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Las estanterias del ruido


Enviado por   •  6 de Marzo de 2016  •  Prácticas o problemas  •  2.356 Palabras (10 Páginas)  •  240 Visitas

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Las estanterías del ruido

 

La noche del veintitrés de diciembre, las gentes del barrio se aprestaron a festejar la llegada de la navidad. Lo hicieron con un desfile ostentoso en el que se recreaban los pormenores del  nacimiento de Jesús. La calle principal que estaba recién pavimentada, lucía engalanada con faroles de papel crepé confeccionados por las niñas de la escuela en las clases de manualidades. Algunos vecinos habían puesto los parlantes de sus equipos de sonido sobre los andenes y distribuían música por todos los parajes y los más jóvenes se hallaban agrupados en las esquinas, riendo y hablando.  

Sin embargo un suceso inesperado desbarató las estanterías de la fiesta: los aullidos desgarradores de un perro al que alguien había empapado con gasolina y luego había prendió fuego. Más que animal, en ese momento era una llamarada envuelta en una nube negra, que recorrió rápidamente la calle principal dejando detrás una algarabía de aullidos y olor a carne chamuscada y fue a detenerse, sin vida, cerca del parque infantil.

 

Nadie dudó en atribuir semejante acto de crueldad y provocación a una mujer conocida como “la mataperros”. Algunos pobladores encolerizados se juntaron espontáneamente y sin deliberar demasiado, en el ardor incontenible de la furia, decidieron algo inaudito: “Hagamos lo mismo con esa vieja lunática”. Se encaminaron a prisa hacia la bajamar y sin mediar palabra, incendiaron la cabaña miserable donde vivía la mujer. La casucha se quemó rápidamente, pero ella pudo huir y salvaguardarse en la oscuridad, en medio de la bulla y los insultos de la turba.  Al día siguiente la mujer volvió a edificar su covacha de plástico y madera.

“La mataperros” era una mujer sola, de aspecto hombruno y de edad indeterminada que apareció un día cualquiera en el barrio y se quedó a vivir en una parcela de la bajamar. Construyó una cabaña rústica con la madera y plásticos que la marea arrastraba hasta la playa. Vivía rodeada de gatos, tenía una lora y no se le conocía allegados. Recolectaba y vendía desechos plásticos y chatarra: lo hacia con tal devoción que parecía más un apostolado que una rústica actividad para la supervivencia. Su animadversión hacia los perros era tan grande que acostumbraba a llevar siempre consigo un bastón enorme, con el cual apaleaba a cuanto canino se cruzaba en su camino; a muchos había dejado cojos, ciegos o muertos después de una paliza, a  otros había matado dándoles pan contaminado con aserrín de vidrio.  

Ocasionalmente algunas personas habían pretendido aproximarse a ella. Las animaba más la curiosidad que una auténtica intención humanitaria. La pregunta clave era saber porque ella era tan cruel con los perros y con ningún otro animal. Sin embargo, nadie consiguió sacarle palabra. Sus únicos contactos en el vecindario eran el administrador del depósito a quien le vendía  la chatarra  y la dueña de una tienda donde ella compraba cosas de comida.

Un estudiante de psicología que se enteró de lo sucedido la noche de diciembre creyó encontrar en ese caso un buen motivo para realizar un estudio que le sirviera como requisito de grado. «En lugar de hacerle preguntas voy a unirme a su mundo y compartir su manera de ver las cosas» se dijo mentalmente, tal vez rememorando alguna frase leída en los manuales de estudio. Un día llegó a la bajamar y a semejanza de la mataperros construyó para él un cobertizo con los desechos de plástico y madera que encontró en la playa y se quedó a vivir ahí. Lo hizo a una distancia prudencial de la cabaña de la mujer, tan cerca como para poder observarla, y lo suficientemente lejos como para no mortificarla.

