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Miedo A Los Telegramas

crooz7 de Octubre de 2013

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BOCADO DE VIENTO

Cuento de Francisco Alejandro Méndez

La refrigeradora viajó cientos de kilómetros, y viajaría cientos más aún, antes de concluir su odisea.

Seguiría siempre los caminos torcidos de Romualda, la mujer que hablaba con las piedras, y de

Petronio, el viejo escupidor de fuego. La pareja vivía en una aldea que apenas si lo era. No pasaba

de una docena de ranchitos de palitos raquíticos susceptibles de pudrirse más rápidamente que los

escasísimos billetes de papel dinero que circulaban por aquellos viaductos de la selva petenera.

A fuerza de machete y mucho sudor, de aquel que lo convierte a uno en mina de sal,

lograron abrir un claro ni muy amplio ni muy claro en donde habían erigido sus simulacros de

chozas antes de morirse de sed. Ni energía les quedó para hacer como los conejos.

Pero había otros claros no tan claros en los alrededores, y la mayoría de los atajos pasaba

por la aldea de ellos, aldea de nombre mitad prepotente y mitad deseo. Se llamaba Aldea Nuevo

Amanecer del Pueblo Guatemalteco, pero de tan largo que era se le decía tan sólo Nuevo

Amanecer. Todos los que caminaban por las otras aldeas vecinas, que eran aún menos aldeas que

Nuevo Amanecer, que ni siquiera pretendían ser caseríos o cantones porque la verdad, en el fondo

la gente es modesta, y además ha vivido ya tanto que la maña misma no les permite creerse que

ésta es de veras la mera mera, pero en fin, los nombres eran grandilocuentes: Destino Prometedor,

Aurora del Desarrollo de la Patria, Nueva Aurora del Desarrollo de la Patria, Rincón de las

Promesas, Presea de la Futura Utopía. Lo bueno era que todos, absolutamente todos, tenían que

pasar por Nuevo Amanecer si venían del atajo que denominado "camino" conducía al entronque

con un polvoriento caminito de mulas apenas visible incluso cuando bien cuidado, que se

enmontaba en tiempo de lluvias y se transformaba en pantano pegajoso, pero que en la época

seca entroncaba con la carretera principal si uno estaba dispuesto a andar cinco horas a lomo de

mula bajo el sol que latigueaba peor que cualquier capataz borracho. Fue entonces cuando a

Petronio se le ocurrió lo de la refrigeradora.

—Oye, Romualda, ¿y si pusiéramos aquí un puesto de refrescos?

Romualda lo miró con la misma compasión con que se contempla a las personas que han

pasado todo el día bajo el sol... sin el sombrero puesto.

En seriomujer. Sería un negociazo. Tendríamos el monopolio.

—¿Y de dónde vas a sacar los refrescos?— ¿Cómo de dónde? Me los manda la

distribuidora...

—¿A lomo de mula?

—A como sea... Es cuestión de expandir el negocio nomás.

—¿Y cómo los mantenemos fríos?

—Sencillo. Comprarnos una refrigeradora comercial.

En ese momento Romualda sí se desesperó. Al fin y al cabo, el hombre no era el mejor

rocero, su mano no pecaba de ser la más hábil para la milpa, tenía la garganta destruida, aunque

al fin, la iban haciendo poco a poco, y ni tomaba en exceso ni la golpeaba demasiado. ¡Pero esto!

—Si vieras que no son tan caras, y la pagamos a plazo, ¿qué creés pues? Por ay mi tío de

Escuintla ya me contaba...

El zumbido de los moscos era insoportable. No dejaban ni oír los gritos de los monos de la

selva. Y de puro espantárselos se había dislocado la niña Chagua las muñecas.

— ...Y entonces hacés el pedido desde Flores, mandás el giro postal, y de asegún la

suerte, como a los tres meses te viene llegando la mercancía.

—¡A lomo de mula!

—¿En helicóptero pues?

Parecía una locura pero de locura en locura se van construyendo los munditos alucinantes

que como castillos de arena surgen en medio de la selva casi con la misma rapidez con que se

desmoronan.

A puro lomo de mula, Petronio salió un día hasta el entronque con el camino principal. Día

y medio le llevó la jornada y a punto estuvo de no lograrlo, no sólo por la inevitable insolación y los

piquetes de insectos que de tan grandes más parecían mordidas de tigre, sino también por el susto

que le pegó la barba amarilla que se le atravesó en el camino casi tumbándolo del indiferente

animal, el golpazo que le dio la rama de un árbol al revirarle contra la cabeza y el desmayó que le

vino por falta de suficiente comida y bebida.

