Manuel Rojas
CarithoooInforme16 de Octubre de 2012
5.603 Palabras (23 Páginas)542 Visitas
....En un artículo publicado hace un par de años en la Revista de Libros de El Mercurio, Poli Délano recordó esta anécdota que tuvo lugar por allá en el año 1957: José Donoso –uno de los autores más representativos del boom latinoamericano- pidió a su colega, Manuel Rojas, el favor de revisar un ejemplar de su novela Coronación para criticarlo severamente; tiempo después, en efecto, le fue devuelto el libro con innumerables anotaciones en sus páginas, tantas, que, herido en su vanidad, José Donoso mantuvo desde entonces una relación distante con Rojas, escritor que ese mismo año recibía en Chile el Premio Nacional de Literatura.
Dicha historia resulta curiosa por dos razones. En primer lugar, porque deja ver el valor literario que tuvo Rojas para los escritores de mediados de siglo (Délano no duda en calificarlo como precursor del boom) y, por otro lado, porque nos habla del carácter observador y crítico de este autor que, sin exageraciones, encabeza el movimiento del realismo social chileno. Su novela Hijo de Ladrón (1951), prueba especialmente ese valor y ese carácter del que hablamos, pues constituye un espacio de exploración que transforma los estilos narrativos tradicionales, al tiempo que refleja en su plano temático la denuncia de problemas sociales como la mendicidad, la migración y el crimen.
Manuel Rojas, aunque nació en Buenos Aires, se instaló en Chile desde joven, acogiendo la nacionalidad de sus padres. Autodidacta y pobre, debió por obligación ejercer los más variados oficios: anotador de teatro, pintor, vendedor, profesor; labores que alternó con un ferviente interés por la literatura –la poesía, el ensayo, la novela-. También desde joven mostró su predilección por la vida errabunda, la misma que lo llevó a recorrer varios países de América, Europa y Asia; una experiencia que signaría el tono de sus libros, sus temas y la línea crítica que los caracteriza. José Miguel Varas escribió a propósito de Hijo de Ladrón lo siguiente:
“Los que en aquel tiempo éramos jóvenes y como tales, irreverentes, devoramos el libro y proclamamos que con él comenzaba la literatura chilena en prosa. La verdadera, la auténtica. Afirmamos que era la primera novela moderna, de nivel internacional, que incorporaba con legitimidad no sólo la fuerza de los grandes rusos sino, además, buena parte de las innovaciones formales del siglo XX, desde Proust hasta Faulkner, sin perder nada del contenido nacional. Todo lo anterior podía ser olvidado, dijimos, o echado a la basura. El criollismo había muerto" [1]
Estas palabras de Varas translucen el entusiasmo con que cierto sector de la sociedad chilena asumió la obra de Manuel Rojas, en una época en la que era evidente la transición de una narrativa rural a otra en la que la ciudad se convertía en el centro de discusión. Hablar sobre ella, sobre la ciudad, sobre sus inconvenientes, sobre todos los sinsabores que se gestan cotidianamente en sus calles, al interior de sus habitantes, fue la consigna de ese nuevo realismo del que participó Rojas, dotándolo con la fuerza de una escritura diferente, una narrativa que sincretiza influencias bien variadas, que van desde la asombrosa tarea descriptiva de Faulkner, hasta la introspección de autores pertenecientes a la corriente de la conciencia interior.
En Hijo de Ladrón, concretamente, Rojas pone sobre la mesa muchos de sus recuerdos sobre el tiempo en el que vagó por los Andes ganándose la vida en trabajos miserables; debido a esto, en la novela transitamos por Mendoza, Valparaíso o Buenos Aires, mientras nos enteramos del modo como se vive en sus cárceles, en los conventillos de paso, en las playas atestadas de vagabundos, en las casas de ladrones y proscritos. Y hacemos este viaje a través de Aniceto Hevia, su personaje principal, pero también merced a las muchas historias que se van tejiendo a su alrededor, historias en su mayoría tristes y problemáticas. Algo que Ángel Flores ha dado en llamar, los relatos inexpresados:
“Aquí está el punto de arranque de nuestra literatura: la urbe latinoamericana –ya no la aldea, la pampa, la selva, la provincia– caótica, turbulenta, contradictoria, plagada de pícaros, de masas emigrantes de los predios rurales traídos por la nueva industrialización. Todo esto con unas ganas enormes de vivir, amar, aventurar, contribuir a cambiar la sociedad, provocar la utopía” [2]
A continuación intentaremos aproximarnos a Hijo de Ladrón para rastrear en ella, primero, la realidad social que expresa y, segundo, el modo como se transmite o no la condición de los criminales a nivel familiar. Como siempre, haremos antes una síntesis del argumento para ilustrar mejor nuestro análisis.
