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BAJO ESTRES

lomelly4 de Abril de 2013

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Bajo estrés

En momentos de estrés, la capacidad mental y muscular se maximiza. Pero con el tiempo, esta respuesta puede provocar enfermedades y reducir la agudeza mental.

Por Robert Sapolsky

Si estás leyendo esta revista, lo más probable es que no tengas lepra o desnutrición ni debas interrumpir la lectura cada 10 minutos para correr al baño a causa de una disentería. Y seguramente tampoco tienes parásitos hepáticos del tamaño de un puño. De hecho, es muy factible que vivas varias décadas mientras tu cuerpo se degrada progresivamente. Los seres humanos occidentalizados gozamos del privilegio de llevar una vida bastante satisfactoria y larga antes de morir de enfermedades ocasionadas por la acumulación de daños, como cardiopatías, diabetes, cáncer y apoplejía.

El tiempo que vivimos depende, en buena medida, de una lotería biológica. ¿Tu hígado procesa bien el colesterol? ¿Tu páncreas secreta suficiente insulina? Tu salud también podría depender de otras interrogantes aún más peculiares. ¿Comes más cuando sientes que no te quieren? ¿Crees tener el control de tu vida? ¿Cómo se desempeñan las personas que comparten tu condición social?

Todas estas preguntas tienen que ver con la forma como enfrentamos el estrés, tema de investigación en el que he invertido 30 años y cuya revelación más importante, tanto en el laboratorio como en mi trabajo de campo con papiones de África oriental, es que las repercusiones del estrés en la salud no estriban exclusivamente en la respuesta de nuestras células y órganos, sino en la forma como nuestra psique hace frente a las circunstancias de la vida: tal vez un jefe tiránico en el lugar de trabajo o, como es más común en la actualidad, la falta de un lugar de trabajo. En última instancia, trátese de un papión de la sabana o de un trabajador desempleado, el estrés se determina, en buena parte, por la forma como encajamos en la sociedad o, mejor dicho, por el lugar que creemos ocupar en la sociedad.

Cómo matar de hambre a un león

Empecemos por definir el término estrés. El cuerpo trabaja constantemente para mantener su equilibrio en un estado idóneo de temperatura, presión sanguínea, niveles de glucosa circulante que usa como energía, etcétera. Un agente estresante es cualquier factor que rompa ese equilibrio. Supongamos que fueras una cebra de la sabana: en tal caso, un agente estresante sería un león rasguñándote, literalmente, los talones. Para escapar necesitas, antes que nada, energía instantánea para impulsar tus músculos y, por ello, un aspecto importante de la “respuesta al estrés” es la producción de una hormona llamada epinefrina (también conocida como adrenalina), la cual transforma de inmediato la energía almacenada en compuestos circulantes más simples: ácidos grasos y glucosa. También aumentan tu frecuencia cardiaca y respiratoria, así como tu presión sanguínea. Si la energía llega a tus músculos en dos segundos en vez de tres es más factible que sobrevivas. Al mismo tiempo, las hormonas del estrés, en especial unas denominadas glucocorticoides, entran en tu cerebro y agudizan los sentidos y mejoran ciertos aspectos del lenguaje y la memoria. Estás más alerta y te concentras mejor.

La respuesta al estrés también interrumpe actividades que podrían desperdiciar la energía almacenada. Se inhibe la digestión, proceso lento y costoso desde el punto de vista fisiológico, lo cual tiene lógica porque, en vez de usar la energía para digerir el desayuno, mejor la aprovechamos para no convertirnos en almuerzo; tampoco es momento de preocuparnos por conseguir algo para almorzar, entonces también se suprime el apetito. Asimismo se inhiben procesos como el crecimiento y la regeneración de tejidos, por no hablar de la reproducción: es evidente que no es momento de ovular, producir espermatozoides o emprender el proyecto de desarrollar la cornamenta mientras se escapa de un depredador. Por otra parte, no hay mejor momento para prepararse a reparar posibles lesiones y, así, tus defensas inmunitarias contra infecciones se disponen a entrar en acción. Unas células sanguíneas denominadas plaquetas se vuelven pegajosas para que, al adherirse unas con otras, formen coágulos que interrumpan la hemorragia de una herida. Por último, el cerebro recibe una descarga de dopamina, sustancia relacionada con el placer que ayuda a amortiguar el dolor.

Pocos tenemos que preocuparnos de ser perseguidos por un depredador, aunque en ocasiones debamos esquivar algún auto a gran velocidad o mantenernos desesperadamente alertas mientras conducimos a casa durante una tormenta de nieve. El problema estriba en que tendemos a activar la respuesta al estrés no sólo cuando pasamos por una crisis a corto plazo, sino también cuando, por ejemplo, estamos atascados en el tráfico y nos asalta la angustia de los impuestos, o bien cuando realizamos actividades cognitivamente sofisticadas, como sufrir por un trauma del pasado remoto o pensar en la muerte que finalmente nos dará alcance en el futuro. Somos tan inteligentes que incluso activamos la respuesta al estrés al mirar una película de horror.

