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Una apuesta desconocida


Enviado por   •  15 de Febrero de 2015  •  2.412 Palabras (10 Páginas)  •  107 Visitas

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Una apuesta desconocida.

—Mi nombre es Padre Taxi y no sé nada de un tal Andrés Burgos —respondió el señor de cuarenta y dos años, vestido con una sotana y un letrero colgando en su espalda que decía Libre en letras blancas y grandes, sobre un fondo rojo—. Soy un indigente más de esta maldita ciudad.

—Vamos Andrés, usted no me engaña, no se sabe todos los días que un hombre millonario acaba mendigando en las calles; le conseguiré una deliciosa hamburguesa y tal vez dinero para que sobreviva un mes sin necesidad de rascar por sobras —respondió el reportero, vestía un traje café barato, la camisa manchada y sobre estirada. Un oportunista.

Taxi dio vuelta en la calle cuarenta y dos, acariciando paredes, huyendo como desesperado en cámara lenta. Se detuvo un momento para escuchar a Edith Piaf que cantaba gracias a un fonógrafo distante y se arrepintió del pequeño placer al percatarse de que el reportero le seguía a distancia dispuesto a obtener sus palabras.

—Ratas, todos ustedes son unas ratas —susurró Padre Taxi y caminó distraído, el reportero lo siguió apresurado en las viejas calles oscuras.

La gente se atravesó en el camino de Padre Taxi, dificultándole el paso; miró sus trajes de corte inglés, los vestidos largos y discretos de las damas así como sus sombreros vistosos llenos de plumas y adornos, todos iguales, casi en serie.

Taxi recordó su pasado y se entristeció al saber que había perdido el placer de vestirse bien. Sus gemelos de plata, su colección de corbatas. No volvería a tener el gusto de regalar un abrigo de piel lujoso a una mujer para conquistarle.

—No sea tonto —insistió el reportero, jalando a Taxi de sus recuerdos.

—No lo soy —miró Padre Taxi de reojo al reportero y sonrió hipócrita—. Que tenga buenas noches, la calle me espera. El reportero miró al indigente ser tragado por la multitud y sintió a la noche siniestra.

—Que se lo lleve el diablo Andrés Burgos, ésta es la venganza de la Ciudad —dijo el reportero y frunció el ceño, gotas cayeron del cielo y las risas se volvieron más estridentes.

La maldición de Padre Taxi: El frío estallaba a su alrededor, lo que tocaba su corazón inmundo y pobre se volvía y nunca tenía un momento de paz y tranquilidad, temiendo la constante amenaza de la ciudad que le vigilaba con sus ojos celestes. Andrés Burgos fue el hombre más rico de la Ciudad de Jaramillo hasta que la ironía le hizo perder toda su riqueza en una apuesta desconocida. Andrés Burgos era cruel, le perteneció toda la ciudad y la gente le odiaba por ello. La misma ciudad, como una entidad divina, le tenía rencor. Y de esa manera fue como la suerte se puso en su contra para ganar una apuesta desconocida contra el Hombre Sin Rostro.

Cuando la ciudad fue tomada por el Hombre Sin Rostro, empeoró la situación y aumentó el rencor contra Andrés Burgos, o el llamado, Padre Taxi.

Padre Taxi miró las sombras de millares de soldados en el callejón avanzando por las calles que formaban burlonas sonrisas y el sonido de pasos marcados y perfectamente sincronizados era la risa. El ejército del Hombre Sin Rostro avanzó, haciendo la guardia nocturna. No había bullicio a esa hora de la noche, era el toque de queda, los cafés y los cines de matinée se vaciaban y se cerraban a la hora precisa.

—No me encontrarán —dijo Padre Taxi, tirado contra la pared, comiendo los restos mohosos de un jitomate.

El viento silbó hacia la dirección de Padre Taxi, los soldados, conocedores de los signos de la ciudad, prestaron atención y marcharon hacia allá; Padre Taxi apresuradamente se levantó y maldijo a Jaramillo que siempre lo delataba en los mejores momentos.

No todos los días se encontraba un jitomate en buen estado.

—Aléjate —gruñó Padre Taxi—. No estoy destinado a amar ni a cuidar a nadie, todo lo que toco se hace pobre e inmundo.

El niño de la calle acomodó su gorro y miró confundido a Padre Taxi.

—Te pido una moneda a ti que siempre lo tuviste todo, nunca compartiste nada. ¿Quién dice de amar? Yo soy grande y pues me cuido solo.

Padre Taxi carcajeó.

—¿Lo ves? Pobre e inmundo. Estoy maldito. Lárgate y cuídate solo entonces, pinche chamaco.

El niño le dio la espalda y se alejó desconsolado.

Padre Taxi caminó perdido y distraído, miró la ventana de una cafetería y se acercó para observar por la ventana a la gente que educadamente le ignoró. Padre Taxi miró una tele que estaba instalada en el interior de la cafetería. En ella reconoció al conductor del noticiero quien hablaba sin sonido.

Un letrero editado apareció en el programa, éste decía: “Von Lurendberg” y justo arriba del letrero aparecía la foto de un hombre grande, fuerte, que daba la espalda, su rostro indefinido, su cabello era rubio y relamido hacia atrás como estaba de moda, en la silueta de sus labios se podía ver que sostenía un puro.

Ahí está —pensó Padre Taxi—. Ahí está el Hombre sin Rostro. El que le robó todo a Andrés Burgos. ¿Lo miras? ¿Puedes ver de qué color son sus ojos? ¿Tiene labios gruesos o delgados? ¿Cejas espesas o delineadas? ¿Es nariz chata o larga? ¿Será alemán u holandés?

El hombre de las noticias continuó hablando, Padre Taxi se dio cuenta que todo mundo en la cafetería veía la televisión y sus rostros antes animados por alguna plática se volvieron rencorosos. Todos voltearon a mirar a la ventana y escudriñaron a Padre Taxi con más odio que nunca.

—Todos son unas ratas —susurró y después gritó Padre Taxi—: ¡Púdranse! ¡Qué se los trague la ciudad como a mi!

Padre Taxi dio la vuelta bruscamente y sintió como el letrero de LIBRE golpeó contra su espalda, regresándolo a su cárcel.

Taxi se recostó en la acera, miró la noche que era la señal de que esperaba todos los días que parecían eternos, la Ciudad callaba en el momento que las estrellas se asomaban y entonces había un breve rato de descanso. La Ciudad y Taxi descansaban el uno del otro y se preparaban para el siguiente día como grandes oponentes en una guerra.

Solo los desperdicios de la Ciudad rondaban, y tanto ellos como Taxi, odiaban Jaramillo, se podría decir que estaban en el mismo bando en ese aspecto, hasta que los indigentes, los borrachos, los asesinos y los locos reconocían al

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