La Cabeza De Goliat
vazquezdebat24 de Noviembre de 2014
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LA CABEZA DE GOLIAT
MICROSCOPÍA DE BUENOS AIRES
Esta agitación, sin hacer nada
En aceras y calzadas se mezcla y confunde aquello radiante que emanan objetos y seres
bajo la apariencia de un movimiento cada vez más acelerado, que pugna y forcejea por
correr. La calma y la inmovilidad quedan para los umbrales. La ciudad se convierte en pista
de incesante tráfago; máquinas y pasajeros van arrastrados como partículas metálicas por
trombas de electricidad. Esta mole infinitamente complicada y viva está en perpetua
agitación; hombres, vehículos y hasta objetos inánimes se diría que andan por una
necesidad intrínseca de andar.
La inquietud de Buenos Aires se proyecta en todas direcciones, y cuando las imágenes de
los móviles se reflejan en los vidrios o sus sombras se deslizan por las paredes o los
mosaicos, el movimiento abstracto adquiere su real cuerpo de sombra y superficie. Pues ese
arrebato cinético no tiene profundidad ni intensidad; cada día recomienda en el lugar en que
cesó la noche anterior, y es como si girara sobre sí mismo por una fuerza que nace de su
interior, busca irradiarse y no lo consigue.
Puede afirmarse que el ritmo de ese movimiento totalitario es mucho más vivo que en
cualquiera de las ciudades de igual población, aunque sea un movimiento que parece sin
gobierno, comparándolo con el de aquellas otras que proceden con sujeción a los principios
de la más estricta economía. Ese movimiento horizontal se caracteriza por la velocidad y no
por la firmeza y buen uso, como en otras partes. Las cosas dan la impresión de que se
precipitan sin control total, esquivándose.
Hay un mismo afán de velocidad en el chofer, en el peatón, en el comerciante tras el
mostrador, en el que habla por teléfono, en el que espera a la novia y en el que toma café resuelto a no hacer nada. ¿Nadie está contento? Se diría que la velocidad tiene aquí un
sentido absoluto, como realidad independiente de las masas; empero, como en la América
del Norte, el tiempo no pasa de ser oro, en el mejor de los casos.
La velocidad es una taquicardia, no una actividad. Nos brota de la circulación interna más
bien que de la laboriosidad, porque somos corredores aunque no seamos activos. Puede una
ciudad estar muy agitada sin ser dinámica, como un hombre puede estar en cama con ciento
cincuenta pulsaciones por minuto. Buenos Aires ama la velocidad, lo que no quiere decir
que sea activo, y acaso significaría lo contrario si es que pone un interés deportivo en
cumplir con sus obligaciones.
Todo ese movimiento no se pierde en el vacío; conduce en el balance anual al aumento de
las manzanas edificadas y del volumen de población, a un crecimiento de cualquier clase, al
cambio de domicilio, a la superposición de pisos, a la quiebra de negocios ya nuevas
instalaciones, no al poder firme ni al progreso humano. El que suponga que Buenos Aires
es una ciudad fuerte está en un error: ni tiene arraigadas convicciones como para resistir un
largo asedio, ni es audaz, ni ama el peligro verdadero. Juega con arrebatos y pasiones como
un niño demasiado mimoso con sus juguetes, su ajedrez o su Meccano. Lo que pasa es que
su tamaño sideral, su bienestar y su desasosiego intrascendente proyectan sus movimientos
en un campo vasto y vivaz, y por eso juzgamos a Buenos Aires dinámico y terrible. Hora a
hora se dilata, crece, lleva hasta confines más distantes su agitación superficial.
La vía de escape al exceso de ansia de velocidad se abre bajo tierra —en todo sentido. El
subsuelo de Buenos Aires sirve de válvula de escape y entubamiento a la energía sobrante.
Subterráneos, cables eléctricos y telefónicos, aguas corrientes, tubos neumáticos, son
sistemas circulatorios y el simpático de la urbe. Necesitamos huir vertiginosamente, aunque
sea por dentro de la tierra, so pena de trastornarlo todo, según había ocurrido antes con las
lluvias. Por eso el subterráneo está en íntima relación con la pampa, y lo que parece ser más
reciente se suelda a lo antiguo, que es lo más reciente en las formaciones geológicas.
