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“EL ASESINATO DE SOCRATES”


Enviado por   •  1 de Febrero de 2017  •  Informes  •  2.160 Palabras (9 Páginas)  •  212 Visitas

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UNIVERSIDAD AUTONOMA DE GUADALAJARA

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HUGO ARMENTA

REGUFIO DURAN

“EL ASESINATO DE SOCRATES”

MARCOS CHICOT

17/01/2017

EL ASESINATO DE SOCRATES

CAPITULO 110

PAG. 520-525

«¿Dónde está Platón?» Casandra miraba en todas direcciones sin dejar de recorrer el puerto siguiendo a su marido. Con una mano tiraba de Eurímaco y en la otra cargaba con un hatillo de ropa. Perseo se giró un momento hacia ella y continuó avanzando. Advirtió angustiado que estaban llegando al final del puerto comercial y empezó a pensar que no encontrarían a Platón. Volvió a mirar hacia atrás temiendo que apareciera Anito con sus mercenarios. Él había cogido sus armas y llevaba la armadura completa, pero no podría vencer a un grupo numeroso de combatientes expertos. Siguió atravesando el puerto apoyándose en la lanza a cada paso; la vieja lesión de su rodilla izquierda lo estaba mortificando. De su cuello colgaba un pequeño saco con algo de comida y la plata que tenía guardada en casa. —¡Ahí está! Platón se acercaba corriendo desde el final de la dársena. Al llegar a su altura cogió el hatillo de Casandra y les indicó que lo siguieran. —Tenemos un barco, pero no he conseguido convencer al capitán de que salgamos hoy. La nave pertenece a Critón, habíamos acordado que dentro de tres días partiría para Sicilia con Euclides, Fedondas y conmigo. —No podemos esperar, los mercenarios pueden aparecer en cualquier momento. Al llegar al barco encontraron al capitán dirigiendo la carga de las bodegas. El hombre se quedó un rato pensativo tras escuchar a Perseo. Apenas conocía a Platón, pero sabía que Perseo era amigo de su jefe y que habían participado juntos en algún negocio. —Si salimos hoy, Critón perderá varias minas de mercancía que se quedará sin embarcar —repuso finalmente. —Critón no te responsabilizará por ello —aseguró Perseo—, pero sí de lo que nos ocurra si no salimos cuanto antes. El capitán los observó ceñudo. Ofrecían una imagen desesperada: sin apenas equipaje, Perseo con su armadura de hoplita y su mujer embarazada llevando de la mano a un niño pequeño. —No quiero que me hagan cómplice de ningún crimen. —Te aseguro que no se me acusa de nada. —«Al menos no todavía.» —¿Lo juras? —Por todos los dioses. —Bien, podré argumentar eso si me interrogan. Subid y ocultaos en la bodega, partiremos dentro de una hora. —¡No! —Perseo miró a lo largo del puerto—. Tiene que ser ahora mismo. —No puedo navegar sin marineros. Tardaré por lo menos una hora en lograr que se presenten los necesarios. Y tendré que ofrecerles un suplemento de paga que no va a salir de mi bolsillo. —Ofréceles lo que sea, pero consigue que partamos cuanto antes. Cruzaron la pasarela del barco y bajaron a la bodega con Platón. Había bastante sitio para acomodarse entre la carga, que consistía básicamente en fardos de tela, cerámicas lujosas y ánforas llenas de aceite. Eurímaco estaba muy asustado y Casandra se dedicó a distraerlo. —Quedan tres horas para la puesta de sol —murmuró Platón con la mirada fija en el suelo de madera. Cruzó los brazos sobre las rodillas y apoyó la frente en ellos. «Tres horas...» Perseo negó en silencio. Sabía que Platón no estaba pensando ahora en la fuga, sino en el tiempo de vida que le quedaba a Sócrates. Odió a Anito con más intensidad por privarle de pasar con él sus últimas horas. La llegada del guardia los había interrumpido cuando Sócrates estaba dialogando con algunos discípulos sobre la inmortalidad del alma. Perseo se mantenía al margen de la conversación, pero la firmeza tranquila de Sócrates le influía como a todos los demás. «No parecía un reo de muerte. Incluso se mostraba más risueño que otros días.» Probablemente lo hacía para mantener el ánimo general, aunque sus discípulos no podían evitar echarse a llorar al pensar que estaban con él por última vez. Entonces Sócrates los reprendía y encontraba las palabras precisas para aligerar su espíritu. Cuando el guardia entró para avisar de que Casandra estaba enferma, Sócrates acompañó a Perseo hasta la puerta de la