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Querido jhon Lenoir, 2006

Andrea RosasEnsayo28 de Marzo de 2016

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Prólogo

Lenoir, 2006

 Que significa amar verdaderamente a alguien? Hubo una época en mi vida en que creía conocer la res- puesta; significaba que amaba a Savannah incluso más que a mi propia existencia y que deseaba que pudiéramos pasar juntos el resto de nuestras vidas. No habría supuesto un esfuerzo significativo. Una vez me dijo que la clave de la felicidad radicaba en los sueños alcanzables, y los suyos no tenían nada de excepcional: casarse, formar una familia..., en dos palabras, lo básico. Significaba que yo conseguiría un trabajo estable, viviríamos en una casita rodeada por la típica valla de maderos blancos y tendríamos un monovolumen o un todoterreno lo bastante espacioso para llevar a nuestros hijos a la escuela, al dentista, al entrenamiento de fútbol o a recitales de piano. Dos o tres niños, nunca acabó de concretar el número, pero tengo la impresión de que, llegado el momento, habría sugerido que dejáramos que la naturaleza siguiera su curso y permitiéramos que fuera Dios quien decidiera. Así era Savannah —religiosa, quiero decir— y supongo que ésa fue en parte la razón por la que me enamoré de ella. Pero a pesar de lo que sucediera en nuestras vidas, no me costaba nada imaginarme tumbado a su lado en la cama al final del día, abrazándola mientras charlábamos y reíamos, perdidos el uno en los brazos del otro. Tampoco parece un sueño tan inalcanzable, ¿no?, el que dos personas que se aman estén juntas. Eso era lo que también creía yo. Y mientras en cierta manera todavía deseo creer que aún lo puedo conseguir, sé que es del todo imposible. Cuando esta vez me marche de aquí, será para no volver. De momento, sin embargo, me sentaré en la ladera de la montaña para contemplar su rancho y esperar a que ella aparezca. No podrá verme, lo sé. En el ejército nos enseñan técnicas de camuflaje para confundirnos con el entorno, y eso es algo que aprendí a hacer a la perfección, porque no tenía ningún anhelo de morir en un pueblucho de mala muerte perdido en medio del desierto iraquí. No, tenía que regresar a esta colina de Carolina del Norte para averiguar qué había sucedido. Cuando uno activa el engranaje de determinadas acciones, se siente invadido por una asfixiante sensación de desasosiego, casi de remordimiento, que no logra aplacar hasta que averigua la verdad. Pero de una cosa estoy seguro: Savannah nunca sabrá que hoy he estado aquí. Una parte de mí se aflige ante el pensamiento de estar tan cerca de ella sin poderla tocar, pero su historia y la mía toman caminos separados. No me resultó fácil aceptar esa sencilla verdad, pero eso sucedió hace seis años —aunque tenga la impresión de que ha transcurrido mucho, muchísimo más tiempo—. Recuerdo los momentos que compartimos, por supuesto, pero he aprendido que los recuerdos pueden adoptar una presencia física dolorosa, casi viva, y en este aspecto, Savannah y yo también somos diferentes. Si suyas son las estrellas en el cielo nocturno, mi mundo se halla en los desolados espacios vacíos del firmamento. Y a diferencia de ella, me abruma la carga de las preguntas que me he formulado a mí mismo miles de veces desde la última vez que estuvimos juntos. ¿Por qué lo hice? ¿Lo volvería a hacer? Como podéis ver, fui yo quien puso fin a nuestra relación. En los árboles que me arropan, las hojas acaban de empezar su lenta transformación hacia un bello color incandescente y resplandecen mientras el sol se alza sobre la línea del horizonte. Los pájaros han iniciado sus trinos matinales, y el aire está perfumado por el aroma de pino y tierra, tan diferente al del mar y salitre de mi ciudad natal. De repente, la puerta del rancho se abre, y entonces la veo. A pesar de la considerable distancia que me separa de Savannah, me sorprendo a mí mismo conteniendo la respiración mientras ella surge de la oscuridad hacia la luz del alba. Se despereza antes de descender los peldaños del porche y se encamina hacia ese océano de hierba verde y brillante que abraza la casa. Un caballo la saluda con un relincho, y luego otro, y mi primer pensamiento es que Savannah parece una figura demasiado diminuta para moverse entre los equinos con tanta facilidad. Pero ella siempre se ha sentido cómoda entre caballos, y ellos también se sienten cómodos con su presencia. Media docena de ellos —principalmente de la raza Quarter Horse— pace tranquilamente en la pradera, mientras Midas, su caballo árabe negro con patas blancas, permanece quieto, junto a la valla. Una vez salí a