LA Quimio Sisas
juan96r29 de Abril de 2013
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Irene
tocó el violín con furia hasta que sintió humedad bajo los
dedos de su mano izquierda.
Detuvo el arco en el aire, levantó los dedos y miró sus
yemas: sangraban. Ver la sangre no le causó sorpresa. La
contemplaba. Nada más. Parecía mirar heridas ajenas, rígida.
Respiraba con agitación, pero solo su pecho se movía en
la habitación.
La sangre, de un rojo violento en las yemas de los dedos,
no tenía color sobre el mástil negro del violín. Gotas oscuras,
viscosas. Y las del sudor caían por la frente de Irene,
por su espalda, por su pecho.
Dejó el violín sobre la cama y sacó un paquete de pañuelos
de papel del cajón de la mesa de noche. Fue secando
cada dedo, limpiándolo, ajena al dolor. Miraba el pañuelo
arrugado, las estrías rojas de la sangre sobre el blanco, y lo
dejaba caer en la papelera.
Cuando acabó guardó el violín en su estuche y buscó
en el cajón de la cómoda, hasta que encontró, debajo de su
ropa interior, una cinta magnetofónica. La levantó y la miró
por encima de sus ojos. Se acercó con ella al equipo, la introdujo,
se puso los auriculares y retrocedió hasta la cama.
Se dejó caer con los ojos cerrados y un brazo sudoroso sobre
ellos.
Durante algunos minutos escuchó a través de los auriculares,
inmóvil. Se levantó y buscó entre sus discos compactos,
hasta que encontró el que buscaba: la variación para
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piano y violín 360 de Mozart. Lo puso en el equipo y
desconectó los cascos. Subió el volumen y volvió a la cama,
a tiempo para escuchar por los altavoces el inicio de la sonata.
Una melodía sencilla al piano, apenas un esbozo, casi
nada. Pero el esbozo crecía, y cuando el violín entró para
subrayarla, la melodía se convirtió en un torrente de música
exacta y, al mismo tiempo, vaporosa.
Irene se levantó de la cama de un salto. Se acercó a su
mesa, sacó un cuaderno del cajón, lo abrió, se sentó en el
borde de la silla y escribió:
Se llama Tomi
y dentro de menos de una hora le voy a pedir que
decida sobre su vida. Y no sé si tengo derecho a hacerlo.
Ni siquiera sé si él mismo es capaz de decidir
nada.
Escribo estas líneas escuchando la sonata para piano
y violín 360 de Mozart. Pobre Mozart… Él tampoco disfrutó
mucho de la vida, ni de la belleza. Pero usó su
vida, descubrió belleza. Su mala suerte fue tener un
padre que le explotó de niño y le angustió con sus
quejas y sus exigencias cuando ya era adulto. Muchos
creen que decir eso es injusto, pero yo no, porque he
sentido en mi carne lo que significa que te roben la
infancia.
Tomi es pobre, y muchos dirían que es retrasado.
Yo no, ya no. Es inocente, es limpio de cuerpo y de
alma, y ve el mundo de una manera distinta, desde el
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mismo corazón de la música, donde no hay antes ni hay
después, donde no hay tú y yo, sino nosotros, todos.
Tomi vive en un rincón remoto del mundo, nadie le
aclama y nadie le reclama. Pero hasta ahora ha tenido
suerte: a cambio no es explotado, ni agobiado, ni culpabilizado.
A Mozart, la belleza que desveló le sirvió
para bien poco: para acumular amargura persiguiendo
una fama que nunca fue la misma que cuando era niño,
para ansiar un dinero que contentara de una vez a un
padre tiránico y le permitiera
...