Caudillismo
shalem20 de Agosto de 2013
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El caudillo se autoproclama como un líder, -carismático o no- que asalta el poder mediante mecanismos informales, confusos, obscuros e ilegítimos. Suele obtener el reconocimiento de las multitudes porque en su díscola personalidad pareciera encarnarse la apropiada representación de las aspiraciones y la capacidad de resolver las carencias de una masa popular que lo sigue. El caudillo se granjea su legitimidad política gracias al apoyo de determinados sectores del pueblo, no de su mayoría propiamente dicho.
El caudillismo es un fenómeno histórico, social y político recurrente en la América Latina del siglo XIX, que una y otra vez desembocó en férreas y represivas dictaduras. Para el caudillo la oposición era concebida como el enemigo al que había que destruir. Aunque es necesario reconocer que algunos caudillos de América Latina dieron, en su momento, paso a formas organizativas del Estado, propias de las repúblicas democráticas e independientes, posicionándose de manera un tanto críticas ante el neocolonialismo, con el apoyo, eso sí, de las clases consentidamente enriquecidas.
Para calificar a un dirigente político de caudillo habría que dejar bien establecido que éste asienta su poder en cierta adhesión muy permisiva de la ciudadanía, y, por tanto, en la consiguiente falta de asideros cívicos, propios de una sociedad profundamente jerarquizada y fragmentada. El caudillo no promueve ni desarrolla ninguna conciencia ciudadana.
Cabe señalar que el caudillismo ha sido posible gracias al inexistente consenso político. Por eso el caudillo necesita aliados obedientes, no deliberantes. Esa es precisamente la razón por la que se ve tentado a deponer y suplantar a los gobernantes legítimos y ha autoproclamarse “Presidente” o cosa parecida, y por la cual en un breve o largamente calculado plazo convoca a elecciones en las que, curiosamente, es elegido “Presidente Constitucional”.
Este modelo fue el seguido por los caudillos en México –Santa Anna, Díaz-; en Chile –Carrera- ; en Argentina –Rosas-; en Colombia –Alcántara, Gaitán-; en Honduras –Carías. En todos estos casos no encontramos gobiernos arraigados en una ciudadanía que se entienda a sí misma como un conjunto de individuos con intereses comunes a su comunidad política. Su inestabilidad está determinada justamente por su escasa base social.
El caudillismo ha sido la respuesta de los grupos de poder carentes de un amplio apoyo y reconocimiento social. Para sus adalides y sus cómplices es caldo de cultivo un Estado desorganizado y caótico, sin definidos y validados planes de conducción administrativa.
Para este tipo de gobernante la autoridad y el mando se imponen y se ejercen a través de la fuerza. Procura deslegitimar al mandatario que le antecedió para reacomodar las políticas de Estado del modo que mejor le conviene, en busca, a toda costa, de su beneficio personal y del bando que lo sostiene. Sin duda alguna, el caudillo es juez y parte de una estratagema política que promueve la exclusión, el despotismo, el autoritarismo y el escarnio mediático de sus adversarios.
Para el caudillo es fundamental reforzar el chauvinismo , la pasión patriotera, a fin de aislar del concierto de las naciones al débil y desorganizado Estado que regenta. De esa manera, en solitario –desde su ansiada “soledad del poder”- maneja a su antojo los intereses de la nación y decreta un orden social que sólo beneficia a unos pocos, a la clientela política que lo reverencia y consagra como tal.
Por todas estas razones, resulta un contrasentido calificar al Presidente Constitucional Manuel Zelaya como un caudillo. Zelaya es más bien el dirigente político de una mayoría popular bastante consciente de sus propios intereses, que rechaza la demagogia y las falsedades de los políticos tradicionales. Es -guste o no,
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