 

Ese día ella estuvo mucho rato sentada sobre un tronco mirándolo con la atención de un animal que vigila su territorio ante la proximidad de un intruso. Por momentos parecía inquietarse, se ponía de pie, se rascaba la cabeza y mascullaba algunas palabras. A la vez, él sintió satisfacción porque creyó haber empezado su tarea de manera certera, abriendo una tronera en los laberintos de ese universo insondable.  

Los días pasaron y nada sorprendente ocurrió, salvo una extraña sensación de bienestar y plenitud que invadía al bisoño psicólogo, quien, al igual que la mataperros, se dedicó a recolectar y vender desperdicios reciclables. Ella no volvió a dar mayores muestras de inquietud. Los dos, hombre y mujer, guardaban la distancia, como dos esferas enclaustradas en su mutismo, ejecutando una minuciosa danza, desplazándose con desconfianza, y pretendiendo ignorarse mutuamente. Hasta la tarde  invernal en que se encontraron cara a cara. El la vio venir, con un fardo ruidoso de latas repisadas, calzada con botas plásticas, mirando de reojo y portando el inevitable bastón con que acostumbraba apalear a los perros. Caminaba a trancos cortos y se cubría parcialmente de la lluvia con un paraguas arruinado al que le faltaba una parte de la cubierta. Se detuvo frente a ella y en sus ojos marchitos y esquivos vislumbró destellos de ansiedad. La saludó: “Buenos días mi señora” y siguió de largo. A sus espaldas, después de una eternidad que duró unos segundos, escuchó su respuesta chillona: “Buenos días, joven”.  

En adelante sucedieron otros encuentros sin trascendencia. El psicólogo estaba impaciente porque su plan no avanzaba, su anecdotario de  campo estaba lleno de notas lacónicas que decían “hoy no ocurrió nada”. Se sentía como un ajedrecista que jugaba con el tiempo contado frente a un rival que no tenía idea que estaba involucrado en una contienda. Un día el hombre tomó la iniciativa.  Decidió unirse a ella,  haciéndole compañía, caminando a su lado en silencio como el reflejo de un espejo implacable. Imitaba su ritmo y cadencia al caminar,  los gestos, su manera de ponerse la mano sobre la frente para evitar el brillo hiriente del sol, el modo de escupir, de carraspear y rascarse la espalda, con la ilusoria idea de concebir pensamientos y  sentimientos  parecidos a los de ella. La mujer pensó que aquel hombre estaba loco y el creyó que hacia lo correcto. Se volvieron inseparables. Era la extraña conjunción de una mujer taciturna que ocultaba la cara todo el tiempo y que no sentía mayor interés por lo que acontecía a su alrededor, con un hombre colmado de interrogantes que estaba perdiendo la paciencia porque no lograba su propósito.

El psicólogo permanecía al asecho de cualquier indicio o  desliz que pudiera ocurrir en cada intercambio de frases y miradas. Una tarde por fin notó algo extraño en el comportamiento de la mujer, algo así como el sonido que no articulaba con la composición de una pieza musical o como la palabra que no rimaba en el verso: se trataba de su voz, de  sus palabras chillonas y desafiantes. Unas cuantas frases pronunciadas con una modulación chillona indicaban que la mujer hablaba con voz fingida. El psicólogo pensó que era un intento poco convincente de adelgazar la voz para que pareciera femenina. Además la piel brillante del labio superior y las mejillas indicaba que se rasuraba con frecuencia. Su modo de andar y sus ademanes eran definitivamente hombrunos y la risa, constreñida y voluminosa, se parecía más a la de un albañil que a la de una mujer vagabunda. De este modo hizo un descubrimiento trascendental: la mataperros era un hombre que fingía hablar y comportarse como una mujer. Esto lo obligó a tomar nuevas decisiones con el fin de mantener la coherencia con su credo académico: se rasuró completamente la barba y los bigotes, se puso un tocado de colores en la cabeza  y se vistió con ropa de mujer. La mataperros recibió el acontecimiento sin extrañeza. En cambio, los lugareños  valoraron esa mutación como una evidencia más de la locura del nuevo habitante de la playa.

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