CONTRA LA ENFERMEDAD COMO DELITO
Ivana VitolaMonografía24 de Agosto de 2022
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CONTRA LA ENFERMEDAD COMO DELITO
Del Libro “Acompañamiento Terapéutico y Pacientes Psicóticos”
Capítulo 1
Susana Kuras de Mauer y Silvia Resnizky
Médicos, por lo menos no causéis daño.
Hipócrates
Cuando reflexionamos acerca de nuestra propia existencia y, de hecho, ningún agente terapéutico que se precie como tal puede dejar de hacerlo, nos damos cuenta de que vivimos un mundo plagado de tensiones, siendo quizás, la fundamental del hombre el reconocimiento de la muerte como parte de la vida. Muchas veces, para preservar el mito de nuestra salud e inmortalidad, suele marginarse y aislarse a quien, a nuestro alre
dedor, se muestra frágil o ha enfermado. Su sola presencia es vivida como una amenaza para la estabilidad de nuestras seguridades y certidumbres.
“Nuestra sociedad- dice Foucault- no quiere reconocerse en ese enfermo que lleva adentro; en el momento que diagnostica la enfermedad, excluye al enfermo”..
El sistema social en el cual estamos inmersos no termina de dar cuenta de las contradicciones del hombre, ni de actuar en forma inequívoca sobre ellas. Sólo se limita a diagnosticar si un individuo está dentro o fuera de la norma. Pero desde esta perspectiva, la norma no es un concepto elástico y discutible, sino fijo y estrechamente ligado a los rasgos dogmáticos de los valores del médico y de la clase a la que él representa.
Es revelador el hecho de que en el período posterior a la revolución francesa los individuos asociales, prostitutas, enfermos mentales y delincuentes fueran recluidos en una misma institución. El estigma común a todos era que por ser diferentes, debían ser marginados. No se tenía en cuenta la especificidad de cada caso, porque en realidad no era esto lo que importaba, ni tampoco se replanteaba la necesidad de marginar a quienes eran diferentes Las enfermedades mentales revisten un grado de problematicidad singular entre las restantes dolencias humanas. Se presentan como las más vinculadas a los intercambios sociales tanto en las causas como en las manifestaciones clínicas e en las reacciones que provocan. En lo que respecta a algunos diagnósticos psiquiátricos sobre los trastornos mentales la definición es más convencional que psicopatológica ya que se postula como incompatible con el modo de vida consensual. Como en nuestra sociedad la definición de la norma tiende a coincidir con la producción, cualquiera que se ubique al margen de las expectativas dominantes en este campo pasa a ser rotulado como inadaptado.
Es usual que al psiquiatra se le encomiende la tarea de curar y custodiar al enfermo como si ello fuera posible. Cura, en la acepción latina de la palabra, significa afán, disponibilidad, ser- para. Cura y custodia son, pues, los términos de una contradicción. Quien debe custodiar y asegurar la marginación del enfermo difícilmente pueda curarlo. Franco Basaglia ha denominado instituciones de la violencia a la cárcel y al manicomio. El sistema social que busca marginar a aquellas personas que se desvían de la norma se vale de tales instituciones clásicas. Estas pasan a ser entonces estrategias del sistema que sirven para la conservación del mismo. “Una institución totalitaria puede definirse como un lugar de residencia y trabajo, donde un gran número de individuos en igual situación, aislados de la sociedad por un período apreciable de tiempo, comparten en su encierro una rutina diaria, administrada formalmente. Las cárceles sirven como ejemplo notorio, pero ha de advertirse que el mismo carácter intrínseco de prisión tienen otras instituciones, cuyos miembros no han quebrantado ninguna ley…”. Tales “los hospitales neuropsiquiátricos”. El enfermo no recibe respuestas a sus necesidades porque la institución no ha sido programada para su cuidado y recuperación, sino solo para su custodia. Obviamente, lo que subyace no es una ideología terapéutica sino, más bien, una ideología de castigo. Desde la psiquiatría tradicional se impone como modelo objetivo de normalidad psíquica determinada visión del mundo y de las relaciones entre los hombres. Ella queda determinada por la mentalidad y los intereses de aquellos que detentan el poder, siendo, en consecuencia, las estrategias de abordaje de índole coercitiva antes que terapéutica.
Diversos grados de violencia de ejercen bajo el rótulo de recursos terapéuticos Los enfermos mentales no son tratados por lo que realmente son sino por la molestia social que causan. Sus mensajes no pueden ser escuchados porque al romper con la norma social desafían al orden establecido. Esta cultura es inmediatamente reprimida porque resulta intolerable. “Si la locura arrastra a los hombres a una ceguera que los pierde, el loco, al contrario, recuerda a cada uno su verdad”. El ambiente rechaza al enfermo mental, luego lo segrega y de este modo agrava su sintomatología. La institución psiquiátrica clásica pasa a ser el lugar donde se conserva debidamente aislado a lo diferente; en un teatro de la locura escindido por completo del medio en el cual ésta se gestó. El abordaje terapéutico de la enfermedad mental es un ejercicio permanente de no neutralidad. Implica jugarse, exponerse, entrar en un campo minado. Implica una práctica que reconozca y critique sin pausa sus límites y la razón de ellos, que explicite las contradicciones de la realidad en la que la enfermedad mental se origina y se instala y deje de lado da definición de “natural e irreversible” para lo que es un producto histórico- social. El enfermo mental inquieta a quienes lo rodean, crea incertidumbres. Sus conductas, su lenguaje, sus actitudes resultan inesperadas e imprevisibles porque, como ya dijimos, atentan contra las normas del código social imperante. “Sucede que la locura, aunque sea provocada, alimentada por todo aquello que hay de más artificial dentro de la sociedad, aparece en sus formas más violentas como la expresión salvaje de los deseos humanos más primitivos”
De ahí que las respuestas que se impusieron a lo largo de la historia hayan sido encierro, la medicación excesiva, los chalecos químicos y el electroshock. Estas respuestas no son sino formas de reprimir la alteración del orden familiar y social. Se diría que el internado recluido vive atemporalmente. Espera aquello que no llegará nunca, el día de su alta. El tiempo se congela ya que, el pasaje de los días, los meses, los años no produce cambios en el sentido de su crecimiento y maduración. En realidad, esta vivencia del tiempo como algo fijo produce en el enfermo y también, por cierto, en quienes lo asisten, un progresivo deterioro. Los síntomas preexisten en el paciente se cristalizan y se agravan. Las relaciones médico- paciente se deshumanizan.
