Educacion
jevvillati10 de Octubre de 2013
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Al definir la educación como sistema, Coombs adopta nuevas categorías para leerla. De hecho utiliza toda esa nueva terminología entre corchetes, consciente de que se trataba de una transposición de conceptos de unas disciplinas a otras. Lo que quería era aportar una nueva caja de herramientas para definir el nuevo problema. Así lo planteaba: «[...] se requiere el uso de conceptos y términos analíticos tomados de otros campos tales como la economía, la mecánica y la sociología [...] El mundo de la educación, tal como lo vemos, se ha vuelto tan complejo y se halla en un estado tan grave que ningún vocabulario —ni siquiera el de la pedagogía— puede describirlo completamente...» (p. 5).
El problema radicaba, según él, en el aumento desmedido e incontrolado de la demanda educativa, dada la transformación de las estructuras demográficas mencionadas arriba. Por tanto, había que hacer compatible la nueva oferta (de empleo) y la demanda (los nuevos intereses de los estudiantes). Si esto no fuera posible el problema se agravaría hasta llegar a dimensiones altamente peligrosas para la estabilidad de la región. Las protestas sociales se generalizarían y la insatisfacción sería incontrolable. El asunto, en el fondo, era político, aunque las herramientas para enfrentarlo fueran económicas.
Por eso, por las dimensiones políticas que el autor concede al tema de la educación en esa coyuntura, insinúa algo que nos interesa muchísimo tener en cuenta en nuestra hipótesis: «Además, en casi todas partes los sistemas se dividen internamente por el resurgimiento, en un nuevo contexto, de los viejos argumentos acerca de quién decidirá sobre las varias materias en discusión y dirá, en definitiva, la última palabra sobre la implantación y puesta en marcha de un sistema educativo hacia sus objetivos. ¿Debe concederse la última palabra a los educadores o a la sociedad? Si es a los educadores, ¿a cuáles? Si es a la sociedad, ¿a cuál de sus miembros? ¿Qué voz pueden tener los estudiantes en el asunto y cómo deberían ejercer su privilegio?» (p. 147).
Como ya se ha señalado, el Estado estaba abocado a replantear su función y a dar cabida a los nuevos actores sociales en la conducción de las políticas educativas.
Casi como conclusión de todo su estudio, Coombs plantea de manera taxativa que, en última instancia, el destino de los sistemas educativos sería su integración a un sistema mundial que de alguna manera habría de regularlos y orientarlos: «Los hombres de Estado y sus asesores luchan tenazmente, en la actualidad, para crear mercados comunes regionales a través de los cuales las mercancías económicas puedan circular en mayor abundancia. Los sistemas educativos, sin embargo, ya tienen su propio mercado común y lo han tenido durante mucho tiempo.
Es un mercado mundial, y su volumen de negocio ha alcanzado gran auge en los últimos veinte años en medida, variedad y extensión geográfica. A pesar de ello, poco provecho se ha sacado de sus beneficios potenciales. [...] Virtualmente todos los sistemas de educación forman parte integral de un sistema mundial de educación, y lo mismo puede decirse de la ‘comunidad intelectual’ de cada país. [...] Esto es verdad no sólo en teoría, sino que constituye una palpitante realidad funcional. Cualquier sistema educativo que intente ponerse al margen de esta comunidad mundial está destinado ciertamente a gangrenarse, de igual modo que ocurriría con un miembro humano en el que hubiera dejado de circular la sangre. Y los males de que adolezca el sistema, la sociedad a la que pertenece los sufrirá también» (pp. 213-214).
No sabemos si tenía virtudes proféticas o un ojo aguzado; en todo caso, esta tendencia se está generalizando e institucionalizando vigorosamente. El hecho de que sean
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