Pero al fin llegó a donde empezaba el camino de verdad. Allí tuvo que pagar una fortuna

para que le cuidaran la mula antes de que, muchas horas después de esperarla, apareciera la

camioneta destartalada que habría de conducirlo hasta Ciudad Flores. El amargo tufo de estricnina

que generaba el sudor de tanta gente apretada casi le produce un nuevo desmayo pero se metió

como pudo entre canastos, gallinas y brazos empapados, sin más daño que la casi mordida que le

pega un cerdo en la oreja. Así emprendieron el camino durante horas, hasta que pegando una

sacudida tremenda, la camioneta tosió y se descompuso.

.

El chofer se bajó, abrió el capó, maldijo, le pegó una patada a la llanta, volvió a maldecir y

subió. Les pidió a los hombres bajar y empujar la camioneta hasta medio kilómetro más abajo

donde había una sombrita, porque arreglar el motor hijo de su madre iba a llevarle algún tiempito.

Los hombres bajaron entonces, Petronio entre ellos, y después de considerable esfuerzo,

consiguieron que la camioneta empezara a rodar lentamente, mientras las mujeres cantaban con

voces tan entusiastas como desafinadas para subirles los ánimos. El chofer dirigía la operación

mientras tomaba grandes tragos de ron transparente, sin marca, para refrescarse. Finalmente llegaron a la sombrita. Allí transcurrieron varias horas mientras el chofer durmió

una siestecita para reponerse de la fatiga antes de meterle mano al motor. Luego se introdujo

dentro de él como Jonás dentro de la ballena, pasó allí un gran rato hasta que por fin reemergió,

cubierto de negra grasa maloliente pero triunfante. Hubo que esperar también que se fuera a bañar

al río para proseguir el viaje.

Poco tiempo después, no sería ni media hora, los paró un retén del ejército. Los hombres

tuvieron que bajar de nuevo, y los cacharon a todos hasta mariconamente en medio de las piernas

para ver si no traían armas, además de tener que enseñarsus papeles y explicar de dónde venían,

a dónde se dirigían y por qué. Los soldados eran todos iguales, como micos aulladores recién

saliditos del río, con enormes trajes pintos de muchos tonos de verde que parecían quedarles

grandes a todos. Las botas también eran desproporcionadamente grandes, como si las hubieran

hecho para pies más largos que aquellas diminutas pezuñas de reclutas a la fuerza. El oficial,

desde luego, tenía lentes oscuros y boina como bien les corresponde a todos los hijos de Satán.

Por fin, después de que revisaron lenta y cuidadosamente todos los canastos y no encontraron

armas ocultas en ninguno, permitieron que la camioneta prosiguiera el viaje. Esa tarde, Petronio

llegó por fin a Ciudad Flores.

Flores es una Venecia de madera en medio del lago Petén Itzá, toda ella sobre pilotes y

flotando en medio del lago con casitas de todos los colores imaginables y olores no menos fuertes

que los eructos que se suceden cuando uno se come los mangos más dulzones un poco pasados.

Por lo menos eso era lo que decía todo el mundo, aunque Petronio no sabía lo que era Venecia y

por lo tanto no podía decir si Flores era como Venecia o al revés, sólo que era de madera de tantos

colores, eso sí, que parecía que en comparación los arco iris fueran blancos y negros. Le constaba

también que era más grande que Nuevo Amanecer y todos los demás campamentos de colonos

juntos. Aunque más chiquita que Escuintla, la única gran metrópoli urbana que había conocido en

su vida, no habiendo tenido nunca el placer de conocer la ciudad capital de la cual se decían

muchas y muy bellas cosas, además de que todo el mundo sabía que era la ciudad más grande de

toda Centroamérica, que era una región muy pero muy grande del planeta Tierra. La verdad, sí

había pasado por la ciudad capital camino al Petén, pero llegó de noche y se fue muy de

madrugada. Ni tiempo tuvo de ver, pero si no hay con qué, no está uno para darse los lujos de

quedarse guanaqueando por allí.

Así que se conformó con gozar Ciudad Flores por segunda vez en su vida. No sin

dificultades resistió la tentación de gastarse la plata en las cantinas y con las putas gordas, aunque

su ojo clínico no dejó de expresar admiración por alguna que otra que percibió desde el rabillo con

blusas cortas y shorts apretados.

Como llegó muy tarde, tuvo que esperar hasta el día siguiente para ir al correo, pero

resultó que era feriado. Así que un día más tuvo

...

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