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Hilo de araña

rafaelsimonh4868Apuntes9 de Octubre de 2019

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Hilo de araña

Seudónimo: Fuenteblanca

En mi cabeza hice distintas representaciones de su estructura, cuando supe de ella por primera vez. La imagen que cobró mayor fuerza fue la del firmamento compuesto por un número impreciso de pasajes, con vastas conexiones que comunicaban redes subalternas y principales, continuamente. Hoy puedo afirmar que la red es interminable, una forma del espacio absoluto o, por lo menos, lo que los hombres llamamos absoluto cuando no podemos encontrar palabras para nombrar el todo.

Baste, por ahora decir, que la red es una ventana cuyo rectángulo es accesible y remoto.

Cuando la trajeron a casa –encarnada en dispositivos ingeniosos-, y la pusieron sobre la mesa, imaginé todos y cada uno de los conocimientos del universo colocados por escrito en piedras, tablillas de arcilla, papiros o pliegos de papel desde tiempos distantes, traducidos a los bits y a los bytes de aquella máquina enlazada a un tejido vivo, cuya mayor virtud era al mismo tiempo su mayor defecto: a sus revelaciones, benignas o malignas, podía acceder cualquiera.

La conectamos de inmediato. Con sólo un golpe del dedo índice, y luego del rechinar de sus vísceras, de aquella suerte de ser agazapado emergía un mundo que se aferraba a los objetos revueltos en la simpleza de la habitación. Era un aparato que servía para buscar, a veces con palabras insensatas, la comprensión de la existencia humana en textos de medicina, literatura o filosofía; o en arcanos astrológicos, el sentido de algunos significados, pero como quien escudriña los sueños o las líneas confusas de la mano.

Estos sentidos, presentados en líneas verticales y horizontales, formaban estampas tridimensionales que conducían, eternamente, a nuevos lugares, en donde el hombre común y corriente sólo podía hallar el conocimiento por obra del azar o de almas malignas.

El universo contenido en ella, con su disperso equipaje de tomos enigmáticos y de tenaces escaleras para el navegante, era indescifrable, pues lo que se proponía era un nuevo paradigma del saber. El receptáculo de vinil y vidrio hablaba cientos de idiomas, y con sólo intercambiar todas las posibles combinaciones de los veintinueve símbolos alfabéticos inundaba el espectro.

Mediante un simple mecanismo podíamos ingresar a los puntos de conexión, y desde ellos no sólo disponíamos de la información, sino que la atesorábamos para siempre.

Para arrancar el sistema encendíamos el aparato apretando un botón. Sobre la pantalla de aquél portento aparecían una serie de iconos que identificaban una función o una tarea a los cuales les dábamos un nombre, y con esa adjudicación, una personalidad y una función. Allí, en esas carpetas y archivos, almacenábamos todo.

Todo: la historia minuciosa del pasado, del presente y del porvenir, las autobiografías de los hombres comunes, el catálogo fiel de leyendas y mitos, miles y miles de escritos falsos, así como la evidencia de documentos indudables. El Evangelio según Jesucristo, y los comentarios acerca de ese evangelio, podían ser leídos en sus repertorios, así como la relación palmaria de todas las muertes ocurridas en las guerras y en la vida diaria; la traducción de cada libro impreso en cualquier lengua, las inserciones hechas a todos los textos y sus correspondientes fe de erratas; y todas, pero absolutamente todas, las fotografías tomadas alguna vez, incluso las fotos familiares.

Sin embargo, era difícil reconocerse en aquél vano de luz. Nadie podía conjeturar adónde llevaba la ventana conectada al módulo instalado en la pared, pues nadie la poseía.

La normalidad de la casa, como era de suponerse, se alteró. Ya nada fue igual. Los enseres modificaron su apariencia y adquirieron anchuras y distancias inauditas debido al tejido de seda con el que se cubrió todo el recinto. La cotidianidad sucumbió ante el énfasis de la luz que emergía como una lámpara celestial. Las cortinas de la ventana de la habitación en donde la instalamos, desde ese día permanecieron cerradas. Sólo tenía lugar la claridad que, desde el breve espacio de la pantalla, iluminaba con abundancia el cuarto. El chorro de irradiación artificial penetró los lomos de los libros, la pila de periódicos arrumados y los documentos escritos en papeles sueltos, para modificar la escritura impresa.

Iluminó los rincones, poniendo al descubierto el hilado de telas orbiculares en donde vivían las formas, imprevistas, de pequeñas arañas que tejían sus lienzos en las hendiduras de las paredes. Y se posó, muy particularmente, sobre la foto familiar que éramos mi mujer, mis hijos, el cachorro bull-terrier –a quien llamábamos Borges-, y yo; subyugados, ahora, por la maravilla tecnológica.

