LA ESTETICA RELACIONAL
catcarmo4 de Noviembre de 2014
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LA FORMA RELACIONAL
La actividad artística constituye un juego donde las formas,
las modalidades y las funciones evolucionan según las épocas
y los contextos sociales, y no tiene una esencia inmutable. La
tarea del crítico consiste en estudiarla en el presente. Cierto
aspecto de la modernidad está ya totalmente acabado pero no
así el espíritu que lo animaba; hay que decirlo en esta época
pequeño-burguesa. Este vaciamiento ha despojado de sustancia
a los criterios mismos de la crítica estética que hemos heredado,
pero seguimos usándolos en relación con las prácticas artísticas
actuales. Lo nuevo ya no es un criterio, salvo para los detractores
retrasados del arte moderno, que sólo conservan de este presente
detestado lo que su cultura tradicionalista les enseñó a odiar
en el arte de ayer. Para inventar entonces herramientas más
eficaces y puntos de vista más justos, es importante aprehender
las transformaciones que se dan hoy en el campo social, captar
lo que ya ha cambiado y lo que continúa transformándose.
¿Cómo podemos comprender los comportamientos artísticos
que se manifestaron en las exposiciones de los
años noventa
y los modos de pensar que los sostienen si no partimos de la
situación misma de los artistas?
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Las prácticas artísticas contemporáneas
y el proyecto cultural
La modernidad política, que nace con la filosofía del Siglo
de las Luces, se basaba en la voluntad de emancipación de los
individuos y de los pueblos: el progreso de las técnicas y de las
libertades, el retroceso de la ignorancia, la mejora de las condiciones de trabajo, debían liberar a la humanidad y permitir una
sociedad mejor. Pero existen diferentes versiones de la modernidad. El siglo XX fue de hecho el teatro de una lucha entre tres
visiones del mundo: una concepción racionalista modernista
proveniente del siglo XVIII, una filosofía de lo espontáneo; otra,
que proponía la liberación a través de lo irracional (el Dada, el
surrealismo, los situacionistas). Ambas se oponían a las fuerzas
autoritarias o utilitarias que buscaban formatear las relaciones humanas y someter a los individuos. Pero en lugar de la emancipación
buscada, el desarrollo de las técnicas y de la "Razón" permitió, a
través de una racionalización general del proceso de producción,
la explotación del Sur del planeta, el reemplazo ciego del trabajo
humano por máquinas, y el empleo de técnicas de sometimiento
cada vez más sofisticadas. El proyecto de emancipación moderno
fue sustituido por numerosas formas de melancolía.
Si las vanguardias de este siglo, del dadaísmo a la Internacional situacionista, se inscribieron en la línea de este proyecto
moderno -cambiar la cultura, las mentalidades, las condiciones de la vida individual y social-, no hay que olvidar que
éste les precedió y difiere de ellas en varios puntos. Porque la
modernidad no se reduce a una teleología racionalista ni a un
mesianismo político. ¿Se puede menospreciar su voluntad de
mejorar las condiciones de vida y de trabajo con el pretexto
del fracaso de sus tentativas concretas de realización cargadas
de ideologías totalitarias o de visiones ingenuas de la historia?
Lo que se llamaba vanguardia se desarrolló a partir del baño
ideológico que brindaba el racionalismo moderno; pero se reconstituye ahora a partir de presupuestos filosóficos, culturales
y sociales totalmente diferentes. Está claro que el arte de hoy
continúa ese combate, proponiendo modelos perceptivos, experimentales, críticos, participativos, en la dirección indicada
por los filósofos del Siglo de las Luces, por Proudhon, Marx, los
dadaístas o Mondrian. Si la crítica tiene dificultad en reconocer
la legitimidad o el interés de estas experiencias es porque no
aparecen ya como los fenómenos precursores de la evolución
histórica ineluctable: por el contrario, libres del peso de una
ideología, se presentan fragmentarias, aisladas, desprovistas de
una visión global del m u n d o .
No es la modernidad la que murió, sino su versión idealista
y teleológica.
