Las Cronicas de Narnia
Himmler6 de Enero de 2014
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—Hubiera querido que Aslan viniese antes de que llegáramos a esto —dijo
Trumpkin.
—También yo —dijo Cazatrufas—. Pero mira detrás de ti.
—¡Cuervos y codornices! —murmuró el Enano, mirando hacia atrás—. ¿Qué
es eso? Gente tan enorme, tan bella, parecen dioses y diosas y gigantes. Cientos y
miles acercándose a nosotros. ¿Qué son?
—Son Dríades y Hamadríades y Silvans —respondió Cazatrufas—. Aslan los
ha despertado.
—¡Hum! —asintió el Enano—. Van a ser de gran ayuda si el enemigo intenta
alguna traición. Pero no ayudarán mucho al gran Rey si Miraz demuestra ser más
diestro con su espada.
El Tejón calló porque en ese instante Pedro y Miraz entraban al recinto desde
extremos opuestos, ambos a pie, ambos con sus cotas de malla, con sus yelmos y
escudos. Avanzaron acercándose, se saludaron con una reverencia y se dijeron algo,
pero no fue posible oír sus palabras. Relucieron los aceros a la luz del sol. Por unos
segundos, se pudieron escuchar los golpes, pero fueron apagados por la gritería de
los dos ejércitos, semejante a la de las muchedumbres en un partido de fútbol.
—Bien, Pedro, muy bien —gritó Edmundo al ver que Miraz retrocedía un paso
y medio—. ¡Atácalo, rápido!
Y Pedro atacó y por unos segundos pareció que podría ganar la lucha. Pero
Miraz se recuperó y empezó a hacer buen uso de su estatura y peso. "¡Miraz, Miraz,
el Rey, el Rey!", rugían los Telmarinos. Caspian y Edmundo palidecieron, presas de
mortal ansiedad.
—Pedro ha recibido golpes terribles —dijo Edmundo.
—¡Hola! —gritó Caspian—. ¿Qué pasa ahora?
—Se separan —explicó Edmundo—. Agotados, supongo. Mira, ahora
empiezan de nuevo, con tácticas más científicas esta vez. Se observan por diversos
ángulos, estudiando las defensas del contrario.
—Me temo que Miraz conoce su oficio —musitó el doctor—. Pero no
terminaba de hablar, cuando estallaron ensordecedores aplausos y aullidos y
capuchas lanzadas al aire en las filas de los Antiguos Narnianos.
—¿Qué pasa, qué pasa? —preguntó el doctor—. Mis viejos ojos no alcanzaron
a ver bien.
—El gran Rey Supremo lo pinchó en la axila —relató Caspian, aplaudiendo
todavía—. Justo donde la sisa de la cota dejó entrar la punta. Primera sangre.
—Se pone feo otra vez —dijo Edmundo—. Pedro no está usando bien su
escudo. Debe tener herido su brazo izquierdo.
Así era, desgraciadamente. Todos podían advertir que el escudo de Pedro
colgaba de su brazo inerte. El griterío de los Telmarinos se intensificó.
—Tú que has visto más batallas que yo —dijo Caspian—, ¿crees que hay
todavía alguna esperanza?
—Muy poca —repuso Edmundo—. Pero podría lograrlo... con algo de suerte.
—Oh, ¿por qué permitimos que todo esto sucediera? —dijo Caspian.
De súbito, se acallaron los gritos de ambos bandos. Edmundo quedó perplejo.
—Ah, ya entiendo —dijo de pronto—. Han acordado un descanso. Venga,
doctor, tal vez el gran Rey nos necesita.
Corrieron hacia la palestra; Pedro salió a su encuentro pasando por entre las
cuerdas. Su cara estaba roja y sudorosa y respiraba agitadamente.
—¿Tienes herido el brazo izquierdo? —preguntó Edmundo.
—No es exactamente una herida —repuso Pedro—. Recibí todo el peso de su
hombro sobre mi escudo —como si fuera una carga de ladrillos— y el canto del
escudo se incrustó en mi muñeca. No creo que esté quebrada; debe ser más bien una
torcedura. Si pueden amarrarla bien firme, creo que me las arreglaré.
—¿Qué te parece Miraz, Pedro? —preguntó Edmundo ansiosamente, mientras
vendaban su muñeca.
—Fuerte —respondió Pedro—. Muy fuerte. Mi única posibilidad está en
mantenerlo moviéndose mucho hasta que su peso y su resuello corto, además del
fuerte sol que cae, lo agoten. Para decir verdad, es mi última esperanza. Dale mis
cariños a... a todos en casa, Ed, si me mata. Allí va, de vuelta al campo de batalla.
Adiós, mi viejo. Adiós, doctor. Y por favor, Ed, un recuerdo muy especial de mi
parte para Trumpkin. Es un gran tipo.
Edmundo no podía hablar. Regresó con el doctor a su asiento, sintiendo un
gran malestar en el estómago.
El nuevo asalto empezó bien. Se notaba que Pedro podía servirse mejor de su
escudo y, por cierto, utilizó muy bien sus pies. Parecía jugar al pillarse con Miraz,
esquivándolo, cambiando de posición, haciendo trabajar a su enemigo.
