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Charles Dickens

valenrodriguez15 de Junio de 2014

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A pesar de todo lo que ha cambiado desde se muerte, buena parte de las lacras sociales que Dickens denunció en obras ya célebres, todas ellas producidas por el feroz egoísmo propietario, se están recuperando gracias a lo que Ernest Mandel llamaba el “triunfalcapitalismo”.

(En este mes de febrero se cumple el segundo centeanario del nacimiento de Charles John Huffam Dickens (Portsmouth, Inglaterra, 7 de febrero de 1812 – Gads Hill Place, Inglaterra, 9 de junio de 1870), más conocido como Charles, uno de los principales representantes de la gran literatura social y realista del siglo XIX, lectura obligada para toda persona que quiera cultivar la cultura y la sensibidad…A pesar de todo lo que ha cambiado desde se muerte, buena parte de las lacras sociales que Dickens denunció en obras ya célebres, todas ellas producidas por el feroz egoísmo propietario, se están recuperando gracias a lo que Ernest Mandel llamaba el “triunfalcapitalismo”. Uno de los mejores artículos sobre Dickens lo escribió Erci Blair, alias George Orwell, el inmortal autor de “Homenaje a Cataluña” cuya edición integra y enriquecida acaba de publicar la editorial Debate. Este retrato está incluido en “Ensayos Críticos” de los que existen diversas ediciones, por ejemplo en la Editorial Sur).

Charles Dickens por George Orwell

En primer lugar no era, como parecen denotar los señores Chesterton y Jackson, un escritor “proletario”. No escribe sobre el proletariado, en lo cual meramente se asemeja a la abrumadora mayoría de los novelistas, del pasado y del presente. Si se busca a la clase obrera en la ficción, y especialmente en la ficción inglesa, lo único que se encuentra es un hueco. Tal vez sea menester delimitar esta afirmación. Por razones bastante fáciles de comprender, el trabajador agrícola (proletario en Inglaterra) aparece con frecuencia y bien en la ficción, y mucho se ha escrito sobre criminales, vagos y, más recientemente, sobre el sector ilustrado de la clase obrera. Pero los novelistas siempre han ignorado al proletariado común de la ciudad, a la gente que da vueltas a la noria. En casi todas las ocasiones en que se han abierto paso entre las tapas de un libro lo han hecho como objetos de lástima o de risa. La acción central de los argumentos de Dickens se desarrolla casi invariablemente en ambientes de clase media. Si se examinan sus novelas en detalle se encuentra que su verdadera fuente de asuntos es la burguesía comercial londinense y su séquito: abogados, dependientes, tenderos, posaderos, pequeños artesanos y criados. No tiene ningún retrato de un trabajador agrícola, y sólo uno (Stephen Blackpool en Hard Times) de un trabajador industrial. Los Plornish, en Little Dorrit, es probablemente su mejor pintura de una familia obrera –los Peggotty, por ejemplo, no pertenecen a la clase obrera–, pero en general no sale airoso con este género de personaje. Si se pregunta a cualquier lector común qué personajes proletarios de Dickens puede recordar, los tres que casi con certeza mencionará son Bill Sykes, Sam Weller y Mrs. Gamp. Un ladrón, un criado y una partera borracha, lo cual no es precisamente una representación típica de la clase obrera inglesa.

En segundo lugar, Dickens no es un escritor “revolucionario”, según la acepción comúnmente aceptada de la palabra. Pero aquí debemos fijar un poco su posición.

Dickens podrá haber sido cualquier cosa, pero nunca un salvador de almas encubierto, nunca la especie de idiota bien intencionado que cree que el mundo habrá de quedar perfecto con sólo corregir algunos estatutos y abolir algunas anomalías. Es útil compararlo con Charles Reade, por ejemplo. Reade era un hombre mucho mejor informado que Dickens, y en cierto sentido con más espíritu público. Aborrecía realmente los abusos que podía entender, y prueba de ello es que los denunció en una serie de novelas sumamente interesantes a pesar de todos sus disparates, con las cuales contribuyó probablemente a modificar la opinión pública sobre algunos puntos secundarios pero importantes. Sin embargo, no estaba a su alcance comprender que, dada la forma actual de la sociedad, hay ciertos males que no pueden remediarse. Aférrese a este o aquel abuso de segundo orden, póngaselo al descubierto, lléveselo ante un jurado británico, y todo andará bien: tal es su punto de vista. Sea como fuere, Dickens jamás imaginó que los granos se pueden curar cortándolos. En cada página de su obra se advierte el conocimiento de que el mal de la sociedad está en alguna parte de su raíz. Al preguntar “¿qué raíz?” es cuando se empieza a entender su posición.

