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Maria fe

MariafernandaacTrabajo21 de Noviembre de 2012

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Sexta parte

Hace ya tres años que llegué al término del tratado en donde están todas esas cosas, y empezaba a revisarlo para entregarlo a la imprenta, cuando supe que unas personas a quienes profeso deferencia y cuya autoridad no es menos poderosa sobre mis acciones que mi propia razón sobre mis pensamientos, habían reprobado una opinión de física, publicada poco antes por otro (41); no quiero decir que yo fuera de esa opinión, sino sólo que nada había notado en ella, antes de verla así censurada, que me pareciese perjudicial ni para la religión ni para el Estado, y, por tanto, nada que me hubiese impedido escribirla, de habérmela persuadido la razón. Esto me hizo temer no fuera a haber alguna también entre las mías, en la que me hubiese engañado, no obstante el muy gran cuidado que siempre he tenido de no admitir en mi creencia ninguna opinión nueva, que no esté fundada en certísimas demostraciones, y de no escribir ninguna que pudiere venir en menoscabo de alguien. Y esto fue bastante a mudar la resolución que había tomado de publicar aquel tratado; pues aun cuando las razones que me empujaron a tomar antes esa resolución fueron muy fuertes, sin embargo, mi inclinación natural, que me ha llevado siempre a odiar el oficio de hacer libros, me proporcionó en seguida otras para excusarme. Y tales son esas razones, de una y de otra parte, que no sólo me interesa a mí decirlas aquí, sino que acaso también interese al público conocerlas.

Nunca he atribuido gran valor a las cosas que provienen de mi espíritu; y mientras no he recogido del método que uso otro fruto sino el hallar la solución de algunas dificultades pertenecientes a las ciencias especulativas, o el llevar adelante el arreglo de mis costumbres, en conformidad con las razones que ese método me enseñaba, no me he creído obligado a escribir nada. Pues en lo tocante a las costumbres, es tanto lo que cada uno abunda en su propio sentido, que podrían contarse tantos reformadores como hay hombres, si a todo el mundo, y no sólo a los que Dios ha establecido soberanos de sus pueblos o a los que han recibido de él la gracia y el celo suficientes para ser profetas, le fuera permitido dedicarse a modificarlas en algo; y en cuanto a mis especulaciones, aunque eran muy de mi gusto, he creído que los demás tendrían otras también, que acaso les gustaran más. Pero tan pronto como hube adquirido algunas nociones generales de la física y comenzado a ponerlas a prueba en varias dificultades particulares, notando entonces cuán lejos pueden llevarnos y cuán diferentes son de los principios que se han usado hasta ahora, creí que conservarlas ocultas era grandísimo pecado, que infringía la ley que nos obliga a procurar el bien general de todos los hombres, en cuanto ello esté en nuestro poder. Pues esas nociones me han enseñado que es posible llegar a conocimientos muy útiles para la vida, y que, en lugar de la filosofía especulativa, enseñada en las escuelas, es posible encontrar una práctica, por medio de la cual, conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del agua, del aire, de los astros, de los cielos y de todos los demás cuerpos, que nos rodean, tan distintamente como conocemos los oficios varios de nuestros artesanos, podríamos aprovecharlas del mismo modo, en todos los usos a que sean propias, y de esa suerte hacernos como dueños y poseedores de la naturaleza. Lo cual es muy de desear, no sólo por la invención de una infinidad de artificios que nos permitirían gozar sin ningún trabajo de los frutos de la tierra y de todas las comodidades que hay en ella, sino también principalmente por la conservación de la salud, que es, sin duda, el primer bien y el fundamento de los otros bienes de esta vida, porque el espíritu mismo depende tanto del temperamento y de la disposición de los órganos del cuerpo, que, si es posible encontrar algún medio para hacer que los hombres sean comúnmente más sabios y más hábiles que han sido hasta aquí, creo que es en la medicina en donde hay que buscarlo. Verdad es que la que ahora se usa contiene pocas cosas de tan notable utilidad; pero, sin que esto sea querer despreciarla, tengo por cierto que no hay nadie, ni aun los que han hecho de ella su profesión, que no confiese que cuanto se sabe, en esa ciencia, no es casi nada comparado con lo que queda por averiguar y que podríamos librarnos de una infinidad de enfermedades, tanto del cuerpo como del espíritu, y hasta quizá de la debilidad que la vejez nos trae, si tuviéramos bastante conocimiento de sus causas y de todos los remedios, de que la naturaleza nos ha provisto. Y como yo había concebido el designio de emplear mi vida entera en la investigación de tan necesaria ciencia, y como había encontrado un camino que me parecía que, siguiéndolo, se debe infaliblemente dar con ella, a no ser que lo impida la brevedad de la vida o la falta de experiencias, juzgaba que no hay mejor remedio contra esos dos obstáculos, sino comunicar fielmente al público lo poco que hubiera encontrado e invitar a los buenos ingenios a que traten de seguir adelante, contribuyendo cada cual, según su inclinación y sus fuerzas, a las experiencias que habría que hacer, y comunicando asimismo al público todo cuanto averiguaran, con el fin de que, empezando los últimos por donde hayan terminado sus predecesores, y juntando así las vidas y los trabajos de varios, llegásemos todos juntos mucho más allá de donde puede llegar uno en particular.

