ClubEnsayos.com - Ensayos de Calidad, Tareas y Monografias
Buscar

Dos años De Vacaciones - Julio Verne

maru0425 de Agosto de 2014

4.020 Palabras (17 Páginas)480 Visitas

Página 1 de 17

Dos años de vacaciones

Julio Verne

PRÓLOGO

Muchos Robinsones han despertado ya la curiosidad de nuestros jóvenes lectores. Daniel de Foë, en su inmortal Robinsón Crusoe, ha puesto en escena al hombre solo; Wyss, en su Robinsón Suizo, a la familia; Cooper, en El Cráter, a una sociedad con sus múltiples elementos, y yo en La Isla Misteriosa he presentado a algunos sabios luchando con las necesidades de su penosísima situación.

Se ha escrito también El Robinsón de doce años, El Robinsón de los hielos, El Robinsón de las niñas, y otros; pero con ser tan grande el número de novelas que componen la serie de los Robinsones, no la considero completa, y he creído que para ello sería conveniente publicar un libro cuyos protagonistas fueran algunos jovencitos de ocho a trece años, abandonados en una isla, luchando por la vida en medio de las contrariedades ocasionadas por la diferencia de nacionalidad; en una palabra, un colegio de Robinsones.

Verdad es que en Un capitán de quince años procuró demostrar lo que pueden el valor y la inteligencia de un niño enfrente de los peligros y de las dificultades de una responsabilidad muy grande para su edad; pero se me ha ocurrido después que si la enseñanza contenida en dicho libro ha de ser para muchos provechosa, se hacía necesario completarla.

He aquí los dos motivos que me han impulsado a escribir esta nueva obra, que me permito ofrecer al público bajo el título de: Dos años de vacaciones.

JULIO VERNE

I

La tempestad. -Un «schooner» desamparado. -Cuatro muchachos en el puente del «Sloughi». -La mesana hecha pedazos. -Visita en el interior del yate. -El grumete medio ahogado. -Una ola por la popa. -La tierra a través de las nieblas de la madrugada. -El banco de arrecifes.

Durante la noche del 9 de Marzo de 1860 las nubes, confundiéndose con el mar, no permitían a la vista extenderse más allá de algunas brazas en derredor.

En aquel mar furioso, cuyas olas se desplegaban dejando en pos de sí surcos lívidos y espumosos, un buque ligero huía casi sin velas.

Era un yate de cien toneladas, un schooner, como llaman a las goletas en Inglaterra y en América.

Este schooner se denominaba el Sloughi, nombre que se hubiera buscado en vano en el cuadro de popa, en atención a que había sido arrancado en parte por debajo del coronamiento, quizá por el huracán, tal vez por algún choque.

Eran las once de la noche. Bajo la latitud en que se hallaba, y a principios de Marzo, éstas son bastante cortas. Los primeros albores no es dejarían ver hasta las cinco de la madrugada. ¿Pero serían acaso menores los peligros que amenazaban al Sloughi cuando el sol alumbrase el espacio? Tan débil nave ¿no estaría sin cesar, hasta destruirse, a merced de las olas, cada vez más embravecidas?

Seguramente que esto último acontecería, pues sólo la calma podría salvarla de un horroroso naufragio, cual lo es el que ocurre en medio del Océano, lejos de toda tierra, cuya presencia alienta siempre y hace muchas veces que algunos náufragos, reanimados por la esperanza, encuentren su salvación.

En la popa del Sloughi, y al lado del timón, se hallaban tres muchachos, uno de catorce años, otros dos de trece y un grumete de raza negra, que contaba apenas doce. Los pobres niños reunían sus fuerzas para impedir que las olas cogieran al schooner por los costados,

haciéndole perecer. Era un trabajo muy rudo, porque la rueda del gobernalle, dando vueltas a pesar de los esfuerzos que las pobres criaturas hacían para dominarla, podía de un momento a otro sobreponerse a ellos y lanzarlos al mar. Un poco antes de las doce arreciaron tanto las olas que batían el flanco del yate, que puede considerarse como un milagro que no se rompiera el timón. Los golpes de mar eran rudísimos, y uno de ellos, muy fuerte, derribó a nuestros pequeños marineros, si bien pudieron éstos levantarse casi en seguida.

-¿Sirve todavía el timón? preguntó uno de ellos.

-Sí, Gordon, respondió otro muchacho, llamado Briant, que, habiendo vuelto a ocupar su sitio, conservaba toda su sangre fría.

Luego, dirigiéndose al tercero, dijo:

-Agárrate fuerte, Doniphan, y procura no acobardarte. Tenemos que salvar a los demás.

Estas frases fueron dichas en inglés; mas por el acento de Briant dejábase conocer que era de origen francés.

Éste se volvió hacia el grumete, diciéndole:

-¿Estás herido, Mokó?

-No, señor Briant; pero procuremos mantener el buque dando la popa a las olas, si no queremos irnos a pique.

En este momento se abrió la escotilla que daba patio al salón del schooner, y dos cabecitas aparecieron al nivel del puente, oyéndose al mismo tiempo los ladridos de un perro, que no tardó en dejarse ver también.

