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La Cama Vacía.


Enviado por   •  25 de Abril de 2016  •  Trabajos  •  3.704 Palabras (15 Páginas)  •  287 Visitas

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La Cama Vacía

Mario Attie

1

Tres horas de sueño, pensó Jani, tres horas de sueño.

Mientras abría los ojos y echaba un vistazo al reloj, su mente repetía la misma oración. Tres horas de sueño…

Tres horas de sueño: suficientes para repensar una vida. Tres horas de abandono y la mente rejuvenece, pensó Jani. Como si fuera necesario dejarla ir para cambiarla. Para sus adentros se preguntó: ¿cambiar qué?

Jani estiró las piernas. Las sábanas —calientes y rasposas— rozaron las plantas de sus pies. No entendía todavía la sensación que la abrumaba. De sus pulgares a su cabeza sentía el vestigio de un cambio importante. El techo de su cuarto apareció por fin enfocado ante sus ojos. Lo miró con detenimiento. Aquella postal de cemento opaco se le antojaba hoy diferente, nueva. Cada mañana —en los últimos seis años— la misma vista le anunciaba la llegada de un nuevo día. Día que, cual animal clonado, transcurriría como todos los demás, imitando al anterior y delatando al siguiente, y que terminaría solo con la visión del techo grisáceo —aquella que tenía frente a sus ojos en este momento.

Dormir es dejar de ser, pensó Jani. Recordó a medias la noche anterior o, mejor dicho, lo ocurrido hace apenas tres horas. Había llegado a su habitación con un humor de perros, cansada de un mal día —un día como todos los días. Después de quitarse los lentes y colocarlos en el tocador, se arrojó a la cama, exhausta. Se acordaba de un pensamiento, una idea atropellada que rondó su cabeza antes de caer dormida. El acto de irse a dormir, había pensado Jani, no es más que el deseo de separarse —aunque sea por unas horas— de uno mismo. Irse a dormir es la voluntad de cortar con esa estúpida voz ininterrumpida que nos acompaña a todas horas como un tatuaje mal hecho. Dormir es un acto de abandono, un desprendimiento total.

Jani suspiró: estaba despierta. Jani suspiró porque, otra vez, como siempre, había vuelto a ser Jani, o al menos eso pensaba ella. Si dormir es dejar de ser, se dijo, despertar no es otra cosa que el complicado proceso de volver a ser. El entendimiento, casi milagroso, de que el descanso se acabó, de que otra vez existimos, de que otra vez somos los que éramos antes de dormir. Hasta que una vez, quizá nunca, despertamos para descubrir que somos alguien diferente. Jani despertó en una mañana como esas. Cuando abrió los ojos, distinguió algo que nunca había percibido. Jani había dejado de ser Jani.

2

Hace apenas unos días —cuatro, quizás cinco— Jani había recordado un libro español que había leído en su adolescencia. La novela —no pudo recordar el título— concluía con una imagen que consideraba elemental. El personaje principal —una mujer soltera de edad avanzada— se sube en un tren que la dejaría en casa de su madre. Durante el trayecto, ella, cuya vida había sido un retrato de precaución y reserva, entiende que debe dejarse llevar y abandonar el tren en la siguiente estación, entiende que debe bajarse y hacer vida en la ciudad donde el azar decida arrojarla. Dejarlo todo para recuperar lo que nunca tuvo. Su misión es clara: bajar y no mirar atrás; irse y nunca regresar. Su decisión, si es que podemos considerarla como tal, se ha formado ya en su interior. Más que una deliberación racional, es un impulso metafísico, un llamado. La señora —gordita e inocente— baja del tren en medio de una terrible lluvia, abre su paraguas y desaparece bajo la niebla de una ciudad desconocida.

Jani recordó esta conclusión mientras tecleaba las letras de un documento laboral que debía entregar en unas horas. Sonrió cuando aquel desenlace apareció de nuevo en su memoria. Era, sin lugar a dudas, un final feliz. La solterona, sin tapujos, dobla cada uno de sus complejos —nuestros complejos— como si fueran de hule. Sin inteligencia o erudición, trascendía una barrera existencial que pocos intelectuales habían soñado siquiera en contemplar. Esta mujer, Jani había concluido desde su adolescencia, era una auténtica heroína.

Siguió tecleando en su computadora. ¿A qué venía este recuerdo? La identificación con la figura casi mitológica de la novela española la perturbó. ¿Acaso ella quería irse también? Dejar su vida con sus estúpidos compromisos, su trabajo, sus amigos… ¿Quería dejarlo todo?

–¡Jani! –el grito del supervisor la regresó a la realidad.

Ella volteó ensimismada.

–Jani, el reporte se entrega en dos horas. —le dijo, desafiante, su jefe.

Se limitó a asentir y, como si él no existiera, siguió tecleando ahora a mayor velocidad.

En cuanto el supervisor salió de su oficina, Jani dejó escapar un profundo suspiro. El reporte que tenía enfrente —similar a incontables reportes anteriores— le confirmó lo que ya sospechaba. Todo le cansaba. Sentía su propia existencia aplastada a sus hombros como una pesa invisible. Quería aventarla al piso y correr. Correr antes de que la alcanzara. Quería ser la heroína que toma un tren y se evapora en la neblina. Quería desaparecer y aparecer en otro lugar —no importaba dónde ni cómo.

Siguió tecleando su reporte y pronto se olvidó de la protagonista española. Trabajó dos horas a un ritmo desenfrenado. Sus dedos se movían solos, como máquinas programadas para este único propósito. Cuando puso el punto final, un alivio semejante al que logra el alcohol la inundó de serenidad. Se dejó embriagar por ese sentimiento lúcido que produce el término exitoso de un compromiso. Se sentía ligera, contenta. Su cabeza volaba lejos de aquellos pensamientos sombríos de apenas minutos atrás. Lo que se le había presentado como un reconocimiento de su realidad, era ahora solo una reflexión olvidada, la leve huella de un pensamiento malformado.

Acostada sobre la cama, mirando al techo gris que veía cada mañana, la idea que le asaltó cuatro días atrás regresó a su cabeza con mayor fuerza. Se dijo —como se había dicho en la oficina— que tenía que irse. Si al despertar se había sentido diferente, era porque quizás, después de años de dudas, ese día se había despertado con una certeza. La certeza que le recorría de pies a cabeza era la misma que aquella española reservada y precavida había experimentado en carne viva en un vagón de tren. Era el reconocimiento, áspero pero inconfundible, de un impulso incontrolable. Jani quería soltarse. Quería liberarse de la cadena de días que nunca terminaba.

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