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La última Niebla

josyy19 de Agosto de 2013

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MARÍA LUISA BOMBAL

LA ÚLTIMA NIEBLA

DIGITALIZADO EN SANTIAGO DE CHILE POR: SVEERS_UK.

El vendaval de la noche anterior había remojado las tejas de la

vieja casa de campo. Cuando llegamos, la lluvia goteaba en todos los

cuartos.

—Los techos no están preparados para un invierno semejante —dijeron

los criados al introducirnos en la sala, y como echaran sobre mí una

mirada de extrañeza, Daniel explicó rápidamente:

—Mi prima y yo nos casamos esta mañana. Tuve dos segundos de

perplejidad.

—"Por muy poca importancia que se haya dado a nuestro repentino

enlace, Daniel debió haber advertido a su gente" —pensé, escandalizada.

A la verdad, desde que el coche franqueó los límites de la

hacienda, mi marido se había mostrado nervioso, casi agresivo.

Y era natural.

Hacía apenas un año efectuaba el mismo trayecto con su primera

mujer; aquella muchacha huraña y flaca a quien adoraba, y que debiera

morir tan inesperadamente tres meses después. Pero ahora, ahora hay algo

como de recelo en la mirada con que me envuelve de pies a cabeza. Es la

mirada hostil con la que de costumbre acoge siempre a todo extranjero.

—¿Qué te pasa? —le pregunto.

—Te miro —me contesta—. Te miro y pienso que te conozco

demasiado...

Lo sacude un escalofrío. Se allega a la chimenea y mientras se

empeña en avivar la llama azulada que ahuma unos leños empapados,

prosigue con mucha calma:

—Hasta los ocho años, nos bañaron a un tiempo en la misma bañadera.

Luego, verano tras verano, ocultos de bruces en la maleza, Felipe y yo te

hemos acechado y visto zambullirse en el río a todas las muchachas de la

familia. No necesito ni siquiera desnudarte. De ti conozco hasta la

cicatriz de tu operación de apendicitis.

Mi cansancio es tan grande que en lugar de contestar prefiero

dejarme caer en un sillón. A mi vez, miro este cuerpo de hombre que se

mueve delante de mí. Este cuerpo grande y un poco torpe yo también lo

conozco de memoria; yo también lo he visto crecer y desarrollarse. Desde

hace años, no me canso de repetir que si Daniel no procura mantenerse

derecho terminará por ser jorobado. Y como a menudo enredé en ellos dedos

temblorosos de rabia, conozco la resistencia de sus cabellos rubios,

ásperos y crespos. En él, sin embargo, esa especie de inquietud en los

movimientos, esa mirada angustiada, son algo nuevo para mí.

Cuando era niño, Daniel no temía a los fantasmas ni a los muebles

que crujen en la oscuridad durante la noche. Desde la muerte de su mujer,

diríase que tiene siempre miedo de estar solo.

Pasamos a una segunda habitación más fría aún que la primera.

Comemos sin hablar.

—¿Te aburres? —interroga de improviso mi marido.

—Estoy extenuada —contesto.

Apoyados los codos en la mesa, me mira fijamente largo rato y

vuelve a interrogarme:

—¿Para qué nos casamos?

—Por casarnos —respondo.

Daniel deja escapar una pequeña risa.

—¿Sabes que has tenido una gran suerte al casarte conmigo?

—Sí, lo sé —replico, cayéndome de sueño.

—¿Te hubiera gustado ser una solterona arrugada, que teje para los

pobres de la hacienda?

Me encojo de hombros.

—Ese es el porvenir que aguarda a tus hermanas...

Permanezco muda. No me hacen ya el menor efecto las frases

cáusticas con que me turbaba no hace aún quince días.

Una nueva y violenta racha de lluvia se descarga contra los

vidrios. Allá, en el fondo del parque, oigo acercarse y alejarse el

incesante ladrido de los perros. Daniel se levanta y toma la lámpara.

Echa a andar. Mientras lo sigo, arrebujada en la vieja manta de vicuña,

que me echara compasivamente sobre los hombros la buena mujer que nos

sirviera una comida improvisada, compruebo con sorpresa que sus sarcasmos

no hacen sino revolverse contra él mismo. Está lívido y parece sufrir.

Al entrar en el dormitorio, suelta la lámpara y vuelve rápidamente

la cabeza, a la par que una especie de ronquido que no alcanza a reprimir

le desgarra la garganta.

Le miro extrañada. Tardo un segundo en comprender que está

llorando.

