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El Hablador


Enviado por   •  26 de Mayo de 2014  •  1.539 Palabras (7 Páginas)  •  192 Visitas

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Tushía, de quien se decía que habitaba en una isla del río Pastaza con un harén de niñas robadas a lo largo y ancho de la Amazonía. Pero, a la larga, el recuerdo más memorable y recurrente de aquel viaje –un recuerdo que, en esta tarde florentina, arde casi con la misma violencia que las ascuas del sol vera- niego de Toscana– sería lo que les oí contar, en Yarinacocha, a una pareja de lingüistas: los esposos Schneil. Al principio, me pareció que era la primera vez que oía nombrar a aquella tribu. Pero, de pronto, me di cuenta que era la misma sobre la que había oído tantas histo- rias a Saúl, aquella con la que entró en contacto desde su primer viaje a Quillabamba: los machiguengas. Y, sin embargo, salvo en el nombre, ambas no parecían tener mucho en común. Poco a poco, fui adivinando la razón de la desinteligencia de imágenes. Aunque se tra- taba de la misma tribu, los machiguengas –cuyo número se calculaba, a ciegas, entre cuatro y cinco mil– estaban desigualmente vinculados con el resto del Perú y entre sí mismos. Era un pueblo fracturado. Una línea divisoria, que tenía como hito principal el Pongo de Mainiqui, diferenciaba a los machiguengas dispersos en la ceja de montaña, colindante con la sierra – zona montuosa–, donde la presencia de blancos y mestizos era abundante–, de los machi- guengas de la zona oriental, allende el Pongo, donde comienza la llanura amazónica. El ac- cidente geográfico, aquel paso angosto entre montañas donde el Urubamba se embravecía y llenaba de espuma, remolinos y ruido, separaba a aquellos de arriba, que tenían contactos con el mundo blanco y mestizo y habían entrado en un proceso de aculturación, de los otros, diseminados en los bosques del llano, que vivían casi en total aislamiento y conservaban más o menos intacta su forma de vida tradicional. Los dominicos habían levantado misiones entre aquellos –como Chirumbia, Koribeni y Panticollo–, y en esa zona había, también, cha- cras de viracochas, en las que algunos machiguengas trabajaban. esos eran los dominios del célebre Fidel Pereira y el mundo machiguenga al que se referían las evocaciones de Sa- úl: el más occidentalizado y expuesto al exterior. El otro sector de la comunidad –pero ¿se podía hablar, en estas condiciones, de una comunidad?–, diseminado en el extensísimo territorio de las hoyas de los ríos Urubamba y Madre de Dios, se mantenía aún, a fines de los años cincuenta, celosamente aislado y se resistía a todo tipo de comunicación con los blancos. A ellos no habían llegado los misione- ros dominicos y en esa zona no había, por el momento, nada que atrajera a los viracochas. Pero ni siquiera ese sector era homogéneo. Había, entre los machiguengas más primitivos, un pequeño grupo o fracción aún más arcaico, enemistado con el resto. Los llamados «ko- gapakori». Concentrados en la zona bañada por dos afluentes del Urubamba –los ríos Tim- pía y Tikompinía–, los kogapakori andaban totalmente desnudos, salvo algunos hombres que llevaban estuches fálicos hechos de bambú, y atacaban a quien penetrara en sus domi- nios, aun si eran de la misma etnia. Su caso era excepcional, porque, comparados con cual- quier otra tribu, los machiguengas habían sido tradicionalmente pacíficos. Su carácter sua- ve, dócil, hizo de ellos las víctimas privilegiadas de la época del caucho, cuando las grandes cacerías de indios para proveer de brazos a los asentamientos caucheros –período en que la tribu fue literalmente diezmada y estuvo a punto de extinguirse– y por ello habían llevado siempre la peor parte en las escaramuzas con sus enemigos inveterados, los yaminahuas y los mashcos, sobre todo estos últimos, famosos por su belicosidad. Éstos eran los machi- guengas de los que nos hablaban los esposos Schneil. Llevaban ya dos años y medio de esfuerzos para ser admitidos por ellos y todavía encontraban desconfianza y a veces hostili- dad en los grupos con los que habían logrado hacer contacto. Yarinacocha, a la hora del crepúsculo, cuando la boca roja del sol comienza a hundir- se tras las copas de los árboles y la laguna de aguas verdosas llamea bajo el cielo azul añil, en el que titilan las primeras estrellas, es uno de los espectáculos más hermosos que yo haya visto. Estábamos en la terraza de una casa de madera y contemplábamos, por sobre el hombro de los Schneil, el horizonte de la selva, oscureciéndose. La visión era bellísima. Pe- ro todos, creo, nos sentíamos incómodos y deprimidos. Porque aquello que nos contaba la pareja –ambos bastante jóvenes y con el aire deportivo, candoroso, puritano y diligente que lucían, como un uniforme, todos los lingüistas– era una historia lúgubre. Hasta los dos

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