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El Hablador

martin_031011 de Febrero de 2014

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–Se aprovecha de ellos, por supuesto. Pero, al menos, no los desprecia. Conoce su

cultura a fondo y se enorgullece de ella. Y cuando otros quieren atropellarlos, los defiende.

En las anécdotas que me refería, el entusiasmo de Saúl dotaba al episodio más trivial

–la roza de un monte o la pesca de una gamitana– de contornos heroicos. Pero era sobre

todo el mundo indígena, con sus prácticas elementales y su vida frugal, su animismo y su

magia, lo que parecía haberlo hechizado. Ahora sé que aquellos indios, cuya lengua había

empezado a aprender con ayuda de los alumnos indígenas de la Misión Dominicana de Quillabamba

–una vez me cantó una triste y reiterativa canción incomprensible, acompañándose

con el ritmo de una calabaza llena de semillas–, eran los machiguengas. Ahora sé que

aquellos carteles con dibujitos, mostrando los peligros de pescar con dinamita, que vi apilados

en su casa de Breña, los había hecho para repartírselos a los blancos y mestizos del

Alto Urubamba –los hijos, nietos, sobrinos, bastardos y entenados de Fidel Pereira– con la

intención de proteger las especies que alimentaban a esos mismos indios que, un cuarto de

siglo más tarde, fotografiaría el ahora difunto Gabriele Malfatti.

Visto con la perspectiva del tiempo, sabiendo lo que le ocurrió después –he pensado

mucho en esto– puedo decir que Saúl experimentó una conversión. En un sentido cultural y

acaso también religioso. Es la única experiencia concreta que me ha tocado observar de

cerca que parecía dar sentido, materializar, eso que los religiosos del colegio donde estudié

querían decirnos en las clases de catecismo con expresiones como «recibir la gracia», «ser

tocado por la gracia», «caer en las celadas de la gracia». Desde el primer contacto que tuvo

con la Amazonía, Mascarita fue atrapado en una emboscada espiritual que hizo de él una

persona distinta. No sólo porque se desinteresó del Derecho y se matriculó en Etnología y

por la nueva orientación de sus lecturas, en las que, salvo Gregorio Samsa, no sobrevivió

personaje literario alguno, sino porque, desde entonces, comenzó a preocuparse, a obsesionarse,

con dos asuntos que en los años siguientes serían su único tema de conversación:

el estado de las culturas amazónicas y la agonía de los bosques que las hospedaban.

–Te has vuelto un temático, Mascarita. Ya no se puede hablar contigo de otra cosa.

–Pucha, es cierto, mi viejo, no te he dejado abrir la boca. Discurséame un rato, si te

provoca, de Tolstoi, la lucha de clases o las novelas de caballerías.

–¿No exageras un poco, Saúl?

–No, compadre, más bien me quedo corto. Te lo juro. Lo que se está haciendo en la

Amazonía es un crimen. No tiene justificación, por donde le des vuelta. Créeme, hombre, no

te rías. Ponte en el caso de ellos, aunque sea un segundo. ¿Adónde se pueden seguir yendo?

Los empujan de sus tierras desde hace siglos, los echan cada vez más adentro, más

adentro. Lo extraordinario es que, a pesar de tantas calamidades, no hayan desaparecido.

Ahí están siempre, resistiendo. ¿No es para quitarse el sombrero? Caracho, ya me solté otra

vez. Hablemos de Sartre, anda. Lo que me subleva es que a nadie le importa un pito lo que

está pasando allá.

¿Por qué le importaba a él tanto? No por razones políticas, en todo caso. A Mascarita

la política le resultaba la cosa menos interesante del mundo. Cuando hablábamos de política,

me daba cuenta que él se forzaba a hacerlo para darme gusto, pues yo, en esa época,

tenía entusiasmos revolucionarios y me había dado por leer a Marx y hablar de las relaciones

sociales de producción. A Saúl esos asuntos le aburrían tanto como los sermones del

rabino. Y acaso tampoco fuera exacto decir que aquellos temas le interesaban por una razón

ética general, por lo que la condición de los indígenas de la selva reflejaba sobre las

iniquidades sociales de nuestro país, pues Saúl no reaccionaba del mismo modo ante otras

injusticias que tenía al frente, acaso ni siquiera las advertía. La situación de los indios de los

Andes, por ejemplo –que eran varios millones en vez de los pocos miles de la Amazonía–, o

cómo remuneraban y trataban los peruanos de las clases media y alta a sus sirvientes.

