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El Valor De La Vida Humana


Enviado por   •  12 de Agosto de 2013  •  2.342 Palabras (10 Páginas)  •  326 Visitas

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El Valor de la vida humana.

Todos los códigos éticos que se conocen incluyen, de una manera o de otra, la prohibición de matar a un ser humano. Y a la vez, tratándose de sociedades o grupos suficientemente amplios y complejos, todos los códigos aceptan de una u otra forma, casos en los que se considera legítimo matar a un ser humano, muchas veces las excepciones se hacen en favor de intereses del grupo dominante dentro de esa sociedad. En teoría, los principios supremos apuntan a valores incuestionables y universalmente aceptados, en este caso, la vida, pero la realización de esos valores

en la vida real, puede entrar en conflicto con la realización simultánea de otros valores, o de esos mismos referidos a otros individuos.

A través de la solución que se les va dando a esos conflictos entre valores, los principios se van concretando en normas de conducta, que generalmente incorporan otros elementos que hay que tener en cuenta, y que constituyen una matización, modificación, y hasta una parcial suspensión de esos principios, en determinadas situaciones. El conocimiento moral concreto, no consiste sólo en

reconocer bajo qué principios caen las conductas sobre las que se trata de emitir un juicio moral, sino también en saber detectar bajo qué circunstancia moralmente relevantes, introducen modificaciones de las normas morales, que hace que nos podamos responsabilizar no ya del principio abstracto, sino de su aplicación en situaciones concretas y complejas. A la hora de emitir juicios morales, hay que excluir las apreciaciones subjetivas y todas aquellas otras que son meramente espaciales o temporales. Es decir, que es inadmisible moralmente, si algo es bueno y recomendable cuando lo hago yo, no puede ser malo y desaconsejable por el mero hecho de hacerlo tú. Lo que ayer era bueno aquí, lo seguirá siendo mañana y en cualquier lugar, a menos que las circunstancias de tiempo y lugar lleven consigo otras modificaciones cualitativas que hagan modificar el juicio moral. Pero en ese caso, siempre que se den las mismas circunstancias, la misma acción merecerá el mismo juicio moral. La raíz del problema, a la hora de valorar moralmente una

acción es la complejidad de las situaciones humanas y los posibles conflictos valorativos que lleva consigo actuar en ellas. La verdadera dificultad consiste en determinar qué aspectos son éticamente relevantes y cuáles no lo son, a la hora de modificar o mantener, adaptar o suspender la aplicación de un principio moral a un caso concreto. Sólo a través de la confrontación entre los principios puros y las situaciones reales y complejas en que hay que aplicarlos, suelen aflorar aspectos complementarios que hay que tener en cuenta a la hora de hacer justicia a las diferentes dimensiones de lo humano, que entran en juego, o que están en

conflicto en las situaciones en que tenemos que actuar. Precisamente es esto lo que pretendemos hacer en este trabajo, en cuanto al valor de la vida humana, examinar la tradición del pensamiento bíblico judío y posteriormente cristiano, para constatar si los principios se aplican de la misma manera en diferentes circunstancias. Si se afirma que la vida humana es sagrada e inviolable ¿qué

razones pueden existir para admitir excepciones como las apuntadas más arriba: eutanasia, aborto, suicidio, guerra, pena de muerte, o en los casos de la llamada legítima defensa? En el Antiguo Testamento, el Decálogo prohíbe genéricamente el homicidio: “No matarás” (Éxodo 20, 13 y Deuteronomio 5, 17). Pero el mismo libro del Éxodo se encarga, unos capítulos más adelante, de restringir, en cierta medida, la prohibición: “No matarás al inocente y al justo” (Éxodo 23, 7) y un par de capítulos antes, por ejemplo en Éxodo 21, 12 el legislador sagrado expresaba: “Los asesinos deben ser castigados con la muerte”. En la Teología Moral tradicional, la

Sencillez del “No matarás” pasa también a volverse más compleja. Leíamos en los tratados clásicos: “No matarás a no ser que tengas que defenderte de un injusto agresor, que estés legitimado por la autoridad pública competente para ejecutar una sentencia capital (pena de muerte), o que se trate de enemigos en guerra justa”.

