La Carga Probatoria
7 de Diciembre de 2012
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Dinámica de la Prueba
04/11/2010
LA CARGA DINÁMICA DE LA PRUEBA
Héctor Fernández Vásquez
Profesor de Derecho Procesal
Pregrado y Postgrado UCAB
INTRODUCCIÓN
Históricamente la institución de la carga de la prueba ha sido informada por el principio, según el cual, al actor le corresponde probar los hechos constitutivos que afirma y al demandado los hechos impeditivos, extintivos y/o modificativos que opone.
Con arreglo a ese principio se encuentra regulada en el sistema procesal civil venezolano la distribución de la carga de la prueba. Así se desprende de las normas contenidas en los artículos 506 del Código de Procedimiento Civil y 1.354 del Código Civil, las cuales rezan:
Artículo 506 del Código de Procedimiento Civil: “Las partes tienen la carga de probar sus respectivas afirmaciones de hecho. Quien pida la ejecución de una obligación debe probarla, y quien pretenda haber sido libertado de ella, debe por su parte probar el hecho extintivo de la obligación.”
Artículo 1.354 del Código Civil: Quien pida la ejecución de una obligación debe probarla, y quien pretenda que ha sido libertado de ella debe por su parte probar el pago o hecho que ha producido la extinción de su obligación”
Normas similares a las precedentes han regulado históricamente el reparto probatorio en la mayoría de los sistemas normativos de corte continental (p.e., España, Brasil, Argentina, Colombia, Chile, Uruguay, Perú, etc.).
Sin embargo, en la mayoría de esos ordenamientos jurídicos y a diferencia de lo que ha ocurrido con el nuestro, se ha venido produciendo una prudente flexibilización de esas reglas clásicas de distribución de la carga de la prueba, bajo el influjo de la moderna doctrina de las Cargas Probatorias Dinámicas.
Esta doctrina, que se inspira en el valor justicia y en los principios de solidaridad o efectiva colaboración de las partes con el órgano jurisdiccional en el acopio del material de convicción, proclama un nuevo modo de reparto del onus probandi, que implica un desplazamiento de la carga probatoria del actor al demandado o viceversa, en aquellas situaciones en las cuales, en virtud de las peculiaridades del caso, no funcionan las reglas rígidas que distribuyen el esfuerzo probatorio.
Se trata de trasladar la verificación de los hechos en razón de la situación favorable en la cual se halla la parte para acreditar la realidad de los mismos, por cuanto dispone de los medios y argumentos que resultan aptos para demostrarlos. En pocas palabras, se trata de hacer recaer la carga de la prueba sobre la parte que se encuentra en mejores condiciones profesionales, técnicas o de hecho para producirla. Todo ello en pos de la búsqueda de la verdad.
Con pesar hay que destacar que este esquema novedoso de reparto probatorio ha sido tratado con indiferencia por la doctrina y la jurisprudencia patria. Ello se refleja en la ausencia de precedentes judiciales y en la exigua literatura sobre el tema.
La presente investigación intentó demostrar que si bien la Doctrina de las Cargas Probatorias Dinámicas no ha sido positivizada por el cuerpo político en las leyes, de todos modos puede ser aplicada por los jueces venezolanos con fundamento y apoyo en los valores que preconiza la Carta Magna e incluso en algunas normas contenidas en el Código de Procedimiento Civil.
Con la presente monografía se espera poder contribuir a llamar la atención de los operadores de la justicia venezolanos (entiéndanse jueces, abogados, profesores universitarios, auxiliares de la justicia, etc) sobre la Teoría de las Cargas Probatorias Dinámicas, pues aplicada con prudencia y de manera excepcional, dicha teoría puede significar un arma poderosa en la lucha por la concreción de uno de los fines más caros perseguidos por la Constitución: que el proceso funcione realmente como un instrumento de justicia.
CAPÍTULO I
LA CARGA PROCESAL
A. Antecedentes históricos
La noción de carga es un concepto introducido por Goldschmidt, (1961), al terciar en la polémica suscitada por los juristas alemanes de mediados del siglo XIX y otros muchos, también en Italia, en torno a la naturaleza jurídica del proceso, a “su ser como instituto del derecho”.
Y es que hasta mediados del siglo XIX había predominado en los ámbitos jurídicos, la teoría contractualista del proceso. La misma fue propulsada por autores de la talla de Pothier, Demolombe, Aubry y Colmet de Santerre.