El combate por la modernidad se lleva adelante en los
mismos términos que ayer, salvo que la vanguardia ya no va
abriendo caminos, la tropa se ha detenido, temerosa, alrededor
de un
campamento de certezas. El arte tenía que preparar o
anunciar un m u n d o futuro: hoy modela universos posibles.
Los artistas que inscriben su práctica en la estela de la modernidad histórica no tienen la ambición de repetir las formas o los
postulados de antes, menos aún de asignarle al arte las mismas
funciones. Su tarea se parece a la que Jean-François Lyotard le
otorgaba a la arquitectura posmoderna, que "se encuentra condenada a engendrar una serie de pequeñas modificaciones en un
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espacio que ha heredado de la modernidad, y a abandonar una
reconstrucción global del espacio habitado por la humanidad".
Lyotard parece además lamentar este hecho: lo define negativamente, empleando la palabra "condena". ¿Y si, por el contrario,
esa "condena" fuera la suerte histórica a partir de la cual pudieron
desplegarse, desde hace unos diez años, la mayoría de los mundos
artísticos que conocemos? Una "suerte" que puede resumirse en
pocas palabras: aprender a habitar el mundo, en lugar de querer
construirlo según una idea preconcebida de la evolución histórica.
En otras palabras, las obras ya no tienen como meta formar realidades imaginarias o utópicas, sino constituir modos de existencia
o modelos de acción dentro de lo real ya existente, cualquiera que
fuera la escala elegida por el artista. Althusser decía que siempre se
toma el tren del m u n d o en marcha; Deleuze, que "el pasto crece
en el medio" y no abajo o arriba. El artista habita las circunstancias que el presente le ofrece para transformar el
contexto de
su vida (su relación con el mundo sensible o conceptual) en un
universo duradero. Toma el mundo en marcha: es un "inquilino
de la cultura", retomando la expresión de Michel de Certeau.
La modernidad se prolonga hoy en la práctica del bricolaje y del
reciclaje de lo cultural, en la invención de lo cotidiano y en la
organización del tiempo, que no son menos dignos de atención y
de estudio que las utopías mesiánicas o las "novedades" formales
que la caracterizaban ayer. Nada más absurdo que afirmar que
el arte contemporáneo no desarrolla proyecto cultural o político
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alguno y que sus aspectos subversivos no tienen base teórica: su
proyecto, que concierne tanto a las condiciones de trabajo y de
producción de objetos culturales como a las formas cambiantes de
la vida en sociedad, le parecerá insípido a los espíritus formados en
el molde del darwinismo cultural o a los aficionados al "centralismo democrático" intelectual. Ha llegado el momento de la dolce
utopia, para retomar una expresión de Maurizio Cattelan...
La obra de arte como intersticio social
La posibilidad de un arte relacional - u n arte que tomaría
como horizonte teórico la esfera de las interacciones humanas
y su contexto social, más que la afirmación de un espacio simbólico autónomo y privado- da cuenta de un cambio radical
de los objetivos estéticos, culturales y políticos puestos en juego
por el arte moderno. Para tratar de dibujar una sociología, esta
evolución proviene esencialmente del nacimiento de una cultura
urbana mundial y de la
extensión del modelo urbano a la casi
totalidad de los fenómenos culturales. La urbanización general,
que crece a partir del fin de la segunda Guerra Mundial, permitió
un crecimiento extraordinario de los intercambios sociales, así
como un aumento de la movilidad de los individuos a través del
desarrollo de redes y de rutas, de las telecomunicaciones y de la
conexión de sitios aislados, que tuvieron consecuencias en las
mentalidades. Dada la estrechez de los espacios habitables en este
universo urbano, asistimos en paralelo a una reducción de la escala
de los muebles y de los objetos, que se orientan hacia una mayor
maleabilidad: si la obra de arte pudo aparecer durante mucho
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tiempo como un lujo señorial en el contexto urbano - t a n t o las
dimensiones de la obra como las de la casa servían para distinguir
al propietario-, la evolución de la función de las obras y de su
modo de presentación indica una urbanización creciente de la
experiencia artística. Lo que se derrumba delante de nosotros
es sólo esa concepción falsamente aristocrática de la disposición
de las obras de arte, ligada al sentimiento de querer conquistar
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