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Selección de Lecturas. Botella al mar para el dios de las palabras

michimeneaTutorial24 de Enero de 2017

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Departamento de Lenguaje y Literatura [pic 1]

Prof. Lizette Martínez Willet

            LLA-111

          Selección de Lecturas

1. Botella al mar para el dios de las palabras

Gabriel García Márquez

A mis doce años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: ¡Cuidado! El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: ¿Ya vio lo que es el poder de la palabra? Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor, que tenían un dios especial para las palabras.

Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor.

No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.

La lengua española tiene que prepararse para un ciclo grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de diecinueve millones de kilómetros cuadrados y cuatrocientos millones de hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en los Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la atención que el verbo pasar tenga cincuenta y cuatro significados, mientras en la república del Ecuador tienen ciento cinco nombres para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aún no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero, dijo: «Parece un faro». Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazo un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que Don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es el color de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cereza que sabe a beso?

Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempos no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo veintiuno como Pedro por su casa.  En ese sentido, me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los ques endémicos, el dequeísmo parasitario, y devolvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revolver con revólver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?

Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que le lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis doce años.

La Jornada, México, 8 de abril de 1997

2. ¡Desarrollar sí, medir no! (2000), de Massimo Desiato

La letanía respecto del mal funcionamiento de nuestro sistema educativo parece ser una constante que acompaña los cambios de gobierno. El actual ha manifestado un renovado interés por tratar de solucionar el problema que ha alcanzado tales niveles que difícilmente un bachiller sabe leer comprensivamente y expresar oralmente y por escrito sus ideas.

Sin embargo, a pesar de la preocupación que se extiende entre los educadores frente a tal alarmante deficiencia, son pocos aquellos que se atreven a indicar una de las razones más importantes del fracaso de nuestra escolaridad, a saber, la forma de evaluar.

Tengamos presente que la manera en la que un alumno será evaluado, condiciona su forma de estudiar y su misma aproximación al saber. Ahora bien, desde al menos tres décadas nuestro bachillerato ha privilegiado las evaluaciones de tipo objetivo: exámenes de pareo,  selección simple o múltiple, completación y verdadero y falso. Todas las evaluaciones lo incapacitan para escribir y desarrollar un pensamiento ordenado, de tipo lineal y sucesivo. Esto es así en tanto que, en los exámenes objetivos, las diferentes ideas no deben ser vinculadas mediante el uso de los llamados “conectivos”, aquellos términos que permiten efectuar la transición de un párrafo a otro, de una idea principal a otra.

La obsesión de evaluar imparcialmente, de medir el grado de aprendizaje ha conducido al descuido del desarrollo de las capacidades de lecto-escritura del alumno que, al llegar a la universidad, fracasa en muchos casos estrepitosamente debido a la incapacidad de articular su pensamiento. Por su parte, las universidades aceptan a sus estudiantes mediante unos exámenes de admisión que siguen exactamente los mismos patrones objetivos. El resultado es que el índice de alumnos que logran aprobar el primer semestre o año de su respectiva carrera es muy bajo.

Frente a tal situación, algunos profesores universitarios de los primeros años tienden ya a “leer” las pruebas de sus alumnos tratando de descifrar lo que ellos quisieron decir y no lo que efectivamente han escrito. Se trata de un auténtico “arte de la adivinación” basado en la intuición de algún que otro concepto, esparcido en el caos gramatical y lógico presente en la prueba. Otros docentes que no se resignan a efectuar tal operación, se ven obligados a reprobar un número muy elevado de estudiantes, suscitando y atrayendo sobre sí la ira de un alumno que no comprende cómo, habiendo pasado el examen de admisión, se encuentra ahora literalmente incapacitado para enfrentar la prueba escrita. Este estado de cosas se acentúa, como es obvio, en las asignaturas de corte humanístico o en todas aquellas que suponen la capacidad de ordenar coherentemente, tanto gramatical como lógicamente, los conceptos.

Creo que ha llegado el momento de sincerarnos. O el bachillerato desarrolla la capacidad de escritura o las universidades deben suspender el tipo de prueba que más las caracteriza como tales. En este caso, el docente universitario bien podría ser reemplazado, a la hora de la evaluación, por las computadoras, más rápidas y eficaces en leer los óvalos rellenados. No nos engañemos: nunca egresaremos hombres críticos, reflexivos, portadores de un pensamiento propio mientras persista el afán de medir. El óvalo rellenado, o la “x” que se raya en la casilla correspondiente se parecen demasiado a la marca del analfabeta.

Pero, ¿quién asumirá la responsabilidad de cambiar la situación actual? La mayoría de nuestros maestros han sido educados dentro de este mismo sistema y, por tanto, no poseen las capacidades requeridas para enseñar a escribir. Todo, entonces, parece indicar que es de las universidades mismas de donde debe partir la reforma. Y aquí cabe preguntarse con toda sinceridad si realmente los universitarios hacemos algo al respecto, más allá de quejarnos constantemente por las fallas del bachillerato. Si, sobre todo, las autoridades universitarias, aceptan responsabilizarse del problema. De no hacerlo, nuestra universidad no pasará se ser un “filtro” para identificar las afortunadas élites que han logrado aprender a escribir. De nada valdrá, entonces, afirmar que las universidad se encuentra al servicio de la sociedad.

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