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Gabriela Mistral


Enviado por   •  2 de Mayo de 2014  •  1.359 Palabras (6 Páginas)  •  174 Visitas

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Es necesario que la vida y obra de la Poetisa chilena Gabriela Mistral renazca en el interés de los lectores de nuestra América hispana de hoy. Que sólo quede de su paso por el Arte Poética el título que recibió en mérito de su trabajo: POETISA DE AMÉRICA, no basta para exaltar su creación artística y mantenerla actual. Y haber nacido el 7 de abril de 1889 en Vicuña, una pequeña población situada en el norte de Chile, y nombrada como Lucila Godoy, es tan solo un accidente de tiempo y lugar que la vida le impuso como bautismo.

Ya sabemos de ella que era modesta y de carácter retraído, distante de todo lo que significara ostentación o deseo de publicidad. Sabemos que fue maestra, igual que su padre y que su única hermana, a quien Gabriela llamó la “maestra pura…, pobre…, alegre”. Y, finalmente, tenemos conocimiento de su sensibilidad ante el tema de la muerte, tema que la asedió desde la pérdida de su amante y le impuso un sello a la creación poética que nos dejó.

La niñez de Lucila Godoy estuvo rodeada del misterio de las montañas y de la influencia de la abuela, Isabel Villanueva, que la indujo a ver el destino en las constelaciones. La Biblia fue libro de sus primeras lecturas, y fue atraída por los Poetas que fulguraban en esa época: Rubén Darío (cuyos poemas siempre llevaba consigo), Gabriel D’Annunzio, El Dante, Tagore, Poe, Rilke. La soledad estimuló su introspección para favorecer la creación poética que hacía en cuadernos apoyados en sus piernas, sin la comodidad de una mesa. El nombre de Lucila fue cambiado por el que la eternizó en el mundo de las letras: tomó el de Gabriela por el Poeta y narrador italiano Gabriel D’ Annunzio, y el de Mistral, del Poeta francés Fréderic Mistral.

El silencio y color del paisaje rural, unidos a la lectura de esos grandes Poetas, forjaron su vocación literaria ya nacida de aquel mundo de misterio:

[“Con las montañas y la luz de Elqui – y más tarde buscará el buen abrazo ceñidor para América toda - , y con la luz de un tiempo sin tiempo, viene para la niña Lucila lo que siguió siendo siempre el hallazgo fundamental de los libros. Primero, cuál mejor que el paisaje: “En las quijadas de la cordillera el único libro era el arrugado y vertical de trescientas y tantas montañas, abuelas ceñudas que daban consejas trágicas”. Allí, en los atardeceres de Montegrande, un día descubre el Libro: “Mi abuela estaba sentada en un sillón rígido, y yo me sentaba en una banqueta de mimbre. Ella me alargaba su Biblia, muy vieja y ajada, y me pedía que le leyera. Siempre me la entregaba abierta en el mismo sitio, en los Salmos de David”].[1]

Y llegó para ella el amor con el funcionario de la empresa ferrocarrilera, Romelio Ureta. No era extraño que ocurriera de manera tan espontánea y que su elegido fuese un empleado de ferrocarril: la sencillez y apasionamiento de Lucila no medían clase ni poder económico. Vivieron el romance ideal de los paseos en el paisaje rural, y la niña Lucila descubrió la emoción del amor en experiencia propia, después de haberla buscado en los libros. La tímida Poetisa sintió al enamorarse que el mundo fue más hermoso, y escribió en ese período ilusionado versos de cálido lirismo en una poesía donde se fundían la tierra y la sangre.

Pronto vino la ruptura de sus relaciones amorosas, pero ella continuó amando al modesto funcionario. Al ocurrir la ruptura, la Gabriela campesina se recogió en su dolor:

“Te acordaste del negro racimo,

Y lo diste al lagar carmesí;

Y aventaste las hojas del álamo,

Con tu aliento, en el aire sutil.

¡Y en el ancho lagar de la muerte

Aún no quieres mi pecho oprimir!

(Nocturno, en Desolación)

Ese monólogo patético y desesperanzado era el anuncio de un dolor mayor, enrarecido por la presencia de la muerte violenta del suicidio. Su amado acudió al acto desesperado por motivos económicos y no románticos, como se ha dicho alguna vez. El sabor a ceniza al ver de cerca la muerte quedará unido a ella por toda la vida, y se convierte en un dolor universal cargado de dudas:

“¿Cómo quedan, Señor, durmiendo los suicidas?

¿Un cuajo entre la boca, las dos sienes vaciadas,

las lunas de los ojos albas y engrandecidas,

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