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Leyenda El Puente De Los Novios 18.


Enviado por   •  4 de Junio de 2015  •  1.257 Palabras (6 Páginas)  •  1.249 Visitas

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El Puente de los Novios

“Poza de las maravilla, Mi fiel novia petrolera, Entre los llanos del tiempo Y la vetusta arboleda Modelada por tus hijos Se formó tu faz morena”… Fdo.G.Calderón.

Esta historia me la narró la Srita. Lourdes Hernández Pérez, a ella se la contó su abuela Sra. Margarita Chino Cortés (q.e.p.d.) Me decía Lourdes: “mi abuelita vivió cerca de noventa años en este lugar del “Puente de los novios” ella conoció bien estos parajes y a sus moradores”. Corría el año

de 1936, las compañías extranjeras explotaban nuestro petróleo, exuberante vegetación se extinguía por las perforaciones que se realizaban. El hombre con su nueva energía, recién descubierta, todo lo transformaba aún acosta del medio en que vivía. “El Tren de la Burrita” y los “Kalamassos” en su rápido transitar por las vías férreas dejaban sentir el auge petrolero en este pueblo que se formaba, Poza Rica. En lo que ahora es la colonia 27 de septiembre, existían en esa época tierras feraces, dueño de la mayor parte el Sr. Aurelio Chino, que sólo ocupaba pequeños predios para pastar ganado vacuno y caballos. En la calle Montes de Oca, que principia desde el Boulevard Ruiz Cortines, existe actualmente un puente que llaman los vecinos “de los novios”. Allí cruzaba por aquellos tiempos, un hermoso arroyo donde jugueteaban peces, acamayas, tortugas; frondosos árboles, ceibas, humos, moras, guásimas, servían de ribera. En estos terrenos selváticos habitaban: armadillos, patos, chachalacas, loros conejos, etc. Cualquiera que se considerara un buen tirador allí cazaría su mejor presa.

Por allí pasaba Mr. Willians, en las tardes soleadas, llevando en su hombro derecho una bolsa de cuero donde guardaba sus enseres de caza y en el otro se colgaba una carabina propia para su deporte. Mr. Willians se hacía acompañar de su hija Carolyn de 12 años, de tez blanca de rostro angelical y cuerpo delgado, menudo, siempre vestía de blanco con sombrero ajustado con cintas al cuello donde colgaba un “Dije”, zapatos y vestido blancos, éste almidonado ceñido a la cintura, pero de vuelo con olanes y crinolinas también almidonadas que rimaban con las medias blancas de popotillo. Para protegerse del sol, giraba entre sus manos una sombrilla blanca con rosa, zarandeándose infantilmente por entre las veredas y árboles. Los dos provenían del campo americano donde habitaban con los demás técnicos petroleros de su misma nacionalidad; allí se hacían acompañar de su sirvienta que les ayudaba en los quehaceres domésticos. Llegaban a ese arroyo, atravesado por tablones, rodeando en sus cercanías por casas de tarros y techos de palma. Él pasaba e invitaba a los indígenas para que les acompañaran y guiaran en ese deporte de cazar que lo divertía, mientras Carolyn lo esperaba, al cuidado de unas señoras lavanderas y juagando con niños de su edad. Se divertía con las flores, con los peces multicolores, con las miradas furtivas y aleteos de los pájaros, con las simples cascadas que formaban las piedras con las aguas. No se aburría ante la bienhechora naturaleza, que la envolvía felizmente y su curiosidad infantil que la llevaba a descubrir multitud de mundos, debajo de las piedras, entre las hojas, en los vuelos fugaces de las aves y el mimetismo maravilloso y misterios de las mariposas en los tallos. Jugaba con los niños descalzos: ahora persiguiendo una libélula; después atrapando un grillo: comiéndose sedienta una lima o expresando gestos por un limón jugoso y amarillo. Muchas tardes ahí en espera de su padre, vivió sin tiempo, como un nardo eterno entre el follaje verde.

Una tarde rumorosa, con vientos traspasando las hojas con aroma de flor de limonaria, Carolyn se divertía arrojando piedritas al agua bajo la sombra de un malango. De repente

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