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Benjamín Federov


Enviado por   •  4 de Febrero de 2015  •  5.746 Palabras (23 Páginas)  •  112 Visitas

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Siempre me causó cierta inquietud (en realidad una muy distintiva y, a mi parecer, comprensible irritación) el modo en que, en ocasiones, los artistas plásticos en general evitan ponerle nombre a muchas de sus obras. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué quieren decir y decirnos cuando no dicen nada o, peor, nos dicen que no tienen nada para decirnos?

Así, nos detenemos frente a un paisaje marino, a una galaxia de rombos de colores atómicos flotando en el espacio, a un hombre de espaldas a un bosque cubierto por la nieve, a una sola línea cruzando el lienzo blanco y —al inclinarnos para ver mejor, para entenderlo del todo— nos encontramos con una minúscula etiqueta donde se lee Sin título y el nombre del artista y una fecha al lado. A veces, para peor (me refiero a esa soberbia un tanto desvaída de esos ladrones de guante blanco o de aquellos asesinos seriales que jamás son atrapados), leemos un todavía más soberbio Sin título N. 47 o Sin título N. 62, como si la abstracción de lo que no tiene nombre pudiera ser comprendida con la ayuda de lo matemático. Es entonces cuando nos sentimos estafados, fieles abandonados por su dios en el peor momento de la tempestad, sin entender el motivo de semejante castigo. Pero, se sabe, Dios es Dios porque no necesita ni está obligado a dar explicaciones.

"Tonto, lo hacen para que le pongas el nombre que quieras; para que termines de crearlo", me dijo una vez una mujer demasiado hermosa para creer en semejante estupidez. Alguien capaz de, a fuerza de belleza, conseguir que cosas sin sentido suenen coherentes y hasta iluminadoras. Alguien tan peligroso como un iceberg en una noche oscura. Una de esas típicas niñas de apellido patricio me dijo eso, y yo la sentí parte de una conspiración invisible y me alejé para siempre de su lado con cualquier excusa. Una excusa sin título y con número y, en ocasiones, en un avión o en un barco —en las alturas sin título o en el azul marino N. 33— me dan un formulario vacío para que lo llene con letras y en la línea donde se pregunta ocupación yo contesto Alejador Profesional. A veces escribo Sin Título para ver cómo queda y, descubro, me perturba comprender que queda bien como suelen quedar bien las verdades incontestables.

En eso estoy ahora: alejándome, sin título. De todo y de todos menos de Benjamín Federov, de quien jamás podré alejarme porque son los muertos y no uno quienes —habiendo accedido al final de todo y conocedores de por qué empezaron ciertas historias— determinan la conclusión de algo, la mejor manera de darle un final a una historia.

Benjamín Federov bien podría ser el título de esta historia sin título, creo.

Benjamín Federov ha muerto

Así debería empezar todo esto porque de esto es de lo que quiero escribir aquí. Una frase corta, un hecho incontestable, un tema, una dirección segura: Benjamín Federov ha muerto. ¿Habrá una manera mejor de comenzar? Me temo y me alegra descubrir que no.

Benjamín Federov amaba las oraciones largas. Oraciones como esas caminatas de otoño, un domingo dorado por la mañana, sin mapa ni brújula y Handel en el aire. Oraciones que empiezan con una o dos coordenadas reconocibles para después extraviarse por el solo placer de que alguien vaya a buscarlas con perros y linternas cuando ya ha oscurecido y el frío desciende desde las alturas. Oraciones como esta oración que acabo de escribir pero —a diferencia de esta oración que acabo de escribir— oraciones perfectas o, como bien precisó alguien, "para bien o para mal, oraciones marca Federov".

Sin embargo, "Benjamín Federov ha muerto", descubro, es también una de esas sinuosas anacondas federovianas apenas escondida en las tripas de un breve gusano. A Benjamín Federov le gustaba, de tanto en tanto, dejar caer una oración corta más parecida a un mandamiento que a una instrucción. Un caballo de Troya de pocas letras ocultando un tumulto de palabras en sus tripas de madera. Uno de esos payasos peligrosos que saltan con una carcajada al abrirse la caja y provocan un ataque cardíaco en el incauto convirtiéndolo en historia digna de ser contada; porque una muerte absurda, en ocasiones, es lo único que acaba justificando una vida inocurrente.

Benjamín Federov tuvo una vida ocurrente y una muerte que no estuvo a la altura de su portentosa biografía. Al menos eso piensan todos y todos se equivocan. Yo lo veo —yo lo vi— levantarse para recibir otro honor y otra medalla y, de improviso, observé cómo Benjamín Federov se llevó la mano al pecho —como si buscara el reloj en el bolsillo de su chaleco para averiguar la hora exacta— y se derrumbó frente al estrado y a una más que apreciable concurrencia. En alguna parte leí que Honoré de Balzac en su lecho de muerte llamó a uno de sus personajes, un doctor ficticio, para que lo curara. A Benjamín Federov no le hizo falta llamar a ninguna de sus criaturas porque yo ya estaba allí.

Después, todos alrededor de una tumba en el hielo difícil del centro del invierno. Cuatro hombres con picos y palas cavando entre insultos de vapor y voz baja algo que parece más una caverna vertical que un foso. A Benjamín Federov le hubiera encantado la escena.

El ataúd de Benjamín Federov es un gran ataúd. Un ataúd digno de un rey. Un ataúd especialmente acondicionado para guardar todas esas oraciones largas y que no se escapen. Alguien pregunta si queremos dar una última mirada al difunto, alguien responde que sí y demoro casi medio minuto en comprender que fui yo. Me acerco al borde del ataúd, lo abren, miro hacia abajo y contengo el espanto del vértigo. Benjamín Federov me mira desde el fondo de un acantilado inaccesible, creo. Está con los pantalones arremangados hasta la rodilla, los pies en el principio o el final del mar, me parece que sonríe, que me sonríe a mí y no entiendo muy bien por qué. Entonces la viuda de Benjamín Federov (ella nunca tendrá nombre para mí, ella siempre será La viuda de Benjamín Federov, otra de sus tantas oraciones breves e inconmensurables, otro mandamiento imposible de desobedecer, otra forma engañosa del Sin Título) se acerca a mí y me toma del brazo y emprendemos el camino de regreso a cualquier parte. Atrás el sonido del ataúd que se cierra y los sonidos esforzados de los sepultureros. La superficie de la tierra, me parece, tiembla un poco para recibir los restos mortales de Benjamín Federov y enseguida la mecánica de las palas y la tierra devuelta a su lugar y todo indica que nevará por la noche. Mañana, nadie podrá decir que aquí fue enterrado un gigante. Ni siquiera los pájaros que ahora estrenan su lápida, se paran sobre ella, cantan algo que no entiendo.

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