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El Miedo A Los Telegramas


Enviado por   •  19 de Marzo de 2013  •  2.520 Palabras (11 Páginas)  •  24.525 Visitas

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EL MIEDO A LOS TELEGRAMAS

Samuel Rovinsky

Mamá había llorado mucho la víspera del domingo. Mis hermanas parecían conocer la razón, pero yo no; y la verdad es que no tenían por qué comunicármela. En ese entonces, con mis seis años de edad, yo no contaba para las confidencias. Sin embargo, sospeché que las lágrimas de mamá tenían que ver con el telegrama que le había traído el cartero en la mañana. Cuando lo leyó, se fue corriendo al dormitorio con el papel apretado contra el pecho. Mis hermanas, que se encontraban haciendo sus tareas, se fueron tras ella. Pero yo no. Yo me quedé sentado, comiendo un par de huevos fritos con un enorme pan lleno de mantequilla y queso. No quería que se me enfriaran los huevos ni el humeante café con leche. Además, tenía miedo de saber lo que decía el telegrama. Un rato después, entré al dormitorio. Ahí estaba mamá llorando, y mis hermanas diciéndole muchas cosas para tratar de calmada. Papá estaba muy enfermo y lo traían en avión de Guanacaste. Mamá parecía inconsolable y yo no me atreví a pedirle permiso para irme con Luisillo a jugar chumicos en el Parque Central. Tuve que resignarme a mi habitual entretenimiento: ver la calle desde el portal. Estaba triste porque mamá estaba triste. Y más triste de no haber podido acudir a la cita con Luisillo. El mundo me pareció muy feo desde el portal. A mí me gustaba mucho hablar con don Paco, el policía que vigilaba el barrio desde la esquina de mi casa. Por eso, cuando lo vi llegar me olvidé de la tristeza y me fui a su lado. Don Paco me contó una de esas historias de ladrones que metían miedo; y me habría quedado con él quién sabe cuántas horas si mi hermana Rosa, la mayor, no hubiera venido por mí para que la acompañara a hacer las compras en la pulpería de Chico. En la tarde, tampoco me dieron permiso para ir al Moderno a ver el siguiente capítulo de Flash Gordon contra Mango, a pesar de que grité, revolcándome en el mosaico del zaguán como un desesperado. Mi hermana Gina me dio unas buenas cachetadas y yo fui a rumiar mi descontento en el techo de la cocina, junto a Pelusa, la gata vieja. Cuando fui a acostarme, vi que mamá había salido de su cuarto y ya no lloraba.

Entonces, me sentí muy feliz y corrí a abrazada. Ella me arropó y me dijo cosas bonitas. Me dormí muy contento, pensando que mañana sería domingo e iríamos a La Sabana a esperar a papá. Yo estaba ansioso de verlo. Mi mono tití se había zafado del encierro que le tenía en el patio, y yo había llorado mucho, porque me hacía falta. Tenía la esperanza de que papá me trajera otro en este viaje. También papá me hacía mucha falta. Desde que él había comprado la finca en Guanacaste, lo veíamos muy poco en casa. Papá era quien me llevaba al laguito. Mamá nunca tenía tiempo para mí; se la pasaba cosiendo vestidos para señoras que la visitaban muy a menudo. A veces, esas señoras la regañaban porque los vestidos no estaban listos cuando ellas querían. Y yo las odiaba. Una vez, quise matar a una porque hizo llorar mucho a mamá. Gina, mi hermana menor, me pegó en la boca porque dije que iba a ahorcar a esa vieja bruja. A mí me gustaba muchísimo viajar en tranvía. Cuando el motorista llevaba el manubrio hasta el extremo del tambor, para darle el máximo de velocidad, todo el tranvía temblaba y las palmeras del Asilo Chapuí parecían correr hacia atrás, y el obelisco del Paseo Colón se nos venía encima. Yo juraba que, cuando grande, sería motorista. A veces se le zafaba el palo del cable eléctrico y tenía que bajarse para acomodado en su sitio, dando brincos como un mono. A mí me hacía mucha gracia y me reía y le gritaba como a mi tití, hasta que Gina me daba un pellizco para callarme, porque el motorista me hacía mala cara. Ese domingo llegamos al llano de La Sabana cuando ya estaba repleto de gente. Señoras con sombrillas de colores, para protegerse del fuerte sol, llevaban a sus niños de la mano. Los hombres, unos en camisa y otros con saco y corbata, paseaban por el llano entre avionetas, sujetas a la tierra con mecates. Estaban los vendedores de copos, mazamorra, granizados y piñas, arrastrando sus carritos pintados. Apenas los vi, me entraron ganas de comprar un granizado; pero mamá no quiso porque se me podía manchar mi traje de marinero. Grité tanto que me compraron una mazamorra, a cambio del granizado. Luego vi un grupo de chiquillos que pateaban una bola y quise irme con ellos; pero Gina me detuvo por el brazo, porque el avión llegaría pronto. Entonces, fuimos todos a paramos junto al hangar. Poco después, un señor gordo, que estaba juto a mí, señaló hacia el cielo y todos volvimos a ver en esa dirección. Por el paso entre dos montañas, como cayendo de las nubes, venía bajando el pájaro plateado. Aterrizó por el fondo del llano, dando brincos en el zacate como si se tratara de un autobús de Sabana-Cementerio y, cuando estaba cerca del hangar, todos corrimos hacia él; pero no pudimos pasar más allá de los mecates de protección, que habían sido puestos después del accidente en que la hélice de un avión le partió la cabeza a una señora. Cuando paró el motor, y la hélice dejó de girar, el guarda quitó el mecate. Yo quería ver a mi papá por las ventanillas redondas del aeroplano, pero la gente me tapaba; hasta que mamá me alzó. El sol hacía brillar el cuerpo plateado y me lastimaba los ojos y yo sentí que iba a llorar, pero me hice visera con la mano y pude ver al señor Macaya que me saludaba desde la cabina. Papá nos decía siempre que el señor Macaya era el mejor piloto del mundo. Por eso yo dije que, cuando grande, sería piloto como él; después de motorista de tranvía, claro está. Se abrió la portezuela del aeroplano y pusieron la escalerita, por la que comenzaron a bajar unos hombres con alforjas y sacos, una señora con una canasta de huevos, que apenas cabía por la puerta, un chiquito completamente vomitado y, por fin, mi papá. Primero lo abrazó mamá, que se puso de nuevo a llorar. Después, mis hermanas. Se veía muy pálido y delgado y vi que le costaba mucho esfuerzo caminar; pero, aun así, me alzó para tirarme al aire, como tanto me gustaba; y después me dio un beso. Hacía mucho calor y papá sudaba a chorros. Se quitó el sombrero y no paró de secarse la frente y el cuello con un pañuelo hasta que llegamos a la parada del tranvía. Ahí le pregunté por el mono y, como me respondiera que no había podido conseguírmelo, me puse muy triste. Papá estuvo toda la semana en cama. Parece que el clima de la finca lo había afectado mucho. Se quejaba de dolores en el pecho y en la espalda, y le costaba respirar. Yo siempre había creído que las medicinas de mamá eran milagrosas y que podrían curar a papá. Pero esta vez fallaron; ni la tisana ni la leche con miel y huevos ni las ventosas pudieron

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