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Teoria de la endosimbiosis


Enviado por   •  11 de Marzo de 2014  •  2.096 Palabras (9 Páginas)  •  243 Visitas

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El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El

banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían

inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba

tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz

enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos

se animaban, se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la

misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si

fuera comida.

Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando

al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia,

y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del

patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de

idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas

colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.

El mayor tenía doce años y el menor, nueve. En todo su aspecto sucio y

desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.

Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus

padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su

estrecho amor de marido y mujer y mujer y marido hacia un porvenir

mucho más vital: un hijo: ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa

honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un

mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin

esperanzas posibles de renovación?

Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los

catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La

criatura creció, bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en

el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la

mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con

esa atención profesional que está visiblemente buscando la causa del

mal, en las enfermedades de los padres.

Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el

instinto; pero la inteligencia, el alma, aún el instinto, se habían

ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante,

muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.

--¡Hijo, mi hijo querido!--sollozaba ésta, sobre aquella espantosa

ruina de su primogénito.

El padre, desolado, acompañó al médico afuera.

--A usted se le puede decir; creo que es un caso perdido. Podrá

mejorar, educarse en todo lo que permita su idiotismo, pero no

más allá.

--¡Sí!... ¡sí!...--asentía Mazzini.--Pero dígame: ¿Usted cree que es

herencia, que...?

--En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creí cuando vi a

su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No

veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar bien.

Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló su amor a su

hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo

asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más

profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.

Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de

otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el

porvenir extinguido. Pero a los diez y ocho meses las convulsiones del

primogénito se repetían, y al día siguiente amanecía idiota.

Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre,

su amor estaba maldito! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él,

veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un

átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en

el primogénito; pero un hijo, un hijo como todos!

Del nuevo desastre brotaron nuevas llamadaras de dolorido amor, un

loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su

ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el

proceso de los dos mayores.

Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran

compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más

honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo abolido. No

sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aún sentarse. Aprendieron al fin

a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los

obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el

rostro.

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