Y aun observé, en lo referente a las experiencias, que son tanto más necesarias cuanto más se ha adelantado en el conocimiento, pues al principio es preferible usar de las que se presentan por sí mismas a nuestros sentidos y que no podemos ignorar por poca reflexión que hagamos, que buscar otras más raras y estudiadas; y la razón de esto es que esas más raras nos engañan muchas veces, si no sabemos ya las causas de las otras más comunes y que las circunstancias de que dependen son casi siempre tan particulares y tan pequeñas, que es muy difícil notarlas. Pero el orden que he llevado en esto ha sido el siguiente: primero he procurado hallar, en general, los principios o primeras causas de todo lo que en el mundo es o puede ser, sin considerar para este efecto nada más que Dios solo, que lo ha creado, ni sacarlas de otro origen, sino de ciertas semillas de verdades, que están naturalmente en nuestras almas; después he examinado cuáles sean los primeros y más ordinarios efectos que de esas causas pueden derivarse, y me parece que por tales medios he encontrado unos cielos, unos astros, una tierra, y hasta en la tierra, agua, aire, fuego, minerales y otras cosas que, siendo las más comunes de todas y las más simples, son también las más fáciles de conocer. Luego, cuando quise descender a las más particulares, presentáronseme tantas y tan varias, que no he creído que fuese posible al espíritu humano distinguir las formas o especies de cuerpos, que están en la tierra, de muchísimas otras que pudieran estar en ella, si la voluntad de Dios hubiere sido ponerlas, y, por consiguiente, que no es posible tampoco referirlas a nuestro servicio, a no ser que salgamos al encuentro de las causas por los efectos y hagamos uso de varias experiencias particulares. En consecuencia, hube de repasar en mi espíritu todos los objetos que se habían presentado ya a mis sentidos, y no vacilo en afirmar que nada vi en ellos que no pueda explicarse, con bastante comodidad, por medio de los principios hallados por mí. Pero debo asimismo confesar que es tan amplia y tan vasta la potencia de la naturaleza y son tan simples y tan generales esos principios, que no observo casi ningún efecto particular, sin en seguida conocer que puede derivarse de ellos en varias diferentes maneras, y mi mayor dificultad es, por lo común, encontrar por cuál de esas maneras depende de aquellos principios; y no sé otro remedio a esa dificultad que el buscar algunas experiencias, que sean tales que no se produzca del mismo modo el efecto, si la explicación que hay que dar es esta o si es aquella otra. Además, a tal punto he llegado ya, que veo bastante bien, a mi parecer, el rodeo que hay que tomar, para hacer la mayor parte de las experiencias que pueden servir para esos efectos; pero también veo que son tantas y tales, que ni mis manos ni mis rentas, aunque tuviese mil veces más de lo que tengo, bastarían a todas; de suerte que, según tenga en adelante comodidad para hacer más o menos, así también adelantaré más o menos en el conocimiento de la naturaleza; todo lo cual pensaba dar a conocer, en el tratado que había escrito, mostrando tan claramente la utilidad que el público puede obtener, que obligase a cuantos desean en general el bien de los hombres, es decir, a cuantos son virtuosos efectivamente y no por apariencia falsa y mera opinión, a comunicarme las experiencias que ellos hubieran hecho y a ayudarme en la investigación de las que aun me quedan por hacer.

Pero de entonces acá, hánseme ocurrido otras razones que me han hecho cambiar de opinión y pensar que debía en verdad seguir escribiendo cuantas cosas juzgara de alguna importancia, conforme fuera descubriendo su verdad, poniendo en ello el mismo cuidado que si las tuviera que imprimir, no sólo porque así disponía de mayor espacio para examinarlas bien, pues sin duda, mira uno con más atención lo que piensa que otros han de examinar, que lo que hace para sí solo (y muchas cosas que me han parecido verdaderas cuando he comenzado a concebirlas, he conocido luego que son falsas, cuando he ido a estamparlas en el papel), sino también para no perder ocasión de servir al público, si soy en efecto capaz de ello, y porque, si mis escritos valen algo, puedan usarlos como crean más conveniente los que los posean después de mi muerte; pero pensé que no debía en manera

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