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Qué Significa Ser Liberal

jpc_blue24 de Septiembre de 2013

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El liberal que yo trato de ser cree que la libertad es el valor supremo,

ya que gracias a la libertad la humanidad ha podido progresar desde

la caverna primitiva hasta el viaje a las estrellas y la revolución

informática, desde las formas de asociación colectivista y despótica,

hasta la democracia representativa. Los fundamentos de la libertad

son la propiedad privada y el Estado de Derecho, el sistema que

garantiza las menores formas de injusticia, que produce mayor

progreso material y cultural, que más ataja la violencia y el que

respeta más los derechos humanos. Para esa concepción del

liberalismo, la libertad es una sola y la libertad política y la libertad

económica son inseparables, como el anverso y el reverso de una

medalla. Por no haberlo entendido así, han fracasado tantas veces

los intentos democráticos en América latina. Porque las democracias

que comenzaban a alborear luego de las dictaduras respetaban la

libertad política pero rechazaban la libertad económica, lo que,

inevitablemente, producía más pobreza, ineficiencia y corrupción, o

porque se instalaban gobiernos autoritarios, convencidos de que sólo

un régimen de mano dura y represora podía garantizar el

funcionamiento del mercado libre. Esta es una peligrosa falacia.

Nunca ha sido así y por eso todas las dictaduras latinoamericanas

“desarrollistas” fracasaron, porque no hay economía libre que

funcione sin un sistema judicial independiente y eficiente, ni reformas

que tengan éxito si se emprenden sin la fiscalización y la crítica que

sólo la democracia permite.

DOCUMENTOS

¿Qué significa ser liberal?

Por Mario Vargas Llosa

Año III Número 33

22 de junio de 2005

Mario Vargas Llosa es escritor y Presidente de la Fundación

Internacional para la Libertad (FIL).

2 Documentos / CADAL 15 de junio de 2005

www.cadal.org centro@cadal.org

Siento la obligación de explicar mi posición política con cierto

detalle. No es nada fácil. Me temo que no baste afirmar que

soy -sería más prudente decir “creo que soy”- un liberal. La

primera complicación surge con esta palabra. Como ustedes

saben muy bien, “liberal” quiere decir cosas diferentes y

antagónicas, según quién la dice y dónde se dice.

En Estados Unidos, y en general en el mundo anglosajón, la

palabra liberal tiene resonancias de izquierda y se identifica, a

veces, con socialista y radical. En América latina y en España,

donde la palabra liberal nació en el siglo XIX para designar a

los rebeldes que luchaban contra las tropas de ocupación

napoleónicas, en cambio, a mí me dicen liberal -o, lo que es

más grave, neoliberal- para exorcizarme o descalificarme,

porque la perversión política de nuestra semántica ha mutado

el significado originario del vocablo -amante de la libertad,

persona que se alza contra la opresión- reemplazándolo por el

de conservador y reaccionario. Es decir, algo que en boca de

un progresista significa cómplice de toda la explotación y las

injusticias de que son víctimas los pobres del mundo.

Ahora bien, para complicar más las cosas, ni siquiera entre los

propios liberales hay un acuerdo riguroso sobre lo que

entendemos por aquello que decimos y queremos ser. Como

el liberalismo no es una ideología, es decir, una religión laica y

dogmática, sino una doctrina abierta que evoluciona y se pliega

a la realidad en vez de tratar de forzar a la realidad a plegarse

a ella, hay, entre los liberales, tendencias diversas y

discrepancias profundas. Respecto de la religión, por ejemplo,

o de los matrimonios gay o del aborto, y así, los liberales que,

como yo, somos agnósticos, partidarios de separar la Iglesia

del Estado, y defendemos la despenalización del aborto y el

matrimonio homosexual, somos a veces criticados con dureza

por otros liberales, que piensan en estos asuntos lo contrario

que nosotros. Estas discrepancias son sanas y provechosas,

porque no violentan los presupuestos básicos del liberalismo,

que son la democracia política, la economía de mercado y la

defensa del individuo frente al Estado.