La historia de Aniceto Hevia
Esta novela de Manuel Rojas inicia cuando Aniceto sale de la cárcel, después de permanecer en ella un tiempo, acusado de aprovechar los disturbios generados durante unas protestas para robar una joyería. Así pues, al modo como arranca Berlín Alexanderplatz de Döblin, en la que Biberkopf sale de prisión, preguntándose cuál será su futuro, aquí, la primera imagen que nos llega de Aniceto Hevia es saliendo de la cárcel, enfermo –ha contraído una pulmonía-, con la ropa sucia y descolorida, repitiéndose en su fuero interno: “no es mucho lo que puedo hacer… quizá sólo morir, pero morir no es fácil”.
Como tal, la fábula de Hijo de Ladrón comprende esta salida de prisión del protagonista, en Valparaíso, su vagancia por las calles buscando algo para hacer y, finalmente, el encuentro con el Filósofo y Cristián, personajes a quienes se unirá, no sólo en la extraña labor de buscar metales arrojados en la playa, sino también en su modo impasible de vida. Junto a ellos, vivirá unos días en un conventillo sórdido, mientras paulatinamente se recupera de su enfermedad. Una vez el Filósofo consiga para los tres un contrato de trabajo como pintores, marcharán a las afueras de Valparaíso.
Visto así, el argumento de la novela es bastante sencillo. Sin embargo, lo que viene a enriquecerlo es el increíble número de historias que a modo de retrospecciones se intercalan a lo largo de las cuatro partes del libro. Dichas anacronías se remontan a la niñez misma de Aniceto y llegan hasta recuerdos próximos de sus días en la cárcel; pero no se reducen únicamente a su experiencia, sino que también involucran a otros personajes, es decir, a medida que ladrones, compañeros de presidio, o conocidos de la familia van apareciendo en la obra, estos también se encargan de narrar, unos más prolijamente que otros, sus propias vidas.
En consecuencia, hay muchos planos narrativos: el del presente de Aniceto, el de su pasado (que se va reconstruyendo desordenadamente), el del presente de Cristián y el Filósofo y, por último, el del pasado de todos los demás personajes. El método que sigue Manuel Rojas para realizar este collage resulta exigente para el lector, pues el autor suele dejar muchas historias en suspenso para recuperarlas luego, como también, a veces, las recapitula lentamente, sin buscar ubicar de entrada su punto inicial.
Reproducir aquí ese conjunto de historias supera nuestro interés, de modo que sólo nos gustaría escribir algunas palabras sobre la vida del protagonista. Aniceto Hevia nació en el seno de una familia numerosa, caracterizada por sus continuos desplazamientos de una ciudad a otra; su padre, de oficio ladrón, era un hombre serio y amigable, siempre preocupado por dar a sus hijos lo mejor, convencido de que por ninguna razón deberían seguir sus pasos. Aniceto y sus tres hermanos vivieron siempre en casas de mediana riqueza, tranquilos, y esto a pesar de las continuas ausencias de su padre, y las visitas de ladrones o asesinos que, sin acabar de descubrirse como tales, inquietaban a los muchachos.
Su primera estadía en la cárcel se remonta justamente a la niñez: la policía, creyendo que Rosalía –la madre de Aniceto- y su hijo escondían al ladrón y, por lo tanto eran cómplices suyos, fueron conducidos a la comisaría, y de allí a las celdas. Así, con apenas doce años, Aniceto Hevia pudo enterarse de las primeras historias sobre delincuentes y conocer el ambiente oscuro de prisión. En su casa, ya fuese en Chile o Argentina, también hubo algo de ese mundo, aun cuando su padre intentó mantener lejos de él a su familia. Aniceto recuerda, por ejemplo, a Pedro el Mulato, famoso encubridor brasilero; o a Alfredo, un ladrón que caído en enfermedad pasó una temporada junto a la familia mientras se recuperaba.
La vida de Aniceto cambia con la repentina muerte de su madre en Buenos Aires: ella era el soporte de la familia, la figura que podía estar con los jóvenes durante las separaciones de su padre. Una vez muerta, la familia se desintegra: el padre es finalmente capturado por la policía; Joao, uno de los hermanos, marcha hacia Brasil; y los otros, después de vender poco a poco las cosas de la casa, prueban suerte cada uno por su cuenta. Aniceto, por fuerza, habrá de hacer lo mismo, dirigiéndose primero a los suburbios, en donde viven Isaías y Bartola, amigos de sus padres. Mas, la estadía allí es un desastre, pues es convertido en esclavo de la pareja, situación que lo lleva a embarcarse en un tren hacia el campo, lugar en el que trabajará la temporada de cosechas.
A partir de ese momento, la vida de Aniceto se convertirá en un continuo vagabundeo: del campo irá a Mendoza, y de allí se lanzará a Chile. En uno y otro lado desempeñará diversos oficios, destacándose sobre todo en la pintura. Y como el vagar lleva a conocer tantas cosas, bien pronto se multiplicarán
...