Relatos cómicos Edgar Allan Poe
zero999117 de Febrero de 2013
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Relatos cómicos
Edgar Allan Poe
EL SISTEMA DEL DOCTOR BREA Y EL PROFESOR PLUMA
En el otoño de 18..., en el transcurso de una gira por las provincias del extremo sur de Francia, mi ruta me llevó hasta pocas millas de distancia de una cierta Maison de Santé, o manicomio privado, acerca del cual había oído hablar mucho en París a mis amigos médicos. Dado que nunca había visitado un lugar semejante, consideré que aquella oportunidad era demasiado preciosa como para dejarla escapar, y propuse, por lo tanto, a mi compañero de viaje (un caballero con el que había trabado amistad casualmente unos días antes) que nos desviáramos de nuestro camino, durante una hora o así, para echar un vistazo al establecimiento. El se opuso a esto, argumentando prisa, en primer lugar, y como segundo motivo, un horror muy normal a ver a un lunático. Me rogó, no obstante, que no dejara que la cortesía me impidiera satisfacer mi curiosidad, diciendo que él seguiría su camino tranquilamente para que yo pudiera alcanzarle aquel mismo día o, en el peor de los casos, el día siguiente. Mientras nos despedíamos se me ocurrió pensar que tal vez pudiera haber algunas dificultades para obtener acceso al lugar, y mencioné mi preocupación acerca de ello. Él replicó que, de hecho, a menos que conociera personalmente al superintendente, monsieur Maillard, o tuviera en mi poder alguna credencial, como por ejemplo una carta, podría, en efecto, encontrarme con algunas dificultades, ya que las reglas de aquellas casas de locos privadas eran mucho más estrictas que las de los hospitales públicos. Por su parte, añadió, conocía de pasada a Maillard desde hacía algunos años, y estaba dispuesto a ayudarme hasta el punto de acompañarme hasta la puerta y presentármelo, aunque su opinión acerca del asunto no le permitiera entrar dentro de la casa.
Le di las gracias, y saliendo de la carretera principal nos adentramos por un camino lateral cubierto de hierbajos que, al cabo de media hora de viaje, se perdía prácticamente en una densa floresta que cubría la base de una montaña. Habíamos cabalgado a través de aquel oscuro y húmedo bosque durante un par de millas cuando apareció ante nuestra vista la Maison de Santé. Era un chotean fantástico, muy deslavazado y, de hecho, escasamente habitable a causa de su antigüedad y de la falta de cuidados. Su aspecto me produjo verdadero horror, y deteniendo mi caballo estuve a punto de volverme atrás. No obstante, pronto me avergoncé de mi debilidad y seguí adelante.
Mientras cabalgábamos hacia la entrada me di cuenta que estaba medio abierta, y vi la cara de un hombre mirándonos desde la misma. Un instante después, el hombre se adelantó, se dirigió a mi compañero llamándole por su nombre, le estrechó cordialmente la mano y me rogó que descendiera del caballo. Era el mismísimo monsieur Maillard. Un caballero corpulento, de magnífico aspecto, de la vieja escuela, pulido comportamiento y un cierto aire de gravedad, dignidad y autoridad que resultaban muy imponentes.
Mi amigo, una vez que me hubo presentado, mencionó mi deseo de inspeccionar el lugar, y recibió toda clase de seguridades de que el mismo monsieur Maillard me atendería. Se despidió de nosotros y no volví a verle.
Cuando se hubo ido, el superintendente me hizo pasar a una pequeña salita, extraordinariamente pulcra, que contenía, entre otras pruebas de un gusto refinado, numerosos libros, dibujos, jarrones de flores e instrumentos musicales. Un alegre fuego ardía en la chimenea. Sentada al piano, cantando un aria de Bellini, había una joven y bellísima mujer que, al entrar yo, hizo una pausa en su canto, recibiéndome con graciosa cortesía. Hablaba en voz baja y toda su actitud era sumisa. Me pareció también detectar señales de dolor en su semblante, que era extraordinariamente pálido, aunque para mi gusto no desagradable. Iba de luto riguroso, y produjo en mi pecho sensaciones entremezcladas de respeto, interés y admiración.
Había oído decir en París que la institución de monsieur Maillard funcionaba con un sistema conocido vulgarmente como el “sistema de apaciguamiento”; que se rehuían todos los castigos; que incluso pocas veces se recurría a la reclusión; que los pacientes, aunque vigilados en secreto, disfrutaban aparentemente de amplia libertad, y que, en su mayor parte, tenían derecho a vagar por la casa y sus terrenos con la indumentaria de un individuo en su sano juicio.