celda. —Espero que Casandra se reponga pronto. Ve a cuidarla, y no olvides mantenerte alerta contra Anito. —Levantó los brazos hacia él y rio—. Eres demasiado grande para que pueda abrazarte si no te agachas. Perseo se inclinó y lo estrechó con fuerza. El filósofo le habló con un tono cargado de afecto. —Sé que soy demasiado despistado, pero cuando murió tu padre traté de ocuparme de ti lo mejor que supe, y te he querido como a un hijo. —Sócrates se separó de él, con los ojos húmedos y una sonrisa en los labios—. Espero que me recuerdes con cariño. Perseo trató de responder, pero se le había cerrado la garganta. Sócrates asintió acariciándole la mejilla y regresó con sus discípulos. Critón advirtió que la claridad de la celda estaba disminuyendo. Contempló con profunda pena a Sócrates, su amigo desde hacía más de sesenta años. Derrochaba el mismo ingenio y la misma energía que siempre, parecía imposible que apenas le quedaran unas horas de vida. Sócrates lo miró mientras concluía su discurso. —... todo hombre que durante su vida ha renunciado a los placeres del cuerpo, que sólo se ha entregado al placer de la adquisición y el disfrute del conocimiento, y que ha puesto en su alma los adornos que le son propios, como la templanza, la verdad y la justicia; semejante hombre debe esperar con tranquilidad la hora de su partida, y estar siempre dispuesto para cuando el destino lo llame. Los discípulos reflexionaron en silencio sobre las palabras del filósofo. Éste los miró complacido y se puso de pie trabajosamente. —Creo que es mejor que me dé un baño, así ahorraré a las mujeres la ingrata tarea de lavar mi cadáver. Critón intervino haciendo un gran esfuerzo para pronunciar aquellas palabras. —No nos has dicho qué tenemos que hacer con tu cuerpo. —Ay, mi querido Critón, creo que no te he convencido de que Sócrates es el que conversa con vosotros, no el que habrá muerto. —Le dirigió una sonrisa afectuosa—. Mientras no digas que entierras o incineras a Sócrates, puedes sepultar mi cuerpo o quemarlo en una pira, como creas más conveniente. Palmeó con suavidad el hombro de su amigo y se dirigió a la puerta para que el guardia lo condujera al baño. Anito llevaba horas tirado en el suelo del taller de Perseo. Había desgarrado con los dientes una banda de tela de su túnica y con ella se había hecho un torniquete por encima del corte del tobillo. La herida era profunda y se mantenía abierta, aunque ya apenas sangraba. No obstante, el charco oscuro entre los trozos de vasijas rotas, así como el reguero que había ido dejando al arrastrarse hasta el umbral del taller, hacían patente que había perdido mucha sangre. Ahora estaba tumbado de lado, con la cabeza asomando al patio, lo que le permitía ver que el sol se pondría dentro de poco. «Tendré que esperar hasta la madrugada.» Cerró los ojos, pero los abrió de golpe temiendo desvanecerse y no volver a despertar. El jefe de los mercenarios, cuando le había ordenado que fueran en busca de Perseo, se había limitado a rascarse la barba mientras él sangraba en el suelo como un cerdo. —Esto se suponía que iba a ser una intervención discreta, una emboscada en una callejuela desierta para capturar a un hombre. —Continuó rascándose la barba—. Ahora nos pides que nos lancemos a una persecución abierta, y que atrapemos a ese hombre en mitad del gentío del Pireo. —Chasqueó la lengua—. Creo que vamos a dejarlo aquí. —¡Os he pagado para que lo capturéis! —gritó Anito desde el suelo. —¿Quieres que te devolvamos el dinero? —Los ojos del mercenario eran fríos y duros como la hoja de su espada. —Os pagaré el doble. ¡El triple! —No somos ambiciosos. Nos conformaremos con lo que lleves encima. Se agachó y palpó la túnica buscando el dinero de Anito. Éste se resistió hasta que el hombre le soltó un revés desganado. Los demás mercenarios habían ido entrando en el taller y aguardaban en silencio. Su jefe se levantó con una bolsa de piel, derramó su contenido sobre una mesa y contó las monedas una a una. —Veintiocho dracmas y dos óbolos —dijo mirando a sus hombres. Reintegró el dinero a la bolsa, y antes de salir miró a Anito como quien echa un vistazo a un perro —. Te desangrarás si no detienes la hemorragia. Anito había tardado casi una hora en realizar el torniquete. Después se había arrastrado hasta la puerta del