Hay liberales, por ejemplo, que creen que la economía es el

ámbito donde se resuelven todos los problemas y que el

mercado libre es la panacea que soluciona desde la pobreza

hasta el desempleo, la marginalidad y la exclusión social. Esos

liberales, verdaderos logaritmos vivientes, han hecho a veces

más daño a la causa de la libertad que los propios marxistas.

No es verdad. Lo que diferencia a la civilización de la barbarie

son las ideas, la cultura, antes que la economía. Es la cultura,

un cuerpo de ideas, creencias y costumbres compartidas -entre

las que, desde luego, puede incluirse la religión-, la que da

calor y vivifica la democracia y la que permite que la economía

de mercado, con su carácter competitivo y su fría matemática

de premios para el éxito y castigos para el fracaso, no degenere

en una darwiniana batalla en la que -la frase es de Isaiah Berlin-

“los lobos se coman a todos los corderos”. El mercado libre es

el mejor mecanismo que existe para producir riqueza y, bien

complementado con otras instituciones y usos de la cultura

democrática, dispara el progreso material de una nación a los

vertiginosos adelantos que sabemos. Pero es también un

mecanismo implacable que, sin esa dimensión espiritual e

intelectual que representa la cultura, puede reducir la vida a

una feroz y egoísta lucha en la que sólo sobrevivirían los más

fuertes.

Pues bien, el liberal que yo trato de ser cree que la libertad es

el valor supremo, ya que gracias a la libertad la humanidad ha

podido progresar desde la caverna primitiva hasta el viaje a las

estrellas y la revolución informática, desde las formas de

asociación colectivista y despótica, hasta la democracia

representativa. Los fundamentos de la libertad son la propiedad

privada y el Estado de Derecho, el sistema que garantiza las

menores formas de injusticia, que produce mayor progreso

material y cultural, que más ataja la violencia y el que respeta

más los derechos humanos. Para esa concepción del

liberalismo, la libertad es una sola y la libertad política y la

libertad económica son inseparables, como el anverso y el

reverso de una medalla. Por no haberlo entendido así, han

fracasado tantas veces los intentos democráticos en América

latina. Porque las democracias que comenzaban a alborear

luego de las dictaduras respetaban la libertad política pero

rechazaban la libertad económica, lo que, inevitablemente,

producía más pobreza, ineficiencia y corrupción, o porque se

instalaban gobiernos autoritarios, convencidos de que sólo un

régimen de mano dura y represora podía garantizar el

funcionamiento del mercado libre. Esta es una peligrosa falacia.

Nunca ha sido así y por eso todas las dictaduras

latinoamericanas “desarrollistas” fracasaron, porque no hay

economía libre que funcione sin un sistema judicial

independiente y eficiente, ni reformas que tengan éxito si se

emprenden sin la fiscalización y la crítica que sólo la democracia

permite. Quienes creían que el general Pinochet era la

excepción a la regla, porque su régimen obtuvo algunos éxitos

económicos, descubren ahora, con las revelaciones sobre sus

asesinados y torturados, cuentas secretas y sus millones de

dólares en el extranjero, que el dictador chileno era, igual que

todos sus congéneres latinoamericanos, un asesino y un ladrón.

Democracia política y mercados libres son dos fundamentos

capitales de una postura liberal. Pero, formuladas así, estas

dos expresiones tienen algo de abstracto y algebraico, que las

deshumaniza y aleja de la experiencia de las gentes comunes

y corrientes. El liberalismo es más, mucho más que eso.

Básicamente, es tolerancia y respeto a los demás y,

principalmente, a quien piensa distinto de nosotros, practica

otras costumbres y adora otro dios o es un incrédulo. Aceptar

esa coexistencia con el que es distinto ha sido el paso más

extraordinario dado por los seres humanos en el camino de la

civilización, una actitud o disposición

...

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