Lo cierto es que la crítica que hace Dickens de la sociedad es casi exclusivamente moral. De aquí la ausencia absoluta de una sugerencia constructiva en toda su obra. Ataca la ley, el gobierno parlamentario, el sistema educacional, etcétera, sin sugerir nunca claramente qué pondría él en lugar de aquéllos. Por supuesto que no ha de incumbir necesariamente a un novelista, ni tampoco a un escritor satírico, el planteamiento de sugerencias constructivas, pero lo peculiar es que la actitud de Dickens, en el fondo, ni siquiera es destructiva. No hay ningún indicio manifiesto de que desee derruir el orden existente, o de que crea que las cosas serían muy diferentes si aquél lo fuera. Porque en realidad su blanco, más que la sociedad, es “la naturaleza humana”. Sería difícil señalar en algunos de sus libros un solo pasaje donde insinúe que el sistema económico vigente es malo como sistema. En ninguna parte, por ejemplo, ataca la empresa privada o la propiedad privada. Aun en un libro como Our Mutual Friend (Nuestro amigo mutuo), que trata del poder de los cadáveres para estorbar a los vivos mediante testamentos idiotas, no se le ocurre sugerir que los individuos no deberían poseer este poder irresponsable. Claro está que uno puede inferirlo por sí mismo, y puede inferirlo nuevamente de las observaciones sobre el testamento de Bounderby que están al final de Hard Times, y sin duda de toda la obra de Dickens se puede inferir el mal que ocasiona el capitalismo laissez-faire; pero Dickens no lo hace. Se ha dicho que Macaulay se negó a hacer la crítica de Hard times porque desaprobaba su “sombrío socialismo”. Obviamente Macaulay emplea aquí la palabra “socialismo” en el mismo sentido en que, hace veinte años, solía llamarse “bolchevique” a una comida vegetariana o a un cuadro cubista. En todo el libro no hay un solo renglón que pueda denominarse correctamente socialista; a decir verdad, su tendencia, si existe alguna, es en favor del capitalismo, pues toda su moral se basa en que los capitalistas tendrían que ser bondadosos, y no en que los trabajadores deberían ser rebeldes. Bounderby es un charlatán despótico y Gradgrind ha permanecido moralmente cegado, pero si fuesen hombres mejores el sistema marcharía bastante bien, tal es la inferencia, desde el principio hasta el fin. Y, en cuanto interesa a la crítica social, nunca se puede extraer de Dickens mucho más que esto, a menos que al leerlo se le atribuyan deliberadamente ciertos designios. Todo su “mensaje” parece a primera vista una tremenda perogrullada: si los hombres se portasen decentemente el mundo sería decente. (...)

Según Aldous Huxley, D. H. Lawrence dijo alguna vez que Balzac era “un enano gigantesco”, y en cierto sentido lo mismo puede aplicarse a Dickens. Existen mundos enteros que desconoce por completo o que no desea ni mencionar. Excepto de una manera harto indirecta, no se puede aprender mucho de Dickens. Y decir eso es pensar casi inmediatamente en los grandes novelistas rusos del siglo XIX. ¿Por qué la comprensión de Tolstoi parece mucho más grande que la de Dickens? ¿Por qué parece capaz de decirnos tanto más sobre nosotros mismos? No porque sea mejor dotado, ni siquiera, en último análisis, más inteligente. Es porque escribe sobre gente que se está desarrollando. Sus personajes luchan por moldear sus almas, en tanto que los de Dickens se nos aparecen acabados y perfectos. En mi imaginación las gentes de Dickens se presentan mucho más a menudo y mucho más vívidamente que las de Tolstoi, pero siempre en una actitud única e inmutable, como si fuesen fotografías, o muebles. No se puede mantener una conversación imaginaria con un personaje de Dickens, cosa que puede hacerse con Pedro Bezukhov, digamos. Y ello no se debe meramente a la mayor gravedad de Tolstoi, pues hay también personajes cómicos con quienes uno puede conversar imaginariamente: Bloom, por ejemplo, o Pécuchet, y hasta con el señor Polly de Wells. Ello se debe a que los personajes de Dickens no tienen vida mental propia. Dicen perfectamente lo que tienen que decir, pero no puede concebírselos conversando de otra cosa. Nunca aprenden, nunca meditan. Tal vez el más meditativo de sus personajes sea Paul Dombey, y sus reflexiones son sentimentalismos tontos. ¿Quiere decir esto que las novelas de Tolstoi son “mejores” que las de Dickens? En verdad es absurdo hacer comparaciones de “mejor” y “peor”. Si se me obligara a comparar a Tolstoi con Dickens diría que la atracción

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