En los tres casos mencionados como excepción, hay un elemento común: se trata de vida de “culpables”, sea de agresores actuales, en el primer caso, o de malhechores merecedores de castigo, en los dos últimos. Entonces, el principio general “no matarás” sólo tenía validez cuando se trataba de la vida de un inocente, es decir, que la vida del inocente era la única inviolable. En cuanto a la guerra, su legitimidad se fundamentaba reclamando para la misma, el carácter de situación colectiva de legítima defensa, en este caso se justificaba llamándola “guerra defensiva”. En otros casos se invocaba el derecho del Estado a castigar a los malhechores, no sólo individuales (pena de muerte) sino constituidos en ejército de otro Estado, y en este caso se le llamaba “guerra punitiva”.

En resumen, inviolable para la Teología Moral tradicional, repetimos, sólo era la vida del inocente, justificando en el caso de agresión contra la propia vida, la defensa hasta la muerte del agresor. En cuanto a la autoridad civil, puede castigar con la muerte a los reos de determinados delitos graves. A simple vista nos damos cuenta que no se aplica, en ninguno de los casos mencionados hasta ahora, la recomendación de Jesús de no devolver mal por mal, o de poner la otra mejilla (Mt. 5,38 y siguientes y Lc. 6, 29 y siguientes, así como Romanos 12, 19 a 21). Llegados a este punto nos preguntamos ¿Es la culpabilidad del agresor o del reo de delitos graves –delitos de sangre generalmente- motivo suficiente para que deje de aplicarse el principio de la inviolabilidad de la vida humana, el “no matarás” bíblico? También el reo de delitos graves de sangre, o el agresor injusto tienen, tienen como persona, una dignidad y un valor trascendente; también sus vidas son un bien incuestionable En la actualidad, la inmensa mayoría de los

Estados, al menos en la cultura llamada occidental, defienden que la culpabilidad del agresor o del reo de delitos de sangre, baste por sí sola, para dar por válida la acción de matar o bien al agresor, o bien al reo culpable. Es la relación conflictiva

existente entre la acción del agresor o del malhechor y la vida de otras personas, lo que hace replantearse el principio de la inviolabilidad de la vida, y esta dimensión de conflictividad puede estar presente en toda vida humana.

Santo Tomás de Aquino, al plantearse la cuestión de si es lícito en algún caso, matar, responde que, si se considera la vida humana en sí misma, en qué es y en de quién es, no es lícito matar a nadie. Este sería el nivel de lo que hemos llamado “principios puros”. En cambio, cuando se considera la vida humana en relación con otras cosas, por ejemplo, en relación con la vida de otras personas, o con el bien común de la sociedad, entonces es lícito matar al culpable. La razón la ve

Santo Tomás en que la culpabilidad es destructora de la convivencia, del bien común, mientras que la inocencia, nunca lo es, sino todo lo contrario.

Antes de seguir adelante con los elementos que pueden darnos una idea del valor de la vida humana, hemos de hacer una aclaración, tan sólo buscamos sacar a la luz, los elementos fundamentales que están en juego en la tradición del pensamiento moral de la iglesia, a lo largo del tiempo. Hay planteamientos y resultados de esa tradición que difícilmente pueden hoy ser asumidos

de forma literal Nadie defendería hoy la pena de muerte, apoyándose en estos principios, es más, casi nadie defiende hoy la pena de muerte.

¿Cómo pensaban o cómo valoraban, en la Teología Moral tradicional, el caso de la persona que habiendo perdido el juicio (caso de demencia), efectúa una acción que daña el bien común, o amenaza de muerte a una persona o a un grupo de personas? Evidentemente en este caso se dejaba de pensar en él como alguien objetivamente inocente por el hecho de no estar en posesión de sus facultades mentales, aunque subjetivamente, pueda seguir siendo inocente, y esto los llevaba a considerar, en los casos extremos, que la acción de matarle no puede apoyarse en si es inocente subjetivamente o culpable objetivamente, y entonces pasaba a ser el daño grave causado, o la amenaza inminente de que lo causara, la justificación moral para quitarle la vida. Normalmente solemos hablar del derecho a la vida, y del homicidio, como una violación de este derecho, pero no siempre, ni en todos los casos, la argumentación jurídica y a veces la moral, están claros. Tal es el caso del suicidio, y de ahí los temas de la muerte libremente elegida, el suicidio asistido, y la

eutanasia.

A primera vista, no atenta contra la justicia quien quita la vida a otro a petición de ese otro. De la misma manera, el suicidio no parece ser un atentado contra la justicia, si se entiende por justicia en el sentido no religioso de la palabra. Esto nos lleva a plantearnos, de modo reflexivo, la relación entre la propia vida y la libertad de la persona y abre un abanico de serias interrogantes. ¿Por qué no puede una persona lícitamente, renunciar a seguir viviendo y poner fin a su vida, bien él mismo o pidiéndoselo a otro? Si hay constancia de la libre determinación de una persona de acabar con su vida ¿por qué no es lícito acceder a darle muerte? ¿Es la vida un derecho o un deber? Difíciles preguntas y aún más difíciles respuestas desde el punto de vista jurídico y desde el plano moral.

