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Cazadores De Microbios


Enviado por   •  8 de Febrero de 2015  •  5.670 Palabras (23 Páginas)  •  154 Visitas

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Con la fiebre amarilla fue distinto, no hubo disputas.

Todo el mundo está de acuerdo en que Walter Reed, que era el jefe de la Comisión para el estudio de la fiebre amarilla, era un hombre cortés e intachable, indulgente y lógico; no cabe la menor duda de que tuvo que arriesgar vidas humanas, sencillamente porque los animales no contraen esta enfermedad.

Walter Reed

Walter Reed, (13 de septiembre de 1851 - 23 de noviembre de 1902)

También es cierto que el ex leñador James Carroll estuvo dispuesto a arriesgar su vida para comprobar la teoría de Reed, que tampoco se perdía en sentimentalismos cuando se trataba de arriesgar la vida de otros para comprobar una afirmación suya que podía ser no trascendental.

Todos los cubanos que fueron testigos oculares de los hechos, están de acuerdo en afirmar que los soldados norteamericanos que se ofrecieron voluntariamente como conejillos de Indias para los experimentos, demostraron un valor poco común. Todos los norteamericanos que también se encontraban en Cuba en aquella época, están seguros que los inmigrantes españoles que se prestaron como conejillos de Indias para las pruebas, no fueron valientes, sino ambiciosos, pues ¿acaso no recibieron doscientos dólares cada uno en pago a sus esfuerzos?

Podríamos declarar que la suerte fue demasiado cruel con Jesse Lazear, pero él tuvo la culpa. ¿Por qué no se sacudió del dorso de la mano aquel mosquito, en lugar de dejarlo que se inflara de sangre? Además, el destino ha sido benévolo con su memoria: en su honor, el gobierno de Estados Unidos ha dado el nombre de Lazear a una de las baterías de la bahía de Baltimore, y con su viuda ha sido más que generoso ¡pues le concedió una pensión anual de mil quinientos dólares! Así pues, en la historia de la fiebre amarilla no hay discusiones; por eso es agradable contarla. Pero aparte de esto, es absolutamente necesario divulgarla, porque constituye la reivindicación de Pasteur, que por fin podrá decir al mundo desde su tumba: «Ya lo había dicho yo»; pues resulta, que en 1926 apenas si queda en el mundo veneno de la fiebre amarilla suficiente para cubrir la punta de seis alfileres, y dentro de pocos años no quedará sobre la tierra la menor traza de virus; se habrá extinguido tan completamente como los dinosaurios, a no ser que a Reed se le haya escapado algún detalle en los admirables y espeluznantes experimentos que llevó a cabo con los inmigrantes españoles y los soldados norteamericanos.

La extinción de la fiebre amarilla fue obra de la gran lucha conjunta sostenida por una camarilla extraña. La inició un viejo muy singular, adornado con amplias patillas, el doctor Carlos Finlay, quien hizo una conjetura estupendamente acertada, a pesar de que como experimentador era un chambón, y de que todos los cubanos y médicos eminentes le tenían por un teórico chiflado.

Lo cierto es que todo el mundo sabía exactamente cómo combatir la fiebre amarilla, aquella plaga terrorífica, pero todos y cada uno diferían en el método. Unos decían: hay que fumigar las sedas, telas y objetos pertenecientes a las gentes, antes de que abandonen las ciudades infectadas de fiebre amarilla; otros opinaban: eso no basta, hay que quemarlas, enterrarlas, destruirlas por completo, antes de que puedan entrar en las ciudades donde no haya fiebre amarilla. También había quien recomendaba no estrechar la mano a los amigos cuyas familias estaban atacadas de fiebre amarilla, y, más allá, alguien sostenía que al hacerlo no se corría ningún riesgo; era preferible quemar las casas donde se hubieran dado casos de fiebre amarilla: no, bastaba fumigarlas con vapores sulfurosos. Pero en este mar de opiniones, tanto en América del Norte, como en la del Centro y en la del Sur, todos estaban de acuerdo, desde hacía más de dos siglos, en un punto: cuando los habitantes de una ciudad empiezan a ponerse amarillos, a docenas, a cientos, y a tener hipo y vómitos negros, lo único que cabe hacer es abandonar apresuradamente la ciudad, porque el asesino amarillo tiene el poder de atravesar los muros, de deslizarse por el suelo, de aparecer repentinamente tras las esquinas, y hasta de cruzar el fuego; puede morir y resucitar de los mismos muertos.

Después de que todo el mundo, incluso los mejores médicos habían luchado contra este asesino, con los métodos más contradictorios imaginables, la fiebre amarilla seguía matando, hasta que de pronto se hastiaba de matar. En América del Norte esto siempre ocurría con las primeras heladas de otoño.

Hasta ahí llegaban los conocimientos científicos de la fiebre amarilla, en 1900. Pero de entre las grandes patillas del doctor Finlay, en La Habana, salía su voz que clamaba en un desierto de desprecio: « ¡Se equivocan! ¡La causa de la fiebre amarilla es un mosquito!»

II

El estado de cosas en San Cristóbal de La Habana andaba muy mal en 1900. La fiebre amarilla causaba más víctimas entre los soldados norteamericanos que las balas de los españoles. No se trataba de una enfermedad que, como la mayoría, mostrase preferencia por las gentes pobres y sucias, pues más de la tercera parte de los oficiales del Estado Mayor del general Leonard Wood había muerto, y como todos los militares saben, los oficiales de Estado Mayor son los más higiénicos de todos los oficiales, además de ser los mejor cuidados. Las órdenes del general Wood habían sido terminantes: La Habana fue objeto de una limpieza a fondo; y los cubanos sucios y felices se convirtieron en cubanos limpios y desgraciados. «No quedó piedra sin remover», pero todo en vano. ¡Había más fiebre amarilla en La Habana que en los últimos veinte años!

La Habana cablegrafió a Washington, y el 25 de junio de 1900 llegaba a Cuba, a Quemados, el comandante Walter Reed, con órdenes de «prestar especial atención a los asuntos relacionados con la causa y prevención de la fiebre amarilla». Era una orden abrumadora, y si consideramos quién era Walter Reed, diremos que era una orden extralimitada. ¡El mismo Pasteur se había ocupado ya de esta cuestión! Es verdad que Walter Reed tenía cierta capacidad, pero no era lo que se llama un cazador de microbios. Era, sí, un excelente soldado; durante más de catorce años sirvió en las llanuras del Oeste y en las montañas; fue un ángel valeroso volando en medio de las tempestades de nieve para acudir a la cabecera de los enfermos; se había apartado de los peligros de vaciar botellas de cerveza en compañía de los oficiales, y resistido las seducciones de las noches de jolgorio dedicadas al póquer. Era moralmente fuerte y apacible, pero se necesitaba ser un genio para sacar de su guarida al microbio de la fiebre amarilla;

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