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Quimera Dioses


Enviado por   •  7 de Febrero de 2015  •  2.285 Palabras (10 Páginas)  •  196 Visitas

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PRÓLOGO

El búho de Minerva sólo levanta el vuelo

a la caída de la noche

(Hegel, Filosofía del Derecho)

Mi experiencia religiosa comienza, a lo que recuerdo, con las inolvidables y frecuentes funciones de culto católico en la sombría iglesia parroquial. Desde que tuve uso de razón mi padre -católico sincero y ferviente- se preocupó de llevarme a cumplir con el rito dominical. Pero lo que más grabado quedó en mi conciencia infantil fueron las grandes escenificaciones del ciclo litúrgico: Navidad, Semana Santa, Corpus Christi. En esto de la escenificación pocos rivales tendrá la Iglesia católica. Con el paso de los siglos ha sabido seducir con atractivo sensorial de primera calidad. Los cinco sentidos resultan sacudidos por la emoción. La vista con la estudiada liturgia de las ceremonias teatrales escenificadas en el templo. El olfato, con el penetrante olor del incienso. El oído, con la maravillosa creación de la música sacra. El tacto, con el roce monótono y subyugante de las cuentas del rosario. El gusto, con el inefable contacto físico y místico a la vez de la hostia consagrada. Todo lo experimenté y de todo guardo imagen indeleble en mi memoria.

Pero, sin duda, lo que más huellas dejó en la hoja en blanco de mi mente fue esa pedagogía, mal llamada educación, que consiste en el adoctrinamiento y sutil esclavitud ideológica en los maravillosos años de la formación. Una ‘verdad’ impuesta por la autoridad de ‘los mayores’, inyectada a presión en la conciencia virgen, sin posibilidad de réplica, ni siquiera involuntaria, por el sumiso respeto de quien se sabe inferior. De lo cual no culpo a ninguno de ellos, pobres humanos esclavizados a su vez por ese mismo ‘meme’ religioso en cuya transmisión ponían tanto empeño, como si en ello les fuera la vida. Comprendo que este ambiente religioso ha sufrido una notable evolución en las últimas generaciones, que quizás encuentren ridículo dar crédito al ‘problema’ religioso íntimo y personal que a mí me afecta tan profundamente y al que intento hacer frente liberándome de los imaginarios fantasmas de mi infancia.

Conforme fui creciendo y viajando, no dejó de sorprenderme bastante la realidad urbanística de cuantas poblaciones visitaba. Todas ellas se habían desarrollado alrededor de una iglesia, que solía ocupar siempre el corazón del pueblo, destacando como la edificación más importante y ricamente construida, resistente al paso del tiempo, con notable ventaja a castillos, palacios, casonas y centros cívicos, no sólo por su tamaño y grandeza, sino, de ordinario, por su buena conservación. En los pueblos de España podrán faltar edificios públicos de autoridad civil, de recreación o de enseñanza, pero nunca una iglesia, con su

torre dominadora y vigilante sobre el resto del caserío. Nada diré de las ciudades de mayor población, con su catedral, colegiata, monasterios, iglesias y conventos, todos ellos edificios de singularidad y valor artístico extraordinario, en comparación con las demás edificaciones. Pocos palacios civiles hay que puedan competir en arte y riqueza decorativa con un retablo barroco de cualquier pueblo perdido en los bellos rincones de la geografía española.

Demasiado para que una mentalidad inmadura pueda ofrecer la más mínima resistencia. En una familia católica nací, en una ciudad y en un país de confesión católica me crié y jamás pensé dejarme subyugar por ninguna otra confesión religiosa. Ni mucho menos por el pecaminoso canto de sirenas que me conduciría al ateísmo. Pero el hombre propone y Dios dispone, máxima que vale tanto para un roto como para un descosido. Este breve relato de mi ‘conversión’ a la no-creencia, con la subsiguiente apostasía de la religión católica, no me produce ninguna alegría interior, contra lo que pueda parecer, sino un gran sufrimiento anímico por el tiempo perdido, por el posible dolor que voy a causar a quienes me aman o respetan, acusándome de una traición a la ‘tribu’, que no esperaban de mí. Pero puedo responder a todos que no hay mayor felicidad que la fidelidad a la propia identidad, el descubrimiento del error, del engaño y de la falsa verdad, la liberación de los ‘memes’ religiosos que condicionan nuestra vida, sobre todo la absurda noción de pecado, con que nos intimidan los predicadores del bien, hipócritas casi siempre, cuya impuesta autoridad es el más pesado lastre que ha de soportar el librepensador dueño de su cerebro, de su intimidad y de sus creencias.

Parece un sarcasmo, pero confieso que he encontrado la ‘luz de la verdad’, no en la doctrina aprendida, tan fervorosamente practicada y predicada, sino en los antípodas del credo religioso. En una palabra, pretendo desmitificar mis ‘circunstancias’ –siguiendo el léxico orteguiano- y librarme de las agobiantes telas de araña eclesiástica que me han impedido hasta mis últimos años de vida sacudir el yugo de la superstición. Espero, con este desahogo público, verme a mí mismo y al mundo que me rodea a la nueva luz de la ciencia contemporánea, fuente de gozo inenarrable, según manifiesta mi admirado Richard Dawkins.

Tardé en aceptar la existencia de ‘otras’ religiones, que el cristianismo no era la única propuesta de solución al misterio de la existencia y que era imposible, por tanto, que fuera la única ‘religión verdadera’; que los milagros, presentados como la prueba definitiva de la verdad del catolicismo, no eran privativos de los santos cristianos, ya que también había santos milagreros y prodigios inexplicables en las demás religiones; que la libertad de culto, sin la cual no hubiera prosperado el cristianismo en el mundo romano, había sido negada, incluso con derramamiento de sangre, por el cristianismo posterior; que los papas y obispos, autoconvencidos sucesores de Cristo y de sus apóstoles, lejos de haber llevado una

vida digna del fundador, sirviendo de modelo a sus fieles, habían sido en algunos casos grandes pecadores, ávidos de poder, avariciosos, lujuriosos, violentos, hipócritas y traidores a su supuesta fe, hasta el punto de que un historiador alemán ha podido reunir datos suficientes para escribir en varios volúmenes la Historia criminal del cristianismo.

Más tarde me enteré de que las dos primeras de las Siete Maravillas del mundo, el templo de Zeus en Olimpia y el de Artemisa en Éfeso, estaban consagradas a dioses ajenos al mío, divinidades paganas que habían presidido, en Grecia y Roma, antes de Cristo, el nacimiento de la vieja Europa pensante, de cuya historia formo parte. Mucho más impactante fue mi descubrimiento

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