Pero si activamos crónicamente la respuesta al estrés, a la larga nuestra salud paga las consecuencias. Empecemos con el sistema cardiovascular. Si la presión sanguínea se eleva varias veces, la turbulencia de esas oleadas de sangre ocasionará daños microscópicos en las paredes de los vasos sanguíneos. Gracias a ello, la grasa, la glucosa y el colesterol movilizados por la respuesta metabólica al estrés tienen mayores posibilidades de adherirse a la pared dañada. ¿Y recuerdas esas plaquetas que se vuelven pegajosas para formar coágulos? Pues ahora complican el problema pegándose al sitio dañado. Todos estos efectos incrementan la probabilidad de formar placas arterioscleróticas, remedio infalible para desarrollar enfermedades cardiovasculares.

¿Qué hay del cerebro? Mientras las hormonas del estrés aumentan el estado de alerta en las primeras etapas de respuesta, un estrés importante y prolongado puede tener el efecto contrario. Te vuelves más propenso a la ansiedad debido a los glucocorticoides que dilatan las neuronas en la amígdala, región cerebral responsable del temor y la angustia. También se debilitan las neuronas en el hipocampo, parte del encéfalo que interviene en el aprendizaje y la memoria, y en la corteza frontal, región crucial para el raciocinio. El resultado es que se afecta nuestra capacidad para aprender y tomar decisiones. Además, también se agotan las concentraciones de dopamina en la región cerebral relacionada con la recompensa, volviéndonos más susceptibles a la depresión.

Si se aplica repetidas veces, la lógica de la respuesta al estrés (“no te molestes en arreglar las cosas ahora, déjalas para después”) puede traducirse en la imposibilidad de revertir el daño de la bacteria responsable de las úlceras gástricas, Helicobacter pylori. En el caso de las mujeres, la supresión continua de la función reproductora puede alterar la ovulación y hacer que un óvulo fecundado tenga dificultades para implantarse, mientras que los hombres pueden experimentar una disminución en los niveles de testosterona, la cuenta espermática y la firmeza de la erección.

Pero podría ser peor. Si por casualidad tienes sobrepeso y poca actividad (combinación muy común en la vida occidentalizada), el estrés crónico puede ocasionar que las células de grasa se vuelvan resistentes a los efectos de la insulina, provocando un exceso orgiástico de grasa y glucosa circulantes que, a su vez, precipitan toda suerte de daños en los vasos sanguíneos y elevan el riesgo de desarrollar diabetes del adulto. Y aunque de inicio el estrés estimula al máximo el sistema inmunitario, con el tiempo actúa suprimiendo la respuesta inmunológica. Diversos estudios han demostrado, de manera consistente, que el estrés puede precipitar brotes de herpes e incrementar el riesgo de contraer enfermedades como resfriado común y mononucleosis, incluso reducir la función inmunológica de pacientes con sida.

Sin embargo, sólo ha podido establecerse una tenue relación entre el estrés y el cáncer. Al fin, una buena noticia.

No todas las psiques son iguales

Analicemos estos ejemplos: hablar en público no me perturba en absoluto (de hecho, me resulta muy vigorizante), pero la idea de actuar en un escenario me hace trizas los nervios. Disfruto de escalar grandes alturas, pero el buceo con tanque me pone a temblar. Y aunque me tranquilizo interpretando una obra para piano lenta, que invite a la reflexión, me moriría de aburrimiento y ansiedad si tratase de meditar. Sin lugar a dudas, muchos lectores tendrán el perfil contrario. Un embotellamiento de tráfico, un libro de suspenso, el impulso de charlar con un desconocido atractivo… ¿Por qué estas situaciones son fuente de estrés psicológico para unos y no para otros?

Empecemos por estudiar las condiciones psicológicas que dan origen a una experiencia estresante con el clásico experimento del sujeto que se encuentra sentado a solas en una habitación. De vez en cuando, le asalta un sonido agudo y tan intenso que eleva su presión sanguínea. Mientras, en otra habitación, hay un segundo sujeto expuesto al mismo ruido que ha recibido la indicación de presionar repetidamente un botón para disminuir la probabilidad de que ocurra el sonido. En realidad, el botón no sirve para nada, pero el individuo no deja de presionarlo, pensando: “No quiero ni imaginar las veces que tendría que oír ese maldito ruido si no estuviera apretando esta cosa”. Dicho de otra manera, tiene una sensación de control. ¿Y adivina qué? Su presión no se eleva. Incluso si ni siquiera se molesta en oprimir el botón, la certidumbre

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