani

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