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EL MOLINO DE NIXTAMAL

Bea65Reseña8 de Agosto de 2021

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EL MOLINO DE NIXTAMAL

        Por: Cutu

En la década de los setenta vivía en un maravilloso lugar llamado Calkiní, que en vocablo maya significa “Garganta de Sol”.  Uno de los recuerdos primeros de mi infancia, es quizás cuando tenía la edad de cuatro o cinco años. Dormía algunas noches en casa de mis tíos abuelos. La endeble casita de adobe rojo y estuco, con techo de paja, no guardaba los ruidos del exterior, así que cada día escuchábamos el chucu-chucu del molino de nixtamal a las cinco de la mañana en punto, cuando religiosamente se prendía. Era la hora de levantarse.

Tampoco las paredes guardaban las voces de las mestizas (las mestizas son las mujeres que usan sus hipiles bordados con flores de colores, llevan siempre un rebozo que muchas veces les sirve para acuñar la palangana sobre su cabeza y llevarla con magistral acrobacia), platicaban con voz fuerte saludándose entre sí; algunas hablaban el español, pero la mayoría lo hacía en el lenguaje de sus ancestros.  Venían de los pueblitos vecinos a moler nixtamal, que después en sus casas transformarían en ricas tortillas. Al pensar en su faena diaria escribí hace algún tiempo lo siguiente:

Comal

Hojuela maquillada con hollín

tan negra como la penumbra,

en tus ardientes entrañas se cocina

el alimento sagrado de los mayas

Las manos mestizas que te alaban

en su destreza te buscan afanosas

sabiendo que en ese ritual diario

se encuentran sus raíces encarnadas.

No importa cuán ardiente te le ofrezcas

así de fácil te reclama, la leña seca

que te da el aliento

y hace de tu reverso su morada.

Reverso oscuro, tu espalda tiznada

mirando a la tierra,         como si le hablara,

y al contar su historia, la lumbre atizara

ese amor ardiente que de ti emana.

No recuerdo el momento en que se dejó de escuchar. Todavía hay ocasiones en que abro los ojos porque me parece oírlo como antaño.

A veces, (bueno, casi a diario), nos mandaban a comprar al molino una bola de pozol, la que después preparábamos con las manos, eso sí, muy limpias. No teníamos licuadora, lo deshacíamos completamente con agua del aljibe, después le poníamos un poco de azúcar y en la misma jícara lo tomábamos. Algunas personas, (sobre todo los señores), no lo endulzaban ponían en su lengua una pizca de sal y mordían un chile mashito o habanero, y bebían un sorbo, repetían la misma acción hasta dejar su jícara vacía. Los campesinos acostumbran llevar a la milpa pozol como bastimento.

También se molía en otra de las máquinas, el cacao; una vez en pasta se entablillaba en pequeñas y delgadas tortitas y se guardaba hasta la hora de batirlo en el molinillo de madera, se preparaba calientito y espumoso, para acompañar las noches frescas con la familia.

Ese era otro ritual, se ponía primero el chocolate quebrado con las manos en cuatro partes simétricas, después se agregaba la leche caliente, leche de a de veras, porque no recuerdo que entonces hubiera tantos tipos como ahora. Enseguida se tomaba entre las palmas el batidor de madera del molinillo y se empezaba a menear con destreza, de lo contrario no saldría espumoso, y no te pintaría los bigotes. Con fuerza, pero con movimiento suave, tendrías que saber en qué momento se subía y se bajaba.

Si hasta parece que estoy escuchando a Mamá Hush, - si no aprendes a batir el chocolate, no encontrarás marido-. A esa edad ni a quien le importe, además pensaba ser Monja.

Lo único por lo que quería aprender el ritual del chocolate era para tomarlo calientito y hacer chuuc mi cocotazo.

Han pasado muchos años desde entonces, salí de mi lugar natal, pero tengo aún en mi memoria lo feliz de mi infancia. A vece visito a la familia, todo ha cambiado, hasta la manera de preparar las tortillas, Se perdió la magia y ahora solamente se compra en la fábrica.

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