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Miguel Strogoff


Enviado por   •  6 de Septiembre de 2013  •  3.178 Palabras (13 Páginas)  •  307 Visitas

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UNA FIESTA EN EL PALACIO NUEVO

Señor, un nuevo mensaje.

¿De dónde viene?

De Tomsk.

¿Está cortada la comunicación más allá de esta ciudad?

Sí, señor; desde ayer.

General, envíe un mensaje cada hora a Tomsk para que me tengan al corriente de cuanto ocurra.

A sus órdenes, señor respondió el general Kissoff.

Este diálogo tenía lugar a las dos de la madruga¬da, cuando la fiesta que se celebraba en el Palacio Nuevo estaba en todo su esplendor.

Durante aquella velada, las bandas de los regi¬mientos de Preobrajensky y de Paulowsky no habían cesado de interpretar sus polcas, mazurcas, chotis y valses escogidos entre lo mejor de sus repertorios.

Las parejas de bailadores se multiplicaban hasta el infinito a través de los espléndidos salones de Pa¬lacio, construido a poca distancia de la «Vieja casa de Piedra», donde tantos dramas terribles se habían desarrollado en otros tiempos y cuyos ecos parecían haber despertado aquella noche para servir de tema a los corrillos.

El Gran Mariscal de la Corte estaba, por otra parte, bien secundado en sus delicadas funciones, ya que los grandes duques y sus edecanes, los chamber¬lanes de servicio y los oficiales de Palacio, cuidaban personalmente de animar los bailes. Las grandes du¬quesas, cubiertas de diamantes y las damas de la Corte, con sus vestidos de gala, rivalizaban con las señoras de los altos funcionarios, civiles y militares de la «antigua ciudad de las blancas piedras». Así, cuando sonó la señal del comienzo de la polonesa, todos los invitados de alto rango tomaron parte en el paseo cadencioso que, en este tipo de solemnidades, adquiere el rango de una danza nacional; la mezcla de los largos vestidos llenos de encajes y de los uni¬formes cuajados de condecoraciones ofrecía un as¬pecto indescriptible bajo la luz de cien candelabros, cuyo resplandor quedaba multiplicado por el reflejo de los espejos.

El aspecto era deslumbrante.

Por otra parte, el Gran Salón, el más bello de todos los que poseía el Palacio Nuevo, era, para este cortejo de altos personajes y damas espléndidamen¬te ataviadas, un marco digno de la magnificencia. La rica bóveda, con sus dorados bruñidos por la pátina del tiempo, era como un firmamento estrellado. Los brocados de los cortinajes y visillos, llenos de sober¬bios pliegues, empurpurábanse con los tonos cálidos que se quebraban centelleantes en los ángulos de las pesadas telas.

A través de los cristales de las vastas vidrieras que rodeaban la bóveda, la luz que iluminaba los sa¬lones, tamizada por un ligero vaho, se proyectaba en el exterior como un incendio rasgando bruscamente la noche que, desde hacía varias horas, envolvía el fastuoso palacio.

Este contraste atraía la atención de los invitados que sin estar absortos por el baile se acercaban a los alféizares de las ventanas, desde donde se apre¬ciaban algunos campanarios, confusamente difumi¬nados en la sombra, pero que perfilaban, aquí y allá, sus enormes siluetas. Por debajo de los contorneados balcones se veía también a numerosos centinelas marcar el paso rítmicamente, con el fusil sobre el hombro y cuyo puntiagudo casco parecia culminar en un penacho de llamas bajo los efectos del chorro de fuego recibido del interior. Oíanse también las patrullas que marcaban el paso sobre la grava, con mayor ritmo que los propios danzarines sobre el en¬cerado de los salones. De vez en cuando, el alerta de los centinelas se repetía de puesto en puesto, y un to¬que de trompeta, mezclándose con los acordes de las bandas, lanzaba sus claras notas en medio de la armo¬nía general.

Más lejos todavía, frente a la fachada y sobre los grandes conos de luz que proyectaban las ventanas de Palacio, las masas sombrías de algunas embarca¬ciones se deslizaban por el curso del río cuyas aguas, iluminadas a trechos por la luz de algunos faroles, bañaban los primeros asientos de las terrazas. El principal personaje del baile, anfitrión de la fiesta y con el cual el general Kissoff había tenido atenciones reservadas únicamente a los soberanos, iba vestido con el uniforme de simple oficial de la guardia de ca¬zadores. Esto no constituía afectación por su parte, antes reflejaba la habitud de un hombre poco sensi-ble a las exigencias del boato. Su vestimenta contras¬taba con los soberbios trajes que se entrecruzaban a su alrededor y era esa misma la que lucía la mayoría de las veces entre su escolta de georgianos, cosacos y lesghienos, deslumbrantes escuadrones espléndida¬mente ataviados con los brillantes uniformes del Cáucaso.

Este personaje, de elevada estatura, afable apa¬riencia y fisonomía apacible, pero con aspecto de preocupación en aquellos momentos, iba de un gru¬po a otro, pero hablando poco y no parecía prestar más que una vaga atención tanto a las alegres con¬versaciones de los jóvenes invitados como a las fra¬ses graves de los altos funcionarios o de los miem¬bros del cuerpo diplomático, que representaban a los principales gobiernos de Europa. Dos o tres de estos perspicaces políticos psicólogos por natura¬leza habían observado en el rostro de su anfitrión una sombra de inquietud, cuyo motivo se les escapa¬ba, pero que ninguno de ellos se permitió interro¬garle al respecto. En cualquier caso, la intención del oficial de la guardia de cazadores era, sin lugar a du¬das, la de no turbar con su secreta preocupación aquella fiesta en ningún momento y como era uno de esos raros soberanos de los que casi todo el mun¬do acostumbra acatar hasta sus pensamientos, el es¬plendor del baile no decayó ni un solo instante.

Mientras tanto, el general Kissoff esperaba a que aquel oficial, al que acababa de comunicar el mensa¬je transmitido desde Tomsk, le diera orden de reti¬rarse; pero éste permanecía silencioso.. Había cogido el telegrama y, al leerlo, su rostro se ensombreció to-davía más. Su mano se deslizó involuntariamente hasta apoyarse en la empuñadura de su espada, para elevarse a continuación, a la altura de los ojos, cu¬briéndoselos. Se hubiera dicho que le hería la luz y buscaba la oscuridad para concentrarse mejor en sí mismo.

¿Así que, desde ayer, estamos incomunicados con mi hermano, el Gran Duque? dijo el oficial, después de atraer al general Kissoff junto a una ven¬tana.

Incomunicados, señor; y es de temer que los despachos no puedan atravesar la frontera siberiana.

Pero, las tropas de las provincias de Amur, Yakutsk y Transballkalia,

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