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Cromwell El Cajero Generoso


Enviado por   •  15 de Septiembre de 2014  •  5.688 Palabras (23 Páginas)  •  456 Visitas

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Cromwell, el cajero generoso

El protagonista de esta historia me jodió la tarde. Él no lo recuerda, fue hace tiempo. La única vez que lo visité en la céntrica prisión en la que lo encerraron, Cromwell Gálvez huyó de mí y se apresuró a decir que no hablaba con la prensa. Le habían quitado la libertad pero la fama insistía en quedársele, no podía sacársela de encima ni dentro de los cuatro muros de una celda. Cromwell, el hombre que había robado un banco durante años sólo para poder acostarse con las vedettes más deseables de Lima, estaba finalmente preso y las carátulas de los diarios populares seguían poniendo su fotografía junto a letras grandes multicolores. Yo había dado su nombre en la entrada del penal diciendo que era su amigo, arriesgándome a lo que a veces nos arriesgamos los reporteros: a que la persona que buscas te reciba mal.

Había guardado la esperanza de que adentro podría manejar la situación portándome cortés, pero Cromwell Gálvez se mostró nerviosamente hostil y me dijo que sólo recibía a familiares. No fue lo único que hizo. Se quejó ante los guardias del penal y ellos le hicieron caso: me detuvieron y me castigaron dejándome cuatro horas encerrado por gracioso. No hay nada que moleste más a un uniformado que un periodista que se hace pasar por otra cosa. Mientras un efectivo de traje plomo tomaba mis declaraciones en la comisaría del penal, pude ver, a través de la abertura de la puerta, la imagen del interno Cromwell Gálvez hablándole a otro oficial. Asomaban sus ademanes de queja, los ojos molestos, cierta indignación bajo el pelo grasiento. ¿Es que cualquier periodista entra aquí como si nada? El oficial hacía gesto de mea culpa. Era fácil entender que el interno tenía cierta clase de cercanía con él, cierta llegada o conexión que atenuaba la frontera típica que hay entre un preso y su celador. Años más tarde entendería que el motivo de tanta amabilidad era inocente: esos oficiales eran los mismos que, un día, le habían pedido al nuevo y simpático recluso Cromwell Gálvez que les contara eso. Eso de las vedettes.

Y Cromwell, sonriente, les había empezado a contar la historia que lo ha hecho famoso. La de las chicas. De cómo robar un banco durante cinco años sin que nadie se dé cuenta con el único móvil de inaugurar una nueva modalidad criminal: robo por fantasía. Disparar billetes como ráfagas y así preparar orgías suculentas. Un día eres un correcto empleado bancario y al día siguiente una sorpresa electrónica de cinco cifras en la pantalla de la computadora cambia tu vida. Luego tienes dinero. Lo gastas, lo prestas, ayudas a la gente, eres bueno, te quieren. Te acuestas con ellas, con todas las que imaginaste. Te diviertes como un chancho. Luego te descubren, todo se va a la mierda y sales en la prensa. En primera plana. Una historia suficientemente poderosa como para tener de qué hablar de por vida, o, al menos, para hacer nuevos amigos en cualquier parte, incluso en la cárcel donde te encierran y donde un periodista faltoso te busca en pleno domingo familiar. Cromwell le dio la mano al uniformado y subió a su celda. Los oficiales me dejaron salir del centro penitenciario recién a las nueve de la noche, dándome la cariñosa recomendación de no regresar por allí. Un fuerte ruido, el ruido universal del portón de hierro de una prisión cerrándose, fue la señal de que ya estaba en la calle. Anoté en la libreta una frase que entonces se me hizo urgente: “Mientras escribo esta historia, Cromwell Gálvez se acostumbra a la cárcel”. Pasarían años antes de volver a verlo.

***

Sobre la mesa, dos manos hacen la mímica de contar con los dedos un fajo imaginario de billetes. Los dedos anular y medio de cada mano se mueven como acariciando el aire, tan rápido que parecen las alas de un colibrí: la carne no es carne sino un holograma traslúcido. ¿Cuántos billetes por segundo puede contar un cajero? Cromwell Gálvez descansa las manos para pensar un momento. No está seguro de la respuesta, pero me dice que todo es cuestión de práctica. También dice que los dedos índices se usan para verificar al vuelo que cada billete sea genuino. Vuelve a hacer el movimiento otra vez y me indica la forma correcta de conseguirlo. El ex funcionario del banco lleva una camisa blanca.Luce flaco y, si el lector levanta la mirada –y deja que las manos sigan jugando a contar billetes invisibles–, verá que en sus ojos se adivina cierta paz, la paz nostálgica usual en los que empiezan de nuevo tras una catástrofe. Cromwell Gálvez está libre. Cumplió su reclusión por hurto agravado y apropiación ilícita. Ahora lo visito en el estudio de su abogado defensor, el lugar donde le han dado un trabajo temporal digitando escritos en una pantalla. Pasé todo el día pensando en la posibilidad de que él tuviera algún resentimiento contra mí por violar su privacidad, hace tres años. Pero ya no me recuerda. Al menos, no con nitidez.

—No sé de dónde te he visto antes, flaco –me dijo al entrar en la sala, tratando de hacer memoria achicando sus intrigados ojos como quien enfoca algo. Salí al paso:

—¿A mí?, lo dudo. Bueno, pero yo sí sé de donde te he visto.

Para él es difícil hacer memoria. Para mí no. He visto a este hombre desnudo y él lo sabe. El 29 de julio de 2003, un día después de las Fiestas Patrias peruanas, el ex funcionario bancario Cromwell Gálvez llegó al clímax de la popularidad mediática. Esa noche, un programa de televisión difundió en vivo y en directo un video casero en el que Cromwell aparecía en la cama con Eva María Abad, una pulposa vedette de moda a quien él había beneficiado con 10 mil dólares en una cuenta bancaria. El hombre se había quitado la ropa y ahora desnudaba a la mujer. Un tercer sujeto, apodado Coyote, completaba el trío. Todos la pasaban bien. El material fílmico probaba lo que ya era un secreto a voces: que las mujeres que habían recibido abonos ilícitos en sus cuentas bancarias correspondieron la generosidad de Cromwell con sexo. Semanas más tarde, el ex cajero se entregó finalmente a la policía y engrosó aún más la larga lista de portadas que los tabloides habían publicado en su honor.

Cromwell Gálvez no es un hombre guapo. Sus ojos caídos evidencian cierta inseguridad antigua y el hecho de que su labio superior sobresalga cuando cierra la boca –como el personaje de Ungenio de Condorito– contribuye a darle un aspecto carente de audacia y seguridad, acentuado por esa raya al costado que usó desde tiempos inmemoriales. De ahí que la prensa haya vendido fácilmente la imagen del feo sin talento que desfalcó un banco para resolver con plata sus problemas de seducción. Pero la cosa es más compleja. Hay algo sinceramente atractivo en la forma de ser de Cromwell: un tipo campechano, ameno, transparente, sin poses ni ínfulas,

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