taller y allí había decidido que sería más seguro regresar a su casa cuando fuera noche cerrada. Le acometió una náusea, pero consiguió controlarla. El dolor del tobillo se había extendido por el cuerpo, revolviéndole el estómago y haciendo que le palpitara la cabeza. La náusea regresó con más fuerza y vomitó sobre el suelo de tierra. «Oh, dioses crueles...» Se giró hasta quedar boca arriba. El dolor de cabeza se había multiplicado. Por las comisuras de sus párpados cerrados se derramaron lágrimas de rabia e impotencia; Perseo y Casandra se habían escapado y él estaba tirado como un despojo en medio de su casa, herido por una de las malditas vasijas de su enemigo. En aquel momento, ni siquiera recordaba que Sócrates estaba a punto de morir. Después de bañarse, Sócrates regresó a la celda, donde los veinte discípulos lo aguardaban como si fueran ellos los condenados. Apenas hubo entrado, apareció el verdugo. —Sócrates, ha llegado la hora. Los discípulos se quedaron helados al escuchar aquellas palabras, pero el filósofo respondió sin alterar su tono tranquilo: —De acuerdo, cumple tu cometido, estoy preparado. El verdugo abandonó la celda y al cabo de un momento regresó sosteniendo una copa entre las manos. Se acercó a Sócrates, que cogió la copa y observó su contenido. —Tú eres el experto en esta materia, dime qué he de hacer. —Después de tomar la cicuta tienes que ponerte a andar, y cuando sientas las piernas pesadas te tumbas en la cama. Sócrates miró de nuevo el contenido y elevó la copa. —Que los dioses bendigan mi viaje y lo hagan dichoso. Se llevó la copa a los labios, la inclinó y comenzó a tragar el veneno. Sus discípulos se estremecieron y rompieron a llorar. Sócrates continuó bebiendo hasta apurar la última gota de cicuta. —¿Qué hacéis, amigos míos? —Le entregó la copa al verdugo—. ¿No habéis oído decir que es preciso morir oyendo buenas palabras? Vamos, mostrad mayor firmeza. Algunos consiguieron contenerse, otros se dieron la vuelta y siguieron llorando. Sócrates empezó a caminar pausadamente de un extremo a otro de la celda. Sus discípulos se apartaron para no entorpecerlo, excepto Critón, que se puso a caminar a su lado derramando lágrimas silenciosas. Sócrates continuó andando hasta que de pronto le fallaron las rodillas. Critón se apresuró a sostenerlo y lo acompañó con cuidado hasta el lecho, donde su amigo se tendió boca arriba. El verdugo esperó un momento y presionó uno de los pies del filósofo. —¿Sientes esto? —No. Esperó un poco más y le apretó por encima de la rodilla. —¿Notas algo? —No siento nada. El verdugo miró a Critón. —Cuando llegue al corazón, Sócrates dejará de existir. Critón contempló aterrado el rostro de su amigo, que miraba ensimismado hacia el techo de la celda. Poco después, Sócrates intentó mover los brazos sin conseguirlo y desvió la mirada hacia Critón. —Es mejor que me cubráis —dijo con suavidad. Colocaron la sábana por encima de su cabeza, tan sólo asomaban algunos cabellos blancos. Al cabo de un momento, su cuerpo se agitó con una breve convulsión. Critón apartó la sábana y fue incapaz de reprimir un sollozo. Alargando la mano, cerró los ojos sin vida de Sócrates. La Acrópolis se hacía más y más pequeña. En la bodega del barco sólo se había quedado Platón. El capitán entretenía al pequeño Eurímaco mientras Casandra y Perseo permanecían enlazados en la borda, mirando hacia el oeste. Entre las islas Egina y Salamina, el último gajo de sol se hundía en el mar. Casandra alzó la mirada al rostro de Perseo. Los ojos de su esposo ardían con un fuego naranja, que poco a poco se apagó hasta quedar sólo ceniza y tristeza. —Ya está —musitó Perseo. Casandra apoyó la cabeza en su hombro. La oscuridad se extendía como un manto por toda Grecia. De pronto el cuerpo de Perseo se agitó y su semblante se descompuso. —¡Oh, dioses! —¿Qué...? —El dios de Delfos nos estaba advirtiendo con sus dos oráculos. —En los ojos de Perseo temblaban lágrimas de plata—. «Sócrates es el hombre más sabio» y «Sócrates tendrá una muerte violenta, a manos del hombre de la mirada más clara». —Las lágrimas se derramaron al cerrar los párpados—. No era yo, no se refería al color de los ojos sino a la sabiduría. »El hombre de la mirada más clara era el propio Sócrates.

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