Consenso De Washintong
dohnal16 de Mayo de 2012
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Carlos Vaquero
La regulación del sistema financiero.
Greenspan, por fin, entendió a Hobbes
(Página Abierta, 199-200, enero-febrero de 2009).
No es posible entender la crisis financiera actual sin remitirnos a los procesos de desregulación y liberalización del sistema financiero que comienzan en los años setenta del siglo pasado. Al mismo tiempo, todo ese proceso de cambio se enmarca dentro de las transformaciones diversas que cobran fuerza en los años ochenta, y que en la economía supuso un cambio de ciclo en las ideas económicas.
El “fundamentalismo de mercado” fue un movimiento que se basó en la creencia, a veces entendida como fe, de que el principio o cimiento de la sociedad era el mercado, y cuyo objetivo fue construir una globalización basada en los mercados libres y desregulados, y que se sustentaba en varias tesis: 1. El mercado siempre es más eficiente que el Estado. 2. El Estado es un obstáculo a la libertad, entendida ésta en una acepción negativa (1). 3. El mercado, libre de cualquier traba, es el fundamento de lo social.
Este movimiento se dotó de la misión histórica de difundir las instituciones de mercado hasta el límite de lo políticamente posible, y de asentar en la cultura pública una inquebrantable legitimidad a favor de los mercados liberalizados (2).
El neoliberalismo es un fundamentalismo de mercado, pero, además, un programa económico que a lo largo de veinte años de auge ha ido adaptando sus propuestas en algunos puntos. El proyecto dominante de globalización se basó en la “revolución silenciosa” producida por la implantación de las políticas económicas neoliberales, sistematizadas en lo que John Willianson denominó el Consenso de Washington. Con él quería hacer referencia «no sólo al Gobierno de EE UU, sino a todas aquellas instituciones y redes de líderes de opinión concentradas en la capital mundial de facto: el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, los think tank, los banqueros de inversiones políticamente sofisticados y los ministros de finanzas de todo el mundo, todos aquellos que se reúnen en Washington y definen de forma colectiva el saber convencional del momento» (Krugman, 1995: 10).
Como vemos, la fuerza real de este programa ha residido en las agencias que lo han impulsado mediante un proyecto político de ingeniería social y económica (Gray, 1992, 2000; Zaldivar, 2001), cuyo fin era conseguir una reconstrucción social de gran envergadura, un cambio del paisaje social e institucional en el conjunto del planeta y una transformación de las mentalidades dominantes que surgieron en los años sesenta del siglo pasado.
En la práctica, el Consenso se estructuró sobre cuatro pilares: la liberalización comercial y financiera, la moneda sólida, las privatizaciones y la austeridad fiscal. Y esto fue así porque, básicamente, esta política económica, más allá de que pudiera tener efectos sobre el crecimiento económico y el desarrollo de los países en que fue aplicada, sirvió para, prioritariamente, pagar la deuda externa a los acreedores del Norte y desarrollar los mercados financieros internacionales. El Consenso, que propugnaba la privatización de empresas públicas; las fusiones de empresas y la concentración empresarial; la liberalización de sectores en régimen de monopolio del Estado: telecomunicaciones, transporte, energía...; la eliminación de las restricciones cambiarias y de la cuenta de capital de la balanza de pagos, contribuyó decisivamente al “hervidero financiero” y, por tanto, al cambio de papel de las finanzas en relación con el desarrollo económico.
Este proyecto se ha hundido porque ha generado demasiadas inestabilidades y porque su teoría económica ha mostrado sus profundas debilidades. El mundo se mostró mucho más complejo que ese pensamiento simple que quería reordenar la complejidad. Empezaron a surgir procesos globales altamente incontrolables –algunos denominan a esto sociedad del riesgo–.
Los sucesos que se inician en 2007 con el pinchazo de la burbuja inmobiliaria en EE UU y la crisis consiguiente de las hipotecas subprime han clausurado definitivamente el proyecto fundamentalista, que tenía en los mercados financieros su reducto más consistente.
La revolución en el mundo de las finanzas
Desde mediados de los años setenta, pero con gran fuerza desde finales de los ochenta, se ha producido un cambio en la posición de las finanzas en relación con el desarrollo económico. Según Torrero (2008: 26), éste ha consistido en «el paso desde una posición secundaria, que llegaba a considerarlas como coste, servidumbre, disfunción e incluso obstáculo para el desarrollo económico, hasta erigirse lo financiero en el sector esencial cuya adecuación condiciona el crecimiento económico, no sólo de los países industriales, sino de los emergentes».
