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Libro De La Inutil Vida De Pito Perez


Enviado por   •  13 de Diciembre de 2011  •  10.779 Palabras (44 Páginas)  •  3.398 Visitas

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La Vida Inútil De Pito Pérez

(1938)

José Rubén Romero

(1890–1952)

No tengo fijo lugar

donde morir y nacer

y ando siempre sin saber

dónde tengo que parar

CALDERÓN DE LA BARCA

I

«¡Pobrecito del Diablo,

qué lástima le tengo!»

PITO PÉREZ

La silueta obscura de un hombre recortaba el arco luminoso del campanario. Era Pito Pérez, absorto en la contemplación del paisaje.

Sus grandes zapatones rotos hacían muecas de dolor; su pantalón parecía confeccionado con telarañas, y su chaqueta, abrochada con un alfiler de seguridad, pedía socorro por todas, las abiertas costuras sin que sus gritos lograran la conmiseración de las gentes. Un viejo «carrete» de paja nimbaba de oro la cabeza de Pito Pérez.

Debajo de tan miserable vestidura el cuerpo, aun más miserable, mostraba sus pellejos descoloridos; y el rostro, pálido y enjuto, parecía el de un asceta consumido por los ayunos y las vigilias.

—¿Qué hace usted en la torre, Pito Pérez?

—Vine a pescar recuerdos con el cebo del paisaje.

—Pues yo vengo a forjar imágenes en la fragua del crepúsculo.

—¿Le hago a usted mala obra?

—Hombre, no. ¿Y yo a usted?

—Tampoco. Subimos a la torre con fines diversos, y cada quien, por su lado, conseguirá su intento: usted, el poeta, apartarse de la tierra el tiempo necesario para cazar los consonantes —catorce avecillas temblorosas— de un soneto. Yo, acercarme más a mi pueblo, para recogerlo con los ojos antes de dejarlo, quizá para siempre; para llevarme en la memoria todos sus rincones; sus calles, sus huertas, sus cerros. ¡Acaso nunca más vuelva a mirarlos!

—¿Otra vez a peregrinar, Pito Pérez?

—¡Qué quiere usted que haga! Soy un pito inquieto que no encontrará jamás acomodo. Y no es que quiera irme; palabra. Me resisto a dejar esta tierra que, al fin de cuentas, es muy mía. —¡Oh, las carnitas de Canuto! ¡Oh, el menudo de la tía «Susa»! ¡Oh, las «tortas de coco» de Lino, el panadero! —Pero acabo de dar fin a una larga y azarosa borrachera, y mis parientes quieren descansar de mi persona, lo mismo que todo el pueblo. Cada detalle me lo demuestra: en las tiendas ya no quieren fiarme; los amigos no me invitan a sus reuniones, y el Presidente Municipal me trata como si fuera el peor de los criminales. ¿Por qué cree usted que me dobló la condena que acabo de cumplir? Pues porque le hice una inocente reflexión, a la hora de la consigna. El dijo su sentencia salomónica: para Pito Pérez, por escandaloso y borracho, diez pesos de multa, o treinta días de prisión, a lo que yo contesté con toda urbanidad: pero, señor Presidente, ¿qué va usted a hacer con el Pito adentro tantos días? El señor Presidente me disparó toda la artillería de su autoridad, condenándome a limpiar el retrete de los presos durante tres noches consecutivas. ¿No ha observado usted que la profesión de déspota es más fácil que la de médico o la de abogado? Primer año: ciclo de promesas, sonrisas y cortesías para los electores; segundo año: liquidación de viejas amistades para evitar que con su presencia recuerden el pasado, y creación de un Supremo Consejo de Lambiscones; tercer año: curso completo de egolatría y megalomanía; cuarto y último año: preponderancia de la opinión personal y arbitrariedades a toda orquesta. A los cuatro años el título comienza a hacerse odioso, sin que universidad alguna ose revalidarlo.

—Es usted inteligente, Pito Pérez, y apenas se concibe cómo malgasta usted su vida bebiendo y censurando a los demás.

—Yo soy amigo de la verdad, y si me embriago es nada más que para sentirme con ánimos de decirla: ya sabe usted que los muchachos y los borrachos... Agregue usted a esto que odio las castas privilegiadas.

—Venga, siéntese usted, y vamos a platicar como buenos amigos.

—De acuerdo. Nuestra conversación podría titularse: Diálogo entre un poeta y un loco.

Nos sentamos al borde del campanario, con las piernas colgando hacia fuera. Mis zapatos nuevos junto a los de Pito Pérez brillaban con su necio orgullo de ricos, tanto, que Pito los miró con desdén y yo sentí el reproche de aquella mirada. Nuestros pies eran el compendio de todo un mundo social, lleno de injusticias y desigualdades.

—¿Por qué dijo usted que nuestra conversación sería el diálogo entre un poeta y un loco?

—Porque usted presume de poeta y a mí me tienen por loco de remate en el pueblo. Aseguran que falta un tornillo a toda mi familia. ¡Qué barbaridad! Dicen que mis hermanas Herlinda y María padecen locura mística y que por eso no salen de la iglesia; afirman las gentes que Concha está tocada porque pasa los días enseñando a los perros callejeros a sentarse en las patas traseras y a un gato barcino que tiene, a comer en la mesa con la pulcritud de un caballero; Josefa se tiró de cabeza a un pozo dizque porque estaba loca; y Dolores se enamoró de un cirquero por la misma causa, según la infalibilidad de esos Santos Padres que andan por allí sueltos. Joaquín, el sacerdote, no quiere confesar a las beatas, porque está loco, y yo me emborracho, canto, lloro y voy por las calles con el vestido hecho jirones ¡porque estoy loco! ¡Qué lógica tan imbécil! Locos son los que viven sin voluntad de vivir, tan sólo por temor a la muerte, locas las que pretenden matar sus sentimientos y por el qué dirán no huyen con un cirquero; locos los que martirizan a los animales en lugar de enseñarles a amar a los hombres —¿no es cierto, hermano de Asís?—; locos los que se arrodillan delante de un ente igual a ellos, que masculla latín y viste sotana, para contarle cosas sucias, como esas lavanderas que bajan al río todos los sábados, a lavar su camisa, a sabiendas de que a la siguiente semana volverán a lo mismo porque no tienen otra que ponerse, y más locos que yo los que no ríen, ni lloran, ni beben porque son esclavos de inútiles respetos sociales. Prefiero

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