El problema del tránsito, tal como se concibe respecto del ancho de las calzadas y el
número de los coches en circulación, es también el problema de abrirse camino, de sacar
ventaja, de estrecharse y alargarse para no chocar de frente y llegar antes. Como si
importara para algo. El tránsito en el centro de la ciudad, tal como está trazada, sería
prácticamente imposible sin la maravillosa rapidez de concepción y de reflejos, sin el golpe
de vista de hombres de cuchillo que tenemos. Ya en la presteza del paso, ya en la lentitud
desafiadora al cruzar las calles, hay un reto del jinete desmontado a la máquina.
Esquivamos el accidente con la vista tanto como con el cuerpo. Cuanto más se piensa
resulta más inexplicable que nuestro pueblo, excelente en la carrera, el y la gambeta, haya relegado a mensajeros y repartidores la bicicleta antes aristocrática. Debe ser desdén por
prejuicios de índole caballeresca. Cabalgar un simulacro que anda a impulsos de las piernas
es una parodia indigna de la equitación, y nos repugna por el respeto de jinetes que no
tenemos.
Creo que la pericia de los choferes y el coraje de los peatones obedecen a un subconsciente
—o yo ancestral y colectivo— de esgrimistas de facón y taurómacos. El placer de salir ileso
en cada lance confirma al peón en su credulidad de que la embestida de la máquina es una
rabia de gringo completamente inútil contra él.
Las ocho patas en la cabeza
Símbolo de la vida de la ciudad con las estaciones ferroviarias, sedes del movimiento
abstracto de toda significación, como si viniera transmitido desde usinas centrales
desconocidas para perderse también len lugares ignotos. Especie de movimiento automático
que es preciso coordinar con otros movimientos para que tengan algún sentido. Los que
llegan todavía no han empezado; los que se van han concluido. También la ciudad es un
gran andén de tránsito, donde nadie ha comenzado ni concluido lo que tiene que hacer.
Tanto da; y cuando unos dejan la tarea interrumpida otros vienen a terminarla. En esa
inmensa colmena todos hacen la misma cosa: agrandan la ciudad.
A cada instante llegan y salen de las plataformas convoyes repletos de gente, y ese flujo y
reflujo que parece caprichoso obedece también a inflexibles leyes estadísticas que dan un
saldo compensado al cabo de la semana, del mes o del año. El horario de actividad de
Buenos Aires es continuo y a todas horas se puede empezar o terminar de hacer algo.
Únicamente a cierta altura de la noche las estaciones se cierran al tránsito, y hasta que
reanudan el servicio, a la mañana siguiente, han desconectado la ciudad del país. Entonces
la ciudad reposa profundamente, con sus propias fuerzas de creación, que son las mismas
que durante el día se agitan en un ordenado caos de movimientos. El día de trabajo vale
para desorganizar y desordenar la ciudad; pero la noche ordena, reconstruye y vigoriza.
Por estas estaciones, que son las bocas de alimentación de la metrópoli, Buenos Aires
devora diariamente la materia prima que necesita del interior; la elabora, la digiere, la
incorpora a su existencia y el resto lo expele por allí mismo bajo el aspecto de productos
manufacturados. De las estaciones se distribuyen a los comercios y de éstos a los
consumidores. Los trenes de carga cesan al llegar a las estaciones, en tanto que los de
pasajeros empalman con los tranvías, ómnibus y demás vehículos de circulación interna, como si más bien que formando un sistema de comunicación, se transformaran sin dejar de
ser los mismos. Los coches del Ferrocarril Oeste, que llegan hasta la Plaza de Mayo,
evidencian que los trenes locales son desprendimientos de la red urbana. Puede
considerarse, pues, a las estaciones de los subterráneos formando unidad con las
ferroviarias y como dechados de lo que representa para la ciudad el tránsito absolutamente
desprovisto de sentido vital, el ir y venir en el mismo sitio, por decirlo así, cuyo modelo
máximo es el estúpido andar del ascensor. Compárese esa clase de movimientos con el
trabajo de cualquier máquina y se verá hasta dónde una ciudad carece de voluntad y
transforma lo que es inherente de la vida —el movimiento autodeterminado— en una
función mecánica de un valor puramente industrial. Con el subterráneo encontramos un
símbolo de la mecánica urbana y es necesario darle en su calidad de tal la importancia que
le corresponde, con lo que
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