Para este autor (2008: 120), tras la Segunda Guerra Mundial y teniendo en cuenta la experiencia traumática de la Gran Depresión de 1929, el nuevo orden financiero que se crea lo hace sobre tres grandes ideas: «La primera, una gran desconfianza hacia las finanzas y los financieros; la segunda, el recelo hacia los desequilibrios que pueden generar la libre circulación de los recursos financieros a nivel internacional; la tercera, la conveniencia de preservar la estabilidad de los sistemas bancarios».
Estas ideas tuvieron su primera concreción en la Conferencia Monetaria y Financiera de las Naciones Unidas, realizada en Bretton Woods en 1944, donde se pusieron las bases del sistema financiero de la posguerra, cuyo objetivo era garantizar los intercambios comerciales entre países. Además de la creación del FMI y del BM, entre los acuerdos que se adoptaron podemos destacar dos: el establecimiento de un sistema de tipos de cambios fijos pero ajustables entre las monedas de los diferentes países y la adopción del dólar como instrumento de reserva, medio de pago y unidad de cuenta internacional. De esta forma, «los tipos de cambio se expresarían en oro o en dólares de EE UU, según peso y ley vigentes el 1 de julio de 1944. La relación entre los valores en oro de dos monedas determinaban el tipo de cambio oficial o paridad entre ellas, en torno al cual sólo se permitía una fluctuación del +/-1%. Ello implicaba que la Administración estadounidense se comprometía a garantizar la convertibilidad de su moneda en oro a un precio fijo (35 dólares por onza), mientras el resto de los países garantizaban la convertibilidad de sus monedas en dólares, obligándose igualmente a intervenir en los mercados de divisas cuando los tipos de sus monedas se aproximaran a esos límites superior e inferior de fluctuación. Para ello era necesario disponer de un volumen mínimo de reservas en oro o divisas y, en determinadas circunstancias, acceder a la asistencia financiera del FMI» (Ontiveros, 1997: 19).
Asimismo, hay que tener en cuenta que en la estructura original de los acuerdos no figuraba la liberalización de las corrientes internacionales de capital, «porque se consideraba que la movilidad del capital no era compatible con la estabilidad de las monedas y con la expansión del comercio y del empleo» (UNTAD, 2001: 57). Incluso en el artículo VI se permitía recurrir a controles de capital, siempre que no afectaran a las transacciones corrientes de bienes y servicios. Se consideraba que los movimientos de capital a corto plazo eran fundamentalmente especulativos y generaban inestabilidad en el intercambio comercial. En definitiva, la «clave del éxito del sistema de Bretton Woods fue haber montado explícitamente un control de capitales y de cambios muy estricto, tanto a escala internacional como a escala interna. De ello resultó la característica esencial de esa época: una movilidad de los capitales financieros muy reducida, tanto en el interior de los países como en el ámbito internacional» (Jetin, 2005: 13).
Este sistema generó una fuerte estabilidad económica y un aumento de las transacciones comerciales entre países que, unido al desarrollo del Estado de bienestar y al precio barato de la energía, dio de sí lo que se ha conocido como época dorada del crecimiento económico. Hacia finales de los años sesenta empieza a mostrar signos de agotamiento, que estallan en la década siguiente.
En agosto de 1971, el presidente de EE UU, Richard Nixon, pone fin a la convertibilidad del dólar con el oro. El valor del dólar estaba establecido en relación con una cantidad de oro fija y EE UU se comprometía a comprar los dólares a cambio de oro a ese precio. El comercio internacional se realizaba fundamentalmente en dólares y EE UU garantizaba liquidez internacional inundando el mercado de esa moneda. Hacia finales de los sesenta era tal la cantidad de dólares fuera de EE UU, que este país sólo podía respaldar, al tipo de cambio establecido en oro, uno de cada diez que circulaban en el mundo.
El fin de la convertibilidad supuso el fin del cambio fijo entre monedas. El valor del dólar va a empezar a fluctuar, dependiendo de los mercados financieros internacionales y de la política interna de EE UU, pues aparte de ser la divisa de referencia internacional es la moneda de ese país. Dos efectos importantes va a tener esa medida: el primero es que la política económica interna de EE UU va a tener incidencia sobre el precio del dólar y va a afectar de una manera determinante a otros países; el segundo es que la flotación entre monedas
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