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Maria


Enviado por   •  10 de Diciembre de 2012  •  Tutoriales  •  1.579 Palabras (7 Páginas)  •  491 Visitas

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I. CAPITULO

Era yo un chiquillo cuando mis padres me internaron en el colegio “x”, de bogota. Apenas logre dormir la noche víspera del viaje: me asaltaba un presentimiento de los muchos pesares que había de sufrir después, y mi espíritu se inundaba de recuerdos felices de las pasadas horas. A la mañana siguiente, los besos de mis padres y de mis hermanos, al decirme adiós, venían a enjuagar las muchas lagrimas vertidas en el amargor de nuestra separación. Maria, paciente y humilde, aguardaba su trno con las manos unidas en silenciosa plegaria, hasta que, babuciendo palabras de despedida, junto su mejilla a la mia. Momentos después, cuando mi padre y yo subiamso a la colina de la vereda, torne la vista hacia la casa buscando la imagen de aquellos seres tan queridos: allí estaba maria, bajo la enredaderas que marcaban el ventanal de nuestra salita; desde allí agito su pañuelo y, en aquel adiós, me dijo muchas cosas, ¡muchas!, que en mi alma dejaron la impronta indeleble de nuestra futura historia…

II. CAPITULO

Seis años mas tarde, en un esplendoroso agosto, regresaba con el corazón enchido de goso y de amor a la tierra que me vio nacer. El cielo ofresia tintes de su azul incomparable, mientras en las altísimas crestas iban derramando nubecillas de oro, y al sur flotaban aun las nieblas

que durante la noche habían embozado sus perfiles. Mis ojos contemplaban con avidez aquellos rincones medio ocultos al viajero por las copas de añosos guaduales y bambúes, florecidos pisamos e higuerones frondosos. Cruzaba planicies alfombradas de verdes gramales, y el perfume de la naturaleza traia a mis evocaciones el de los pomposos vestidos de…”ella”, cuyo nombre crei escuchar hasta en el canto de las aves. Estaba mudo ante tanta belleza, por que el cielo, los horizontes, las pampas y las cumbres del cauca hacen enmudecer a quien los contempla. Antes de ponerse el sol, ya había yo alcanzado la nívea silueta del hogar. Y, a poco, ls herraduras de mi caballo chispeaban sobre el empedrado del patio. Cuando mi madre me estrecho en sus brazos, una sombra pareció segarme el entendimiento: eral el gose supremo, que conmovía a mi naturaleza virgen. Apenas podía reconocer, en las mujeres que con mi madre salieron, a las hermanas que deje de niñas. También estaba maria, contemplándome absorta con sus ojos orlados de generosas pestañas, humedecidas al sonreir a mi primera expresión afectuosa, y encendido el rostro cuando mi brazo, rodando de sus hombros, le acaricio el talle impensadamente.

III. CAPITULO

Sentado entre mis padres, las mujeres se empeñaban en hacerme probar sus colaciones y cremas, sonrojándose aquella a quin yo dirigiera palbras de complacencia o admiración. Maria me ocultaba tenazmente sus ojos; mas pude admirar en ellos la hermosura de los de las jóvenes de su raza, lo

mismo que aquellos labios rojos, húmedos y graciosamente imperativos, que me hicieron ver en algún instante el arco simetrico de una bellísima dentadura. Vestia traje de muselina ligera, azul palido, del cual solo se descubria parte del corpiño y falda, pues un pañolón de hilo purpura le ocultaba el seno hasta la base de su garganta rosada. Al caer las trenzas, mientras se inclinaba para servir, pude admirar el envés de sus brazos, torneados deliciosamente, y las manos blancas, de maravillosa línea y cuidadas como las de una reina. Concluida la comida, los esclavos levantaron los manteles. Uno de ellos inicio el padrenuestro, y los demás completamos la oración. Para permitir que la charla entre is padres y yo pudiera tener un carancter mas confidencial, maria se retiro acompañaba de mi hermana emma. Volvieron después para mostrarme la habitación que me tenían dispuesta. Deseaban la mujeres observar el efecto que pudiera causarme el esmerado preparativo del cuarto, por cuyo ventanal abierto ascendían hasta la mesa contigua los brotes de un hermoso rosal. Las corinas del lecho eran de gasa blanca, tomadas a las columnas por anchas cintas de raso. Cerca de la cabecera estaba la pequeña dolorosa que de niño había presidido mis altares. Libros, mapas, asientos comodos y un hermoso dueño de baño completaban el ajuar. -- ¡bellísimas flores! –no puede ser menos de exclamar ante las que, de un florero y del jardín, semicubrian la mesa. –maria recordó que te agradaban mucho –dijo alguien . entonces bolvi hacia ella los ojos para darle las grasias, y observe que los suyos se esforzaban en sostener siquiera aquella ves mi mirada.

–por favor –insinue-, maria querra guárdamelas, por que las flores suelen ser nocivas en los dormitorios. -¿de veras? –me respondió-. Pues si, voy a llevármelas ahora mismo, y mañana las repondré.

IV. CAPITULO

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