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CABALLO DE TROYA


Enviado por   •  14 de Abril de 2014  •  1.579 Palabras (7 Páginas)  •  265 Visitas

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Mi reloj señalaba las tres de la tarde. Faltaban dos horas para que el Cementerio Nacional de

Arlington cerrara sus puertas. Yo había consumido la casi totalidad de aquel lunes, 12 de

octubre, frente a las tres tumbas de los soldados desconocidos y a la minúscula y perpetua

llama anaranjada que da vida al rústico enlosado gris bajo el que reposan los restos del

presidente John Fitzgerald Kennedy.

Aunque a fuerza de leerla había terminado por aprendérmela, consulté una vez más la clave

que me había entregado el mayor.

Por enésima vez escruté el macizo sarcófago de mármol blanco que se levanta en la cara

este del Anfiteatro Conmemorativo y que constituye el monumento inicial y más destacado de

la Tumba al Soldado Desconocido. En la cara Oeste han sido esculpidas tres figuras que

simbolizan la Victoria, alcanzando la Paz a través del Valor. Pero aquel panel no parecía guardar

relación con mi clave...

Lentamente, como un turista más, bordeé el cordón que cierra la reducida explanada

rectangular y fui a sentarme frente a la cara posterior de la tumba central, en las escalinatas de

un pequeño anfiteatro. Exhausto, repasé cuanto había anotado. Frente a mí, a cinco metros de

las tumbas, un soldado de infantería del Primer Batallón de la Vieja Guardia, con sede en Fort

Myer, paseaba arriba y abajo, fusil al hombro, luciendo el oscuro uniforme de gala.

Aunque la cadena de seguridad me separaba unos diez metros de esta parte de la tumba, la

leyenda grabada en el mármol podía leerse con comodidad: «Aquí reposa gloriosamente un

soldado de los Estados Unidos que sólo Dios conoce.»

«¿Estará ahí la clave?», me pregunté con nerviosismo.

El solitario centinela, enjuto y frío como la bayoneta que remataba su brillante mosquetón,

se había detenido. Tras una breve pausa, giró, cambiando el arma de hombro. Segundos

después volvía sobre sus pasos, deteniéndose frente a la tumba. Allí repitió el cambio de

posición de su fusil y, girando de nuevo, reinició su solemne desfile.

Mi amigo el mayor norteamericano si hacía referencia al soldado que monta guardia día y

noche en el cementerio de los héroes, en Washington.

«El centinela que vela ante la tumba te revelará el ritual de Arlington», rezaba la primera

frase de su postrera carta...

MÉXICO D.F.

Pero justo será que, antes de proseguir con esta nueva aventura, cuente cuándo y en qué

circunstancias conocí al mayor y cómo me vi envuelto en una de las investigaciones más

extrañas y fascinantes de cuantas he emprendido.

En el mes de abril de 1980, y por otros asuntos que no vienen al caso, me encontraba en

México (Distrito Federal). Hacia escasos meses que había escrito mi primer libro sobre los

descubrimientos de los científicos de la NASA sobre la Sábana Santa de Turín y recuerdo que en Caballo de Troya

J. J. Benítez

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una de mis intervenciones en la televisión azteca -concretamente en el prestigioso y popular

programa informativo de Jacobo Zabludowsky-, yo había comentado algunos pormenores sobre

las aterradoras torturas a que había sido sometido Jesús de Nazaret. Ante mi sorpresa y la del

equipo de Televisa, esa noche se registró un torrente de llamadas desde los puntos más

dispares de la República e, incluso, desde Miami y California.

Al regresar a mi hotel, la operadora del Presidente Chapultepec me dio paso a una llamada

que no olvidaré jamás.

-¿El señor J. J. Benítez?

-Sí, dígame...

-¿Es usted J. J. Benítez?

-Sí, soy yo... ¿Quién habla?

-Le he visto en el programa del señor Zabludowsky y me sentiría muy honrado si pudiera

conversar con usted.

-Bueno, usted dirá -respondí casi mecánicamente, al tiempo que me dejaba caer sobre la

cama. En aquellos primeros instantes confundí a mi comunicante con el típico curioso. Y me

dispuse a liquidar la conversación a la primera oportunidad.

-Como habrá adivinado por mi acento, soy extranjero... Sinceramente, al escucharle me ha

impresionado su interés por Cristo.

-Disculpe -le interrumpí, tratando de saber a qué atenerme-, ¿cómo me ha dicho que se

llama?

-No, no le he dicho mi nombre. Y si usted me lo permite, dada mi condición de antiguo piloto

de las fuerzas aéreas norteamericanas, preferiría no dárselo por teléfono.

Aquello me puso en guardia. Me incorporé e intenté ordenar mis ideas.

...

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