Me aparto de él, tratando de persuadirme de que la actitud más

discreta está en fingir una absoluta ignorancia de su dolor. Pero en mi

fuero interno algo me dice que ésta es también la actitud más cómoda.

Y entonces, más que el llanto de mi marido, me molesta la idea de

mi propio egoísmo. Lo dejo pasar al cuarto contiguo sin esbozar un gesto

hacia él, sin balbucir una palabra de consuelo. Me desvisto, me acuesto

y, sin saber cómo, me deslizo instantáneamente en el sueño.

A la mañana siguiente, cuando me despierto, hay a mi lado un surco

vacío en el lecho; me informan que, al rayar el alba, Daniel salió camino

del pueblo.

* * *

La muchacha que yace en ese ataúd blanco, no hace dos días

coloreaba tarjetas postales, sentada bajo el emparrado. Y ahora hela aquí

aprisionada, inmóvil, en ese largo estuche de madera, en cuya tapa han

encajado un vidrio para que sus conocidos puedan contemplar su postrera

expresión.

Me acerco y miro, por primera vez, la cara de un muerto.

Veo un rostro descolorido, sin ni un toque de sombra en los anchos

párpados cerrados. Un rostro vacío de todo sentimiento.

Esta muerta, sobre la cual no se me ocurriría inclinarme para

llamarla porque parece que no hubiera vivido nunca, me sugiere de pronto

la palabra silencio.

Silencio, un gran silencio, un silencio de años, de siglos, un

silencio aterrador que empieza a crecer en el cuarto y dentro de mi

cabeza.

Retrocedo y, abriéndome paso con nerviosa precipitación entre mudos

enlutados, alcanzo la puerta, después de haber tropezado con horribles

coronas de flores artificiales.

Atravieso casi corriendo el jardín, abro la verja. Pero, afuera,

una sutil neblina ha diluido el paisaje y el silencio es aún mas inmenso.

Desciendo la pequeña colina sobre la cual la casa está aislada

entre cipreses, como una tumba, y me voy, a bosque traviesa, pisando

firme y fuerte, para despertar un eco. Sin embargo, todo continúa mudo y

mi pie arrastra hojas caídas que no crujen porque están húmedas y como en

descomposición.

Esquivo siluetas de árboles, a tal punto estáticas, borrosas, que

de pronto alargo la mano para convencerme de que existen realmente.

Tengo miedo. En aquella inmovilidad y también en la de esa muerta

estirada allá arriba, hay como un peligro oculto.

Y porque me ataca por vez primera, reacciono violentamente contra

el asalto de la niebla.

¡Yo existo, yo existo —digo en voz alta— y soy bella y feliz! Sí,

¡feliz!; la felicidad no es más que tener un cuerpo joven y esbelto y

ágil.

No obstante, desde hace mucho, flota en mí una turbia inquietud.

Cierta noche, mientras dormía, vislumbré algo, algo que- era tal vez su

causa. Una vez despierta, traté en vano de recordarlo. Noche a noche he

tratado, también en vano, de volver a encontrar el mismo sueño.

Un soplo frío me azota la frente. Sin ruido, tocándome casi, ha

pasado sobre mí un pájaro de alas rojizas, de alas de color de otoño.

Tengo miedo nuevamente. Emprendo una carrera desesperada hacia mi casa.

Diviso a mi marido, que apacigua el trote de su caballo para

gritarme que su hermano Felipe, con su mujer y un amigo, han venido a

visitarnos de paso para la ciudad.

Entro al salón por la puerta que abre sobre el macizo de

rododendros. En la penumbra, dos sombras se apartan bruscamente una de

otra, con tan poca destreza, que la cabellera medio desatada de Regina

queda prendida a los botones de la chaqueta de un desconocido.

Sobrecogida, los miro.

La mujer de Felipe opone a mi mirada otra mirada llena de cólera.

El, un muchacho alto y muy moreno, se inclina, con mucha calma

desenmaraña las guedejas negras, y aparta de su pecho la cabeza de su

amante.

Pienso en la trenza demasiado apretada que corona sin gracia mi

cabeza. Me voy sin haber despegado los labios.

Ante el espejo de mi cuarto, desato mis cabellos, mis cabellos

también sombríos. Hubo un tiempo en que los llevé sueltos, casi hasta

tocar el hombro. Muy lacios y apegados a las sienes, brillaban como una

seda fulgurante. Mi peinado se me antojaba, entonces, un casco guerrero

que, estoy segura, hubiera gustado al amante de Regina. Mi marido me ha

obligado después a recoger mis extravagantes cabellos; porque en todo

debo esforzarme en imitar a su primera

...

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