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Miguel De Cervantes


Enviado por   •  3 de Mayo de 2015  •  1.101 Palabras (5 Páginas)  •  192 Visitas

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La habitación ocho

Ocurrió cuando tenía unos 9 o 10 años. Cursaba el cuarto grado en un colegio de curas en Miramar, cuando una neumonía amenazó con echarme de este mundo casi sin cometer pecados. Me rescataron de las sábanas sudadas donde deliraba de fiebre. En un Fiat 1500, me llevaron como pudieron hasta una clínica en Mar del Plata. Era una piltrafa humana. El médico de la familia ordenó cuidados extremos y supongo que hasta algún rezo.

Un tío que vivía más para los demás que para él cedió la planta alta de su chalé, y en una habitación armaron un dispensario privado para mí. Un enfermero me custodiaba día y noche. Por el goteo de la memoria se me escurrieron la cantidad de veces que me colocaron inyecciones. El médico, en el tiempo en que visitaban pacientes casas por casa, no dejó de pasar un solo día, hasta que di muestras de sobrevivir. Entonces, los padrenuestros y las oraciones aflojaron.

Cuando pasé a ser una piltrafa moderada, el enfermero trastocó las inyecciones para enseñarme a jugar al ajedrez; trebejos que por lo menos alcanzaba a mover. Mi padre me regaló un Mecano para que el ingenio no se me duerma, y mi madre se convirtió en una santa de los cuidados. Después de cuarenta días o más, logré salir del refugio sanitario privado para regresar a mi casa, donde me esperaban cuadernos forrados de azul y deberes acumulados por los días que falté a la escuela.

Aquel episodio relacionado con mi salud, en el año que en el hombre pisó la luna por primera vez, había sido lo único que alteró mi organismo de manera severa, hasta que cuarenta y cinco años después el mundo se me vino abajo. Una inflamación provocada por una hernia inguinal se convirtió en la espada de Damocles. En un principio, pensé que algún milagro podría suceder y la protuberancia desaparecería de la noche a la mañana. Aunque sabía que eso no sucedería, mantenía la ilusión sin claudicar.

Como la magia no me aportaba ningún alivio, tuve que recurrir a los médicos. El primero no dudó en decirme que tenía que visitar el quirófano. El segundo, tampoco. Busqué una tercera opción y escuché una definición similar: “Lo aconsejable es que se opere”. Las palabras eran mazazos en mi cráneo.

Aún montado en mi ilusión, recurrí a una cuarta opinión profesional con la ilusión de encontrar al médico que me dijera lo que nunca escucharía: que esa hernia maldita podía dejar de molestarme con un tratamiento naturista, yoga, meditación en la madrugada, remedios caseros, té de hierbas o tirándome en parapente de las Sierras de Comechingones, pero jamás encontré esa respuesta.

Le dije al cuarto médico que el bisturí era la prueba mayor del fracaso de la medicina, un pensamiento perteneciente al doctor Juvenal Urbino, pero mí médico no había leído El amor en los tiempos del Cólera. Como respuesta a mi ironía, me dijo que me dejara de pendejadas mientras llenaba recetarios y las órdenes para los exámenes de mi cuerpo.

Acorralado por la realidad, me dispuse a comenzar con los estudios prequirúrgicos. Me llevó días y noches iniciar la espera en las salas de esperas. Como hacia cuarenta y cinco años que no sabía

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