Conservando estas impresiones en mi cerebro, tuve gran cuidado con lo que decía ante la joven dama, ya que no podía estar seguro de que estuviera cuerda, y, de hecho, existía una especie de brillo inquieto en sus ojos que estuvo a punto de hacerme pensar que no lo estaba. Limité, por lo tanto, mis comentarios a tópicos vulgares y, de entre éstos, a aquellos que, en mi opinión, no resultaran desagradables o excitantes para un lunático. Ella replicó de forma perfectamente racional a todo lo que yo dije, e incluso sus observaciones llevaban la impronta del mayor sentido común. Pero mi amplio contacto con la metafísica de la manía me había enseñado a no fiarme de tales muestras de cordura, y seguí aplicando, a todo lo largo de la entrevista, la misma prudencia con la que la había comenzado.
Al cabo de un rato, un elegante lacayo con librea nos trajo una bandeja en la que había frutas, vino y otros refrescos, a los cuales hice honor, mientras que la joven dama abandonaba poco después el cuarto. Mientras se iba le dirigí una mirada interrogante a mi anfitrión.
—No —dijo—, ¡oh, no!; es un miembro de mi familia, mi sobrina, y es una mujer de lo más preparada.
—Le presento un millón de excusas por mis sospechas —repliqué yo—, pero por supuesto usted sabrá excusarme. La excelente administración con que lleva usted sus asuntos es bien conocida en París y pensé que era remotamente posible que..., usted me comprende...
—Claro, claro. No me diga usted más, o tal vez sea yo el que debiera agradecerle la encomiable prudencia que fea demostrado. Muy rara vez tenemos ocasión de disfrutar de una consideración como la suya entre los hombres jóvenes; y en más de una ocasión ha ocurrido algún lamentable contratiempo a causa de la falta de cuidado de nuestros visitantes. Mientras estaba aún en funciones mi anterior sistema, y los pacientes eran libres de vagar por donde quisieran, era frecuente que se vieran excitados hasta un peligroso estado de frenesí por personas carentes de juicio que venían a inspeccionar la casa. Por lo tanto me vi obligado a implantar un rígido sistema de exclusividad y así nadie puede obtener acceso a la casa sin que yo esté seguro de poder confiar en su discreción.
—¡Mientras estaba aún en funciones su anterior sistema! —dije, repitiendo sus palabras—. ¿Debo entender entonces que el “sistema de apaciguamiento”, del que tanto he oído hablar, ha sido ya abandonado?
—Así es —replicó él—. Hace ya varias semanas que llegamos a la decisión de abandonarlo para siempre.
—¿Ah, sí? ¡Me deja usted asombrado!
—Descubrimos, señor —dijo suspirando—, que era absolutamente necesario volver a las antiguas usanzas. El peligro que planteaba el sistema de apaciguamiento fue siempre aterrador, y sus ventajas han sido excesivamente sobrevaloradas. En mi opinión, señor, en esta casa ha sido sometido el sistema a una prueba justa, si es que alguna vez lo fue. Hicimos todo lo que un humanismo racional podía sugerir. Lamento que no haya podido usted hacernos una visita en la etapa anterior para que hubiera podido usted juzgar por sí mismo. Pero supongo que debe usted estar familiarizado con la práctica del apaciguamiento... con sus detalles.
—No del todo. Todo lo que he oído ha sido de tercera o cuarta mano.
—Podría entonces definir el sistema en términos generales como un sistema en el que los pacientes estaban ménagés, o sea, se les seguía la corriente. Nosotros no contradecíamos ninguna de las fantasías que se les pasaran por la imaginación a los locos. Por el contrario, no solamente las tolerábamos, sino que las favorecíamos, y muchas de nuestras curaciones más espectaculares las hemos logrado así. No hay ningún argumento que afecte tanto a la débil razón del loco como la del reductio ad absurdum. Hemos tenido hombres, por ejemplo, que creían ser gallinas. La cura consistía en considerar aquello como un hecho, en acusar al paciente de ser un estúpido por no considerarlo como un hecho lo suficientemente serio, y así, le negábamos durante una semana todo alimento que no fuera el propio de una gallina. Por este procedimiento se conseguía que un poco de grano y cascajo realizaran maravillas.
—¿Y eso era todo?
—En absoluto. Nosotros teníamos mucha fe en los entretenimientos de tipo sencillo, como la música, los ejercicios gimnásticos en general, las cartas, ciertas clases de libros y así sucesivamente. Fulgíamos tratar a cada individuo como si tuviera alguna enfermedad física normal, y la palabra “locura” no se empleaba jamás. Un factor de gran importancia fue el hacer que cada lunático vigilara los actos de todos los demás. El demostrar confianza en la comprensión o la discreción de un loco es ganársela en cuerpo y alma. Por este procedimiento pudimos prescindir de un oneroso cuerpo de guardianes.
—¿Y no practicaban ustedes ningún tipo de castigo?
—Ninguno.
—¿Y nunca confinaban ustedes a sus pacientes?
—Muy rara vez. De tarde en tarde, cuando la enfermedad de algún individuo se traducía en una crisis, o le producía algún acceso furioso, le colocábamos en una celda secreta, para evitar que su afección pudiera contagiar
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