No, era sólo aquella específica manifestación de inconsciencia, irresponsabilidad y

crueldad humanas, la que se abatía sobre los hombres y los árboles, los animales y los ríos

de la selva, la que, por una razón que entonces me era difícil comprender (acaso a él también)

transformó a Saúl Zuratas, quitándole de la cabeza toda otra inquietud y tornándolo un

hombre de ideas fijas. Al extremo de que si no hubiera sido tan buena persona, tan generoEl

Hablador Mario Vargas Llosa

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so y servicial, probablemente hubiera dejado de frecuentarlo. Porque lo cierto es que se volvió

monótono.

A veces, para ver hasta dónde podía llevarlo «el tema», yo lo provocaba. ¿Qué proponía,

a fin de cuentas? ¿Que, para no alterar los modos de vida y las creencias de unas tribus

que vivían, muchas de ellas, en la Edad de Piedra, se abstuviera el resto del Perú de explotar

la Amazonía? ¿Deberían dieciséis millones de peruanos renunciar a los recursos naturales

de tres cuartas partes de su territorio para que los sesenta u ochenta mil indígenas amazónicos

siguieran flechándose tranquilamente entre ellos, reduciendo cabezas y adorando al

boa constrictor? ¿Debíamos ignorar las posibilidades agrícolas, ganaderas y comerciales de

la región para que los etnólogos del mundo se deleitaran estudiando en vivo el potlach, las

relaciones de parentesco, los ritos de la pubertad, del matrimonio, de la muerte, que aquellas

curiosidades humanas venían practicando, casi sin evolución, desde hacía cientos de

años? No, Mascarita, el país tenía que desarrollarse. ¿No había dicho Marx que el progreso

vendría chorreando sangre? Por triste que fuera, había que aceptarlo. No teníamos alternativa.

Si el precio del desarrollo y la industrialización, para los dieciséis millones de peruanos,

era que esos pocos millares de calatos tuvieran que cortarse el pelo, lavarse los tatuajes y

volverse mestizos –o, para usar la más odiada palabra del etnólogo: aculturarse–, pues, qué

remedio.

Mascarita no se enojaba conmigo, porque él no se enojaba nunca por nada y con nadie,

y tampoco adoptaba un aire superior de te–perdono–porque–no–sabes–loque–dices.

Pero yo sentía, cuando le lanzaba estas provocaciones, que le dolían como si hubiera hablado

mal de Don Salomón Zuratas. Lo disimulaba perfectamente, eso sí. Había conseguido

ya, quizás, el ideal machiguenga de no sentir jamás rabia para que las líneas paralelas que

sostienen al mundo no cedan. No aceptaba, por lo demás, discutir éste ni cualquier otro

asunto de manera general, en términos ideológicos. Tenía una resistencia congénita a todo

tipo de pronunciamiento abstracto. Los problemas siempre se planteaban para él de manera

concreta: lo que había visto con sus ojos y las consecuencias que cualquiera con algo de

seso en la mollera podía colegir que aquello tendría en un futuro.

–La pesca con explosivos, por ejemplo. Se supone que está prohibida. Pero, anda y

mira, compadre. No hay río o quebrada en toda la selva donde los serranos y los viracochas

–así nos llaman a los blancos– no ahorren tiempo pescando al por mayor, con dinamita.

¡Ahorren tiempo! ¿Te imaginas lo que eso significa? Cartuchos de dinamita pulverizando día

y noche los bancos de peces. Las especies están desapareciendo, viejito.

Discutíamos en una mesa del Bar Palermo, en La Colmena, tomando cerveza. Afuera

había sol, gente apurada, destartalados automóviles de agresivas bocinas y nos rodeaba

esa atmósfera humosa, con olor a grasa frita y a orines, de los cafetines del centro de Lima.

–¿Y la pesca con venenos, Mascarita? ¿No la inventaron acaso los indios de las tribus?

También ellos son unos depredadores de la Amazonía, pues.

Se lo dije para que descargara su artillería pesada contra mí. Y la disparó, por supuesto.

Era falso, falsísimo. Pescaban con barbasco y cumo, pero en los caños o brazos de río y

en las pozas que quedan en las islas cuando las aguas merman. Y sólo en ciertas épocas

del año. Jamás en los períodos de desove, que conocían al dedillo. En esas fechas pescaban

con redes, arpones y trampas, o con sus manos peladas, te quedarías bizco si los vieras,

compadrito. En cambio, los criollos usaban el barbasco y el cumo todo el año, en cualquier

parte. Aguas envenenadas miles y miles de veces, a lo largo de decenios. ¿Me daba

cuenta? No sólo liquidaban a las crías en los tiempos de desove, también pudrían las raíces

de los árboles y plantas de las orillas.

¿Los idealizaba? Estoy seguro que sí. Y, también, tal vez sin proponérselo, exageraba

los desastres para fortalecer sus argumentos. Pero era evidente que a Mascarita esas crías

de sábalos y bagres envenenados por los

...

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