Dicha teoría preconiza que la prestación de la actividad judicial surge de un previo acuerdo entre las partes, tendiente a someter al juez la solución de sus diferencias; que, en consecuencia, la relación que liga al actor y al demandado es de orden contractual y que éstos se encuentran vinculados con el mismo lazo que une a los contratantes.
Son muchas las críticas y objeciones que se pueden oponer a esta idea del proceso como contrato. Entre ellas, como lo apunta Palacio (2004), que el contrato requiere para su formación del consentimiento de ambas partes, mientras que el proceso puede constituirse, desarrollarse y extinguirse contra la voluntad del demandado e incluso sin su presencia, es decir, en rebeldía (p. 55) .
Además, como bien lo advertía Couture (1981), si se aceptara esta concepción privatista del proceso, que deriva de ciertos conceptos tomados del derecho romano y principalmente del contrato judicial de la litiscontestatio), entonces habría necesariamente que admitirse, que ante el silencio de la ley adjetiva, al proceso tendrían que aplicársele las disposiciones y normas de derecho civil que regulan la materia contractual (p. 125).
Desafortunadamente esta teoría contractualista, que empañaba la verdadera estructura y función del proceso, atravesó incólume la edad media y no fue sino a partir de las investigaciones emprendidas por la escuela pandectista alemana de mediados del siglo XIX que comienza su superación. El revulsivo lo fue, que duda cabe, la teoría que concibe al proceso como una relación jurídica, desenvuelta especialmente por Oscar Bullow y después por Kohler y Chiovenda en Italia .
Este último, Chiovenda (1986), siguiendo el pensamiento de Bullow y los demás juristas alemanes seguidores de su teoría, concebía el proceso como una relación jurídica de derecho público (porque deriva de normas que regulan el ejercicio de una potestad pública), autónoma (porque nace y se desarrolla con independencia de la relación de derecho material) y compleja (porque comprende un conjunto indefinido de derechos, que sin embargo persiguen un mismo fin: la actuación de la voluntad de la Ley mediante la emisión de un fallo judicial con carácter de definitivo).
Tal relación jurídica procesal –explicaba el maestro italiano- se desarrollaba en forma gradual y tenía lugar entre las partes y el juez. El esqueleto de la misma estaba constituido por la obligación del juez de producir el fallo, por el derecho de las partes a obtenerlo y por el deber de éstas de acatarlo (p.10).
Como acertadamente lo apunta Cuenca (2000), esta idea del proceso como una relación jurídica fue objeto de críticas persistentes, aun cuando tuvo la virtud de desalojar las viejas concepciones contractualistas que, como ya se dijo, empañaban la verdadera estructura y función del proceso (p. 233). De tales críticas surgió la doctrina del proceso como situación jurídica, entre cuyos elementos centrales se encuentra el concepto de carga.
El autor de la teoría, James Goldschmidt, sostenía que el proceso no era precisamente un vínculo jurídico generador de derechos y obligaciones para las partes y el juez. Esto lo justificaba con base en los siguientes dos argumentos:
• Que el juez dirigía el proceso y dictaba la sentencia no ya en razón de un supuesto ligamen o vínculo que lo unía a las partes, sino porque era para él un deber funcional de carácter administrativo y político. Tan es así –sostenía Goldschmidt- que en caso de incumplimiento de su deber de administrar justicia, se generaban en cabeza del juez responsabilidades civiles o penales, que debían hacerse efectivas al margen o fuera del proceso.
• Que las partes no estaban ni ligadas entre sí, ni obligadas a atacar y/o defenderse dentro del proceso, sino que lo hacían de modo facultativo, atendiendo al riesgo que para ellas representaba abstenerse o no hacerlo.
En suma, para Goldschmidt el proceso no era una relación jurídica, creadora de derechos y obligaciones entre los sujetos procesales, sino una situación jurídica, entendida tal situación como el estado de incertidumbre en que se encuentran las partes ante el futuro fallo.
Y a lo anterior agregaba el eminente jurista alemán, para completar su teoría, que ese estado de incertidumbre generaba en las partes una serie de expectativas acerca de las posibilidades que tenían de obtener una sentencia favorable a sus intereses o perspectivas de una sentencia desfavorable; posibilidades que aumentarían o disminuirían en la medida en
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