—¡Cobarde! —abuchearon los Telmarinos—. ¿Por qué no lo enfrentas? No te
gusta, ¿eh? Aquí vinieron a pelear, no a bailar. ¡Bah!
—Ojalá que no los escuche —dijo Caspian.
—El, no —dijo Edmundo—. No lo conoces bien... ¡Oh!...
Miraz había asestado un feroz golpe en el yelmo de Pedro, que trastabilló,
resbaló de costado y cayó sobre una rodilla. El rugido de los Telmarinos creció
como el ruido del mar. "Ahora, Miraz —aullaban—. Ahora. ¡Rápido! ¡Rápido!
Mátalo". No había necesidad de incitar al usurpador. Ya estaba encima de Pedro.
Edmundo se mordió los labios hasta que brotó sangre, mientras la espada cruzaba
como un rayo sobre Pedro. Parecía que le cortaría la cabeza. ¡Gracias a los cielos!,
resbaló por su hombro derecho. La malla forjada por los enanos era firme y no se
rompió.
—¡Dios mío! —gritó Edmundo—. Se levanta otra vez. ¡Vamos, Pedro, vamos!
—No pude ver lo que pasó —dijo el doctor—. ¿Cómo fue?
—Se agarró en el brazo de Miraz al caer —explicó Trumpkin, bailando de
dicha—. ¡Ese es un hombre! Usa el brazo de su enemigo como si fuera una escalera.
¡El gran Rey, el gran Rey! ¡Arriba, Antigua Narnia!
—Miren —dijo Cazatrufas—. Miraz está furioso. Eso es muy bueno.
Se daban ahora con toda el alma; una ráfaga de golpes tan intensa que parecía
imposible que no resultara alguien muerto. A medida que crecía la agitación, se
apagaban poco a poco los gritos. Los espectadores retenían la respiración. Era una
escena a la vez horrible y magnífica.
Se elevó un fuerte griterío en las líneas de los Antiguos Narnianos. Miraz había
caído, no por un golpe dado por Pedro, pero estaba tendido de bruces tras tropezar
contra un terrón. Pedro se apartó esperando a que se levantara.
—¡Ah, no me embromes! —se dijo Edmundo—. ¿Tiene que ser caballeroso
hasta ese extremo? Supongo que sí. Porque es un Caballero y un Rey Supremo. Creo
que es lo que Aslan hubiera querido que hiciera. Pero ese bruto se levantará pronto y
entonces...
Pero "ese bruto" no se levantó más. Los señores Glózel y Sopespian tenían sus
propios planes. En cuanto vieron caer al Rey, saltaron dentro del campo de batalla.
—¡Traición, traición! —gritaron—. El traidor narniano lo ha apuñalado por la
espalda cuando yacía indefenso. ¡A las armas, a las armas, Telmarinos!
Pedro no entendía bien qué pasaba. Vio a dos hombres grandes abalanzarse
sobre él con sus espadas desenvainadas. Un tercer Telmarino saltó sobre las cuerdas
a su izquierda.
—¡A las armas, Narnia! ¡Traición! —gritó Pedro.
Si los tres lo hubiesen atacado al mismo tiempo, no habría vuelto a hablar
nunca más. Pero Glózel se detuvo para apuñalar a su propio Rey caído. "Eso es por
tu insulto de esta mañana", murmuró mientras colocaba nuevamente la espada en su
vaina.
Pedro giró para enfrentar a Sopespian, dando estocadas a las piernas de su
contrario y, levantando su espada, con el revés del mismo golpe le cortó la cabeza.
Edmundo se puso a su lado gritando "Narnia, Narnia. El León". El ejército
Telmarino embistió contra ellos. Pero ya el Gigante avanzaba pesadamente,
agachado y blandiendo su garrote. Los Centauros fueron a la carga. Tuang, tuang,
atrás, y jiss, jiss más arriba avanzaba la ballestería de los Enanos. Trumpkin luchaba
a su izquierda. Se iniciaba la gran batalla.
—Vuelve, Rípichip, pedazo de burro —gritó Pedro—. Sólo conseguirás
hacerte matar. Este no es lugar para ratones.
Pero las ridículas y diminutas criaturas bailaban entremedio de los pies de
ambos ejércitos, pinchando acá y allá con sus espadas. Ese día, más de un soldado
Telmarino sintió en sus pies súbitas punzadas, como de docenas de agujas, que los
hacían saltar en una pierna maldiciendo el dolor, y no pocas veces cayeron al suelo.
Si caían, los ratones los remataban; si no caían, algún otro lo hacía.
Mas antes de que los Antiguos Narnianos hubieran entrado en calor para la
batalla, el enemigo empezó a ceder terreno. Los guerreros de aspecto temible
palidecían aterrorizados, no ante los Antiguos Narnianos, sino ante algo que veían
tras ellos, hasta que de repente arrojaron sus armas al suelo, chillando: "¡El bosque!
¡El bosque! ¡El fin del mundo!"
Pronto sus gritos y el fragor de las armas fueron ahogados por un estruendo
semejante al del océano,
...