La ilicitud del suicidio viene, desde hace dos mil años, se fundamenta en la Teología Moral, afirmando que Dios es Señor de la vida y que, por tanto, nadie puede disponer a su propio antojo de ella. Dios es el Creador y el hombre es su criatura y debe su existencia a Él, como su origen y como su fin. Toda prohibición de suicidio tiene como trasfondo el sentido trascendente de la existencia humana. En esta perspectiva, el hombre se siente vinculado con una instancia que le sobrepasa, le desborda, y de la que él no puede disponer a su arbitrio, y de la que no puede, responsablemente, desligarse sin traicionar a la vez, su condición de ser humano... Si falta esta apreciación, no se ve porqué la libertad humana, en determinados supuestos en que no se daña a otros, no puede disponer de la propia vida. La dificultad estriba en la formulación jurídica en que se presenta la prohibición, y que suele expresarse más o menos así: “Dios es el dueño de la vida, nosotros somos meros administradores o usufructuarios de ella”. Esta

forma de enfocar el asunto puede llevar a un positivismo moral en que la prohibición del suicidio termina siendo infundada, y acaba corriéndose el peligro de que Dios no sea tomado en serio o se compara el suicidio con la destrucción de bienes ajenos, puesto que la vida no es mía, si yo la destruyo estoy atentando contra la propiedad ajena, en este caso de Dios.

Hemos pasado revista sobre los planteamientos morales relacionados con la vida y la muerte, y ello ha puesto de manifiesto determinadas lagunas y algunas incoherencias. Como recapitulación de lo dicho hasta aquí y punto de partida para una profundización ética y antropológica sobre el valor de la vida humana, sería bueno recoger los dos ejes axiológicos que sirven de coordenadas para situar los problemas éticos que pueden surgir en cuanto al tema de la vida y la muerte.

El primer eje es considerar la vida como un bien radical de la persona humana, que no sólo es condición indispensable para existir como persona, sino también de su actuación ética y de cualquier otro bien superior, y como tal participa del valor absoluto de la persona que debe ser tomada como fin y no como mero medio. En principio, toda vida humana es inviolable y merece ser respetada, conservada y promovida. La vida humana hay que considerarla en sí misma como un bien, pero es imposible ignorar la perspectiva racional, esfera en la que generalmente surgen los conflictos. La vida humana es radicalmente corporal y social, de ahí que puedan surgir y de hecho surgen conflictos entre las acciones y la vida de los unos y las acciones y la vida de los otros. Unos conflictos serán voluntarios, otros involuntarios; unos serán culpables y otros no. Esos conflictos deben ser evitados o reducidos al mínimo, puesto que toda vida humana merece respeto.

Pero cuando los conflictos son inevitables, no basta con la proclamación abstracta y aplicación rígida de un solo principio, tampoco es éticamente aceptable que aspectos sin suficiente peso, hagan renunciar a la defensa de la vida humana en algún caso concreto. La vida humana siempre será el primer valor que debe defenderse, y le siguen aquellos valores que tienen que ver con la dignidad de

la persona. La vida no es el valor supremo, pero sí el más básico y constituye por eso, el primero de los derechos.

El segundo eje valorativo puede, en cierto modo, considerarse una concreción del anterior y pone sobre el tapete de las reflexiones éticas una estructura antropológica ya ampliamente conocida aunque no se le haya prestado suficiente atención, al plantearse los temas morales sobre la vida y la muerte. El ser personal, llamado a ser sujeto activo y responsable de su propia trayectoria existencial, tiene como características centrales la razón y la libertad. Es de capital importancia situar adecuadamente la libertad en el ámbito de la vida humana, y situar la vida humana, en el ámbito de la libertad.

Nadie elige su vida, sino que la vida humana es siempre un dato previo a la libertad. Cuando la libertad aparece, si llega a aparecer, han transcurrido años de condiciones materiales y sociales favorables. Pero ser libre es tener derecho a inventarse un futuro. La libertad puede la propia vida en beneficio de otros. La vida sin libertad es indigna; la libertad sin vida es un sueño prometeico totalmente inviable. Vida y libertad se despliegan desde la naturaleza y ante la mu

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