-¡Briant!... ¡Briant!... exclamó un niño como de unos nueve años de edad: ¿qué sucede?

-Nada, Iverson, nada, replicó Briant. Bájate otra voz con Dole... ¡Pronto, muy pronto!...

-¡Es que tenemos mucho miedo! añadió el otro más pequeño.

-¿Y los demás?... preguntó Doniphan.

-¡Los demás también están asustados! replicó Dole.

-Vamos, volved abajo, dijo Briant; encerraos, tapaos la cabeza con la sábana, cerrad los ojos, y así no tendréis miedo. No hay peligro ninguno.

-¡Atención!... ¡Otra ola!... exclamó Mokó.

Y, en efecto, un violento choque se sintió en la popa; pero felizmente no embarco agua, porque si tal hubiera sucedido, la ruina sería completa, pues penetrando el agua en el interior por la puerta de la escotilla, el yate no hubiera podido levantarse más.

-¡Volveos adentro, con mil rayos! exclamó Gordon: ¡volveos, si no queréis que os castigue!

-Vamos, niños, marchaos, volvió a repetir Briant con más dulzura.

Las dos cabecitas desaparecieron; mas en aquel momento, otro muchacho, que acababa de subir, preguntó:

-¿No nos necesitas, Briant?

-No: Baxter, Cross, Webb, Service, Wilcox y tú, quedaos con los pequeños. Bastamos aquí los cuatro.

Baxter volvió a cerrar por dentro.

-Los demás también tienen miedo, había dicho Dole, según recordarán nuestros lectores. Pero ¿es que no había más que niños en aquel schooner llevado por el huracán? ¿Es que no existía ningún hombre a bordo, ni un capitán que mandara, ni un marino siquiera que ejecutara las maniobras, ni un timonel que gobernase en medio de aquella tormenta? ¡No, no había más que niños! ¿Y cuántos eran? Quince, contando a Gordon, Briant,

Doniphan y el grumete que ya conocemos. ¡Y en qué circunstancias se embarcaron y por qué se encontraban solos? Pronto lo sabremos.

Lo cierto es que, dado tal personal, no es de extrañar que nadie a bordo pudiese decir la posición exacta del Sloughi en medio de aquel Océano... ¡Y qué Océano! El más grande de todos, el Pacífico, que tiene dos mil leguas de anchura desde Australia y Nueva Zelandia hasta el litoral suramericano. ¿Qué había sucedido? ¿La tripulación varonil del yate habla desaparecido por efecto de alguna catástrofe? ¿Piratas de la Malasia se habían apoderado quizás de los marineros, no dejando a bordo más que unos cuantos niños entregados a sí mismos, no pasando el mayor de catorce años? Un buque de cien toneladas necesita, por lo menos, un Capitán, un contramaestre, cinco o seis hombres; y de ese personal, indispensable para maniobrar, no quedaba más que un grumete. Pero, en fin, ¿de dónde venía ese schooner? ¿De qué paraje austrolasiano, o de qué archipiélagos de Oceanía? ¿Desde cuánto tiempo estaba en el mar, y cuál era su rumbo? Seguramente que aquellos pobres niños podrían contestar a todas aquellas preguntas si hubieran encontrado algún navío y el capitán les preguntara el motivo de su aislamiento; mas por desgracia no se divisaba ningún buque, ni siquiera de los transatlánticos, cuyos itinerarios se cruzan en los mares oceánicos, ni tampoco barcos del comercio, de vapor o veleros, que Europa y América mandan a centenares hacia los puertos del Pacífico. Y aunque uno de esos buques, tan potentes por su máquina o por su velamen, estuviera en aquellos parajes, le hubiese sido muy difícil socorrer al yate, ocupado él mismo en luchar con la tempestad.

Briant y sus compañeros procuraban, por todos los medios que estaban a su alcance, que el schooner no se tumbara por completo.

-¿Qué hacemos?... dijo Doniphan.

-¡Todo lo que sea posible para salvarnos, con la ayuda de Dios! respondió Briant con serenidad admirable, precisamente en momentos en que ciertamente aun el hombre de más energía hubiera conservado muy pocas esperanzas de salvación.

En efecto; la tempestad arreciaba y el huracán crecía en intensidad, amenazando a cada instante hundir la embarcación, privada hacía cuarenta y ocho horas de su palo mayor, que,

roto a cuatro pies de altura por encima del puente, no permitía izar ninguna vela con que auxiliar el gobierno del buque.

El palo mesana se sostenía aun, pero era de temer cercano el momento en que, falto de los obenques, se cayera sobre el puente. Hacia la proa, el pequeño foque, hecho pedazos, era de tal modo agitado por el huracán, que sus sacudidas parecían detonaciones de armas de fuego. No quedaba ya más vela que la mesana, pronta a desgarrarse también, pues los pobres muchachos no hablan tenido la suficiente fuerza para quitar el último rizo, a fin de disminuir su superficie. Si aquella vela se rompía, sería ya imposible que el yate hiciera

...

Descargar como (para miembros actualizados) txt (25 Kb)
Leer 16 páginas más »
Disponible sólo en Clubensayos.com