LA ULTIMA NIEBLA
rodo196612 de Abril de 2015
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MARÍA LUISA BOMBAL
LA ÚLTIMA NIEBLA
DIGITALIZADO EN SANTIAGO DE CHILE POR: SVEERS_UK.
El vendaval de la noche anterior había remojado las tejas de la
vieja casa de campo. Cuando llegamos, la lluvia goteaba en todos los
cuartos.
—Los techos no están preparados para un invierno semejante —dijeron
los criados al introducirnos en la sala, y como echaran sobre mí una
mirada de extrañeza, Daniel explicó rápidamente:
—Mi prima y yo nos casamos esta mañana. Tuve dos segundos de
perplejidad.
—"Por muy poca importancia que se haya dado a nuestro repentino
enlace, Daniel debió haber advertido a su gente" —pensé, escandalizada.
A la verdad, desde que el coche franqueó los límites de la
hacienda, mi marido se había mostrado nervioso, casi agresivo.
Y era natural.
Hacía apenas un año efectuaba el mismo trayecto con su primera
mujer; aquella muchacha huraña y flaca a quien adoraba, y que debiera
morir tan inesperadamente tres meses después. Pero ahora, ahora hay algo
como de recelo en la mirada con que me envuelve de pies a cabeza. Es la
mirada hostil con la que de costumbre acoge siempre a todo extranjero.
—¿Qué te pasa? —le pregunto.
—Te miro —me contesta—. Te miro y pienso que te conozco
demasiado...
Lo sacude un escalofrío. Se allega a la chimenea y mientras se
empeña en avivar la llama azulada que ahuma unos leños empapados,
prosigue con mucha calma:
—Hasta los ocho años, nos bañaron a un tiempo en la misma bañadera.
Luego, verano tras verano, ocultos de bruces en la maleza, Felipe y yo te
hemos acechado y visto zambullirse en el río a todas las muchachas de la
familia. No necesito ni siquiera desnudarte. De ti conozco hasta la
cicatriz de tu operación de apendicitis.
Mi cansancio es tan grande que en lugar de contestar prefiero
dejarme caer en un sillón. A mi vez, miro este cuerpo de hombre que se
mueve delante de mí. Este cuerpo grande y un poco torpe yo también lo
conozco de memoria; yo también lo he visto crecer y desarrollarse. Desde
hace años, no me canso de repetir que si Daniel no procura mantenerse
derecho terminará por ser jorobado. Y como a menudo enredé en ellos dedos
temblorosos de rabia, conozco la resistencia de sus cabellos rubios,
ásperos y crespos. En él, sin embargo, esa especie de inquietud en los
movimientos, esa mirada angustiada, son algo nuevo para mí.
Cuando era niño, Daniel no temía a los fantasmas ni a los muebles
que crujen en la oscuridad durante la noche. Desde la muerte de su mujer,
diríase que tiene siempre miedo de estar solo.
Pasamos a una segunda habitación más fría aún que la primera.
Comemos sin hablar.
—¿Te aburres? —interroga de improviso mi marido.
—Estoy extenuada —contesto.
Apoyados los codos en la mesa, me mira fijamente largo rato y
vuelve a interrogarme:
—¿Para qué nos casamos?
—Por casarnos —respondo.
Daniel deja escapar una pequeña risa.
—¿Sabes que has tenido una gran suerte al casarte conmigo?
—Sí, lo sé —replico, cayéndome de sueño.
—¿Te hubiera gustado ser una solterona arrugada, que teje para los
pobres de la hacienda?
Me encojo de hombros.
—Ese es el porvenir que aguarda a tus hermanas...
Permanezco muda. No me hacen ya el menor efecto las frases
cáusticas con que me turbaba no hace aún quince días.
Una nueva y violenta racha de lluvia se descarga contra los
vidrios. Allá, en el fondo del parque, oigo acercarse y alejarse el
incesante ladrido de los perros. Daniel se levanta y toma la lámpara.
Echa a andar. Mientras lo sigo, arrebujada en la vieja manta de vicuña,
que me echara compasivamente sobre los hombros la buena mujer que nos
sirviera una comida improvisada, compruebo con sorpresa que sus sarcasmos
no hacen sino revolverse contra él mismo. Está lívido y parece sufrir.
Al entrar en el dormitorio, suelta la lámpara y vuelve rápidamente
la cabeza, a la par que una especie de ronquido que no alcanza a reprimir
le desgarra la garganta.
Le miro extrañada. Tardo un segundo en comprender que está
llorando.
Me aparto de él, tratando de persuadirme de que la actitud más
discreta está en fingir una absoluta ignorancia de su dolor. Pero en mi
fuero interno algo me dice que ésta es también la actitud más cómoda.