Era como si el artefacto recién adquirido hubiese cristalizado el tiempo, dándole a los objetos nuevas cadencias. A cualquier hora del día podían ocurrir eventos inesperados. Con sólo colocar una palabra en un buscador, aparecían extensos listados que explicaban y enmendaban, en algunos casos, los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos asombrosos para su porvenir. Todo en una especie de escritura sin secuencia, un texto bifurcado, que nos daba a elegir en medio de una puerta interactiva.

Bloques de textos -o de vidas-, conectados entre sí por nexos que formaban renovados derroteros, atados a un hilo de araña con el que podíamos entrar y salir del laberinto, como continuos convalecientes del deseo.

Aunque estuviese apagada, la máquina parecía respirar siempre. Era como si constantemente indagara el universo de la casa, a escondidas, durante las más insólitas horas. Era como si a sus oídos llegasen ruidos del cosmos que la activaran; voces imperceptibles, señales, quizás, de otros ingenios. Cuando se encendía, de su claustro brotaban murmullos impregnados de ruidos metálicos, que absorbían la nebulosa de los muebles de nuestra cotidianidad: de las ventanas vacías, de las plantas ensimismadas, de los libros en reposo, como sapos; de las ropas cansadas, que dormían sobre sillas; o se paseaba como un fantasma alrededor de los cuerpos iluminados.

Su piel despedía un olor, sólo perceptible por olfatos refinados y poderosos. Como un elefante enano, se encaramaba sobre el escritorio y los estantes de la biblioteca, feliz de sus siete vidas, solazándose y restregándose contra los cristales de los armarios como si hubiera dado al fin con las partículas vitales del esclarecimiento humano.

Al cabo de un tiempo de estadía en la casa consiguió un amante, otra máquina que reproducía imágenes hasta el agotamiento; un artefacto que presentía sueños de efigies: La Biblioteca de Alejandría, la imprenta de Gutenberg, la propia invención de la red.

Con la luz de su mecanismo, escudriñaba y lograba ver entre tanta oscuridad las destrezas silenciosas de un ratón que sudaba y levitaba satisfecho, sobre todo, en la luz de la madrugada. La máquina acariciaba al pequeño roedor, lo mordía, lo lamía, lo olía, lo despertaba; y el otro, sorprendido, la halagaba y la tocaba con la lengua del cursor.

Codiciosos, mi familia y yo, abandonamos la tecnología que nos había endulzado la vida hasta entonces. Como peregrinos en tierras extrañas, disputamos el conocimiento en los corredores estrechos recién descubiertos. Arrojamos los libros mentirosos al fondo de las cuevas, lo que significó convertirnos en el blanco de oscuras maldiciones. Sin embargo, nos sentíamos dueños de un tesoro virgen y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera. La presencia del universo quedó demostrada, y sus contornos ocuparon bruscamente las dimensiones ilimitadas de una nueva expectación.

“La red es Dios”, dijo mi mujer.

En el pleno goce de la máquina, al principio, mi esposa y mis dos hijos me acompañaban. En ocasiones, todos, como en una fiesta, nos reuníamos a su alrededor para mirar a través del cancel las imágenes trémulas. Por ahí entrábamos a una especie de escalera espiral, que se abría y se engrandecía hacia lo alto. De cuando en cuando, un espejo duplicaba fielmente las apariencias.

Contra toda sospecha, nuestra fascinación, fundamentada en la complicidad del misterio, compartía en avenencia con las revelaciones del aparato. La Piedad, de Miguel Ángel; El Pensador, de Rodin; la mujer en el alféizar o las festividades del baile y la lluvia, fueron motivos visuales que comenzaron a salir de ella. Imágenes en silencio, algunas veces. La constatación de un enigma, en todo caso, que se revelaba semejante a lo visible, aun en el recuerdo. Eran inspiraciones sensoriales, lo supe después, que convocaban la memoria imaginaria para captar nuestra atención. Aun la de Borges, el cachorro bull-terrier, que luego de agotarse en apesadumbrados ladridos, se quedó absorto contemplándola, envuelto en tela de araña.

Algunas costumbres afirman, según lo revelado por la propia red, que los animales ven cosas que ni siquiera los místicos visionarios son capaces de ver.

Nuestros hijos –Sandra y Javier-, comenzaron a pasar largas horas en la penumbra de la percepción de los juegos infantiles reunidos en el artefacto. La diversión, para los dos niños, comenzó a estar recluida en una habitación oscura que sólo podía ser visitada a hurtadillas. Era como si la recreación y el regocijo debiesen ser observados a escondidas, porque la máquina, ambulante de conocimientos, no sólo contenía un muestrario con el que se podía invocar la práctica entusiasta de la alquimia y el ejercicio erudito de la medicina molecular, sino también el entretenimiento y el placer.

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