El diagnóstico que se realizó en el momento de la internación pasa a ser una etiqueta y un veredicto que destruye la posibilidad de comprensión. Un enfermo etiquetado es un individuo a quien ya no se piensa como sujeto sometido a presiones, a deseos, a necesidades insatisfechas. Ha quedado cosificado. Está más lejos que nunca de la posibilidad de que se lo reconozca como interlocutor válido y, sin embargo, y como flagrante contradicción, cabe señalar que no se deja evaluar como mejoría de un paciente el hecho de que pueda respetar y reconocer a otro como autónomo y diferente de sí mismo. También es un contrasentido que las presuntas terapias
propuestas en estos casos conduzcan a un mayor aislamiento cuando la pérdida creciente de socialización se traduce siempre en un recrudecimiento de la sintomatología. Para alcanzar un objetivo terapéutico en un sentido cabal de la palabra es necesario, por otra parte, desmistificar la figura del médico como poseedor de conocimientos esotéricos, de un saber secreto y sobrenatural capaz de combatir y destruir la alienación como quien exorcisa a un poseído y lo arranca del delirio demoníaco. El médico no debe acercarse al enfermo como representante de los valores de una autoridad que juzga y encierra cuando bien lo entiende. Por lo contrario, debe enfrentarse a la locura como persona concreta y no como ser de razón provisto del prestigio que le confiere el no estar loco este prestigio y el poder que de él se deriva nunca pueden ser ejercidos por el médico sin la complicidad del enfermo. Este se abandona en sus manos y se somete a esa voluntad que siente mágica, prescindiendo así de toda responsabilidad aunque a costa de un precio muy alto: el del perderse como sujeto. Michel Foucault afirma que en l apareja médico- paciente están simbolizados las grandes estructuras de la sociedad burguesa y de sus valores: relaciones Padres- Hijos, alrededor de la doctrina de la autoridad parental; relaciones Falta- Castigo, alrededor de la doctrina de la justicia inmediata; relaciones LocuraDesorden, alrededor de la doctrina orden social y moral.
Freud fue el primero en tener en cuenta la realidad de la pareja médicoenfermo, develando la trascendencia de los intercambios que en ella suceden. Las vivencias transferenciales y contratransferenciales resultan, por lo tanto, variables indispensables a tener en cuenta para la evaluación diagnóstica y pronostica de un paciente.
La enfermedad mental ya no puede ser pensada como una entidad abstracta separada del enfermo. La ubicación del paciente en alguna categoría nosográficadisfraza nuestra incomprensión. La eliminación del síntoma con psicofármacos calma nuestra angustia frente a un problema que no sabemos resolver. Resulta fácil encubrir la ignorancia y la impotencia con una descripción detallada de síndromes que transforman al paciente en un objeto encuadrable. Si, por lo contrario, lo que se persigue es un objetivo terapéutico se deberá tratar de significar aquello que el sujeto expresa con su síntomas para que éste se torne innecesario. Los diagnósticos psiquiátricos clásicos son, al decir de Michel Foucault, monólogos de la razón sobre la locura. Deben ser reemplazados por diagnósticos situacionales que permitan evaluar la interacción del paciente en diferentes contextos (su grupo familiar, su grupo de pares, su trabajo, etc.) y el grado de retracción social al que su sintomatología lo condujo. Armando Suárez y Guillermo Barrientos, dos psiquiatras cubanos afirmaron en 1975, durante un Congreso realizado en México, que la revolución no había producido una modificación sustancial en la incidencia de la enfermedad mental; no se había registrado con ella una disminución de pacientes psiquiátricos en Cuba. A criterio de ellos seguía la incógnita relativa al modo en que lo social es capaz de producir enfermedades mentales. Trajeron a colación estadísticas provenientes de un estudio sobre esquizofrenia que se efectúo en Hungría, abarcando un período de cincuenta años, y que señala que, aun después de las dos guerras mundiales y de la instauración del socialismo, la incidencia de esquizofrenia no varía. Desde la perspectiva, un sistema político más justo podría, sin duda, mejorar la atención que se le brinda al enfermo mental, y de tal modo quedarían bien diferenciados los conflictos sociales de las perturbaciones mentales propiamente dichas. Pero la pregunta acerca de cuáles son las variables sociales capaces de producir una enfermedad mental subsiste como un desafío que aún no tiene respuesta. El rol de acompañante terapéutico encuentra su origen en una concepción psiquiátrica dinámica opuesta al planteo clásico que confina al enfermo mental con el rótulo de loco, alejándolo de su familia y de la comunidad. El acompañante terapéutico, como agente de salud, se inscribe en la corriente que busca restituir la
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