Y entonces, más que el llanto de mi marido, me molesta la idea de
mi propio egoísmo. Lo dejo pasar al cuarto contiguo sin esbozar un gesto
hacia él, sin balbucir una palabra de consuelo. Me desvisto, me acuesto
y, sin saber cómo, me deslizo instantáneamente en el sueño.
A la mañana siguiente, cuando me despierto, hay a mi lado un surco
vacío en el lecho; me informan que, al rayar el alba, Daniel salió camino
del pueblo.
* * *
La muchacha que yace en ese ataúd blanco, no hace dos días
coloreaba tarjetas postales, sentada bajo el emparrado. Y ahora hela aquí
aprisionada, inmóvil, en ese largo estuche de madera, en cuya tapa han
encajado un vidrio para que sus conocidos puedan contemplar su postrera
expresión.
Me acerco y miro, por primera vez, la cara de un muerto.
Veo un rostro descolorido, sin ni un toque de sombra en los anchos
párpados cerrados. Un rostro vacío de todo sentimiento.
Esta muerta, sobre la cual no se me ocurriría inclinarme para
llamarla porque parece que no hubiera vivido nunca, me sugiere de pronto
la palabra silencio.
Silencio, un gran silencio, un silencio de años, de siglos, un
silencio aterrador que empieza a crecer en el cuarto y dentro de mi
cabeza.
Retrocedo y, abriéndome paso con nerviosa precipitación entre mudos
enlutados, alcanzo la puerta, después de haber tropezado con horribles
coronas de flores artificiales.
Atravieso casi corriendo el jardín, abro la verja. Pero, afuera,
una sutil neblina ha diluido el paisaje y el silencio es aún mas inmenso.
Desciendo la pequeña colina sobre la cual la casa está aislada
entre cipreses, como una tumba, y me voy, a bosque traviesa, pisando
firme y fuerte, para despertar un eco. Sin embargo, todo continúa mudo y
mi pie arrastra hojas caídas que no crujen porque están húmedas y como en
descomposición.
Esquivo siluetas de árboles, a tal punto estáticas, borrosas, que
de pronto alargo la mano para convencerme de que existen realmente.
Tengo miedo. En aquella inmovilidad y también en la de esa muerta
estirada allá arriba, hay como un peligro oculto.
Y porque me ataca por vez primera, reacciono violentamente contra
el asalto de la niebla.
¡Yo existo, yo existo —digo en voz alta— y soy bella y feliz! Sí,
¡feliz!; la felicidad no es más que tener un cuerpo joven y esbelto y
ágil.
No obstante, desde hace mucho, flota en mí una turbia inquietud.
Cierta noche, mientras dormía, vislumbré algo, algo que- era tal vez su
causa. Una vez despierta, traté en vano de recordarlo. Noche a noche he
tratado, también en vano, de volver a encontrar el mismo sueño.
Un soplo frío me azota la frente. Sin ruido, tocándome casi, ha
pasado sobre mí un pájaro de alas rojizas, de alas de color de otoño.
Tengo miedo nuevamente. Emprendo una carrera desesperada hacia mi casa.
Diviso a mi marido, que apacigua el trote de su caballo para
gritarme que su hermano Felipe, con su mujer y un amigo, han venido a
visitarnos de paso para la ciudad.
Entro al salón por la puerta que abre sobre el macizo de
rododendros. En la penumbra, dos sombras se apartan bruscamente una de
otra, con tan poca destreza, que la cabellera medio desatada de Regina
queda prendida a los botones de la chaqueta de un desconocido.
Sobrecogida, los miro.
La mujer de Felipe opone a mi mirada otra mirada llena de cólera.
El, un muchacho alto y muy moreno, se inclina, con mucha calma
desenmaraña las guedejas negras, y aparta de su pecho la cabeza de su
amante.
Pienso en la trenza demasiado apretada que corona sin gracia mi
cabeza. Me voy sin haber despegado los labios.
Ante el espejo de mi cuarto, desato mis cabellos, mis cabellos
también sombríos. Hubo un tiempo en que los llevé sueltos, casi hasta
tocar el hombro. Muy lacios y apegados a las sienes, brillaban como una
seda fulgurante. Mi peinado se me antojaba, entonces, un casco guerrero
que, estoy segura, hubiera gustado al amante de Regina. Mi marido me ha
obligado después a recoger mis extravagantes cabellos; porque en todo
debo esforzarme en imitar a su primera mujer, a su primera mujer que,
según él, era una mujer perfecta.
Me miro al espejo atentamente y compruebo angustiada que mis
cabellos han perdido ese leve tinte rojo que les comunicaba un extraño
fulgor, cuando sacudía la cabeza. Mis cabellos se han oscurecido. Van a
oscurecerse cada día más.
Y antes que pierdan su brillo y su violencia, no habrá nadie que
diga que tengo lindo pelo.
La casa resuena y queda vibrando durante un pequeño intervalo del
acorde que
...