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Corceles Blancos


Enviado por   •  16 de Noviembre de 2013  •  1.924 Palabras (8 Páginas)  •  279 Visitas

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CORCELES BLANCOS

Envuelta en un sopor contagioso y presa de una sumisión incontrolable a la muerte, recuerda ese momento que marcó su vida en una tarde veraniega del valle en la que lo conoció, vestido de lino, con sombrero de paja y con una altivez imborrable que no habría de perder hasta el día en que lo vio por última vez antes de perderse en el bosque de sus recuerdos y su pasado.

Confundida con sus pensamientos en voz alta mira alrededor y reconoce unos cuantos rostros que la miran con las lágrimas al borde del alma, pero no espera nada en ellos, solo espera que el tiempo le perdone un instante más de vida o un instante menos de muerte, de todos modos espera una tregua de la incierta muerte para poder encontrarse con su madre en el pasado de sus recuerdos, cabalgando juntas, mientras el sol se sumerge en el horizonte en el mar de pasto verde, verse así, recorriendo los inmensos terrenos de su abuelo. Con la nostalgia de verse postrada en una cama, sin poder burlarse de la muerte con una esmerada dosis de optimismo, o engañarla con un disfraz de otro tiempo o simplemente dialogar con ella y convencerla de que la vida merece un tercer tiempo; sin poder reconciliarse con ella misma al no perdonarse las desventuras de sus hijos; con el deseo de poseer el poder del tiempo y regresar al momento preciso en donde la lujuria, el deseo desenfrenado, la insensatez e imprudencia y las lesiones de la vida sembraron el rencor vitalicio entre dos de sus hijas; con el deseo de reconciliar los rencores que ella logró reconciliar mucho antes de que una carta sobre la cama fuera la revelación de una partida sin destino, sin tiempo pero con toda la vergüenza y el desprecio de los que debieron haber levantado la cabeza para ayudarle a ver el horizonte.

Con la pesadumbre de haber dedicado una vida entera a la búsqueda de la felicidad que sólo vio asomarse algunas veces por el espinoso pasillo del amor a sus hijos y a su esposo, que luego se convirtió en suplicio, luego en impotencia y finalmente se fue tornando lentamente en resignación y en una inquebrantable costumbre. No se detenía en sus recuerdos, pasaban por su memoria como un río sin cauce en una avalancha de sentimientos que se la iban quedando a la orilla de su vida, mezclados con los escombros del desconsuelo y de la incapacidad para dar más, de vez en cuando se despertaba en su presente cargado por inmensos deseos de no estar ahí, bajo la misericordia cansada de unos pocos, bajo las miradas lastimeras de sus hijos, de sus amigos, de las personas que decían que era terca al querer aferrarse a la vida, de la mirada de él, la más temida, la más aterradora y desgarradora que su propio dolor de muerte, esa mirada que nunca le había conocido ni siquiera en los momentos de más desesperación, dolor o arrepentimiento, ni siquiera en la mirada salvaje de animal indomable que llevaba el día en que la tomó de su cabello largo y vital cuando ella le reclamó por sus andanzas con otras mujeres, que la llevó a tomar la decisión radical de llevar el cabello corto por el resto de su vida. Era la mirada de él a la que más temía porque no la comprendía, después de más de cincuenta años de estar con él, no lo recocía detrás de esa mirada, detrás de ese miedo y al mismo tiempo detrás de ese odio, el miedo y el odio combinados hacia el inevitable destino de estar solo, sin ella, primera y definitivamente sin ella, el miedo que le dejaba ver una amenaza de llanto que se iba dibujando lentamente en su rostro. Lo vio así, tan indefenso, tan sublime, tan niño, tan cansado y no pudo comprender porque en tanto tiempo de dolores y vida con él no llegó a conocerlo, no llegó a ver el verdadero hombre que residía en él, que se escondía detrás de un armazón de dureza y machismo, no llegó a ver el hombre tan débil y cobarde, tan cansado de sí mismo. No lo reconoció en el umbral de sus recuerdos, por eso pensó que no era él, con el que atravesó los verdes valles de sus sueños, de su infancia, a donde hubiera querido ir a depositar los restos de su vida. No pensó que fuese él quien le marchitó la belleza de su cuerpo y de su alma con cada mujer que le conocía. No pensó que fuese él a quien vio sumirse paso a paso en el océano insondable de la vejez y a quien la vida le pusiera de castigo por todos sus derroches ver como lentamente ella se le iba desvaneciendo y se le iba perdiendo en las postrimerías de la vida. No pensó que fuera él, por eso no le presto más atención hasta el último día en que se despidiera de él dejándole de herencia una soledad tan innegable como la muerte misma, una soledad de la que ni siquiera los recuerdos podrían salvarle. Y por primera vez después de haberse visto empujada hasta ese oscuro abismo de su enfermedad sintió miedo a todo lo que había vivido, a todos sus sueños nunca logrados, a todos sus propósitos nunca alcanzados y a todos sus libros nunca leídos; sintió miedo de no haber sido una buena madre y de haber permitido que sus hijos se perdieran en los vicios; sintió miedo de no haber sido una buena esposa y de haberle impulsado a esas mujeres que recibieron mucho más de lo que ella anhelo cuando dejó los verdes prados del valle y le siguió a las lejanas montañas; sintió

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