cabalgar con ella, y la fortuna quiso que no me pasara nada; mientras yo iba montado tenso y con los sentidos alerta para no caerme y partirme la crisma, recuerdo que pensé que ella parecía tan relajada sobre la silla de montar como si estuviera viendo plácidamente un programa en la tele. Ahora Savannah dedica unos momentos a saludar a Midas; le acaricia el hocico mientras le susurra algo, le da unas palmaditas en el lomo, y cuando se da la vuelta para separarse del animal y se encamina hacia el granero, Midas mueve las orejas varias veces seguidas. Ella desaparece de mi vista, pero vuelve a aparecer de nuevo tras unos segundos con dos cubos —supongo que llenos de avena—. Los cuelga en dos postes de la valla, y un par de caballos inician el trote hacia el suculento manjar. Savannah se retira un poco para dejarles espacio, y contemplo cómo su pelo se agita en el viento mientras saca una silla de montar junto a una brida. Se acerca a Midas, que está comiendo, y lo ensilla para salir a cabalgar; unos minutos más tarde lo guía por la pradera hacia los senderos 5  del bosque, con el mismo aspecto que tenía hace seis años. Sé que esa percepción el año pasado tuve la oportunidad de verla de cerca y me fijé en las primeras arrugas que empezaban a formarse en las comisuras de sus ojos—, pero el prisma a través del cual la observo personalmente 1 incólume para mí. Para mí, ella siempre tendrá veintiún años y yo siempre tendré veintitrés. Me habían destinado a Alemania; todavía tenía que ir a Fallujah y a Bagdad o recibir su carta, que leí en la estación de tren de Samawah durante las primeras se- manas de la campaña; todavía tenía que regresar a casa tras los sucesos que cambiarían el curso de mi vida. Ahora, con veintinueve años, a veces me maravillo de las elecciones que he tomado en la vida. El Ejército se ha convertido en mi única salida. No sé si debería de estar harto o contento; me paso casi todo el tiempo deambulando solo de un sitio a otro sin rumbo fijo, en función del día. Cuando la gente me pregunta por mi semblante taciturno, les contesto que eso es porque soy un viejo cascarrabias, y hablo en serio. Todavía sigo en la base militar en Alemania, debo de tener unos mil dólares ahorrados, y hace años que no salgo con chica alguna. Ya casi nunca practico el surf, ni siquiera cuando estoy de permiso, pero en mis días libres me paseo con mi Harley por el norte o por el sur de la base, según mi estado de ánimo. La 12 Harley ha sido sin duda la mejor adquisición que he hecho en mi vida, aunque me costara una fortuna. Encaja con mi forma de ser, ya que me he convertido en un tipo solitario. La mayoría de mis compañeros se han licenciado en el Ejército, pero probablemente a mí me destinen de nuevo a Iraq dentro de un par de meses. Al menos ésos son los rumores que circulan por la base. Cuando conocí a Savannah Lynn Curtis —para mí, ella siempre será Savannah Lynn Curtis—, jamás pensé que mi vida discurriría por el cauce que me ha llevado hasta aquí, ni tampoco que haría de servir en el Ejército mi verdadera profesión. De todos modos, el caso es que la conocí, y ése es precisamente el motivo por el que mi vida resulta tan insólita. Me enamoré de ella cuando estuvimos juntos, y después aún me enamoré más de ella en los años en que estuvimos separados. Nuestra historia se compone de tres partes: un inicio, un desarrollo y un desenlace. Y a pesar de que así es como fluyen todas las historias, todavía no puedo creer que la nuestra no durase para siempre. Reflexiono acerca de tales cuestiones y, como siempre, rememoro los días que estuvimos juntos. De pronto me sor- prendo evocando cómo empezó todo, puesto que eso es lo único que me queda: mis recuerdos.

Me llamo John Tyree. Nací en 1977, y crecí en Wilmington, una ciudad situada en Carolina del Norte que se jacta con orgullo de poseer el puerto más grande en el estado y una historia prolífica y apasionante, aunque ahora me parezca más una ciudad que surgió por circunstancias accidentales. Lo admito, el clima era fantástico y las playas idílicas, pero no estaba preparada para acoger la oleada de jubilados provenientes de los estados del norte que llegaron con el anhelo de pasar el resto de sus días dorados en un enclave barato. La ciudad está ubicada en una lengua de tierra relativamente angosta que confina por un lado con el río Cape Fear y por el otro con el océano. La Au- topista 17 —que lleva hasta Myrtle Beach y Charleston— divide la ciudad en dos partes y desempeña la función de carretera principal. Cuando era niño, mi padre y yo solíamos conducir desde el casco antiguo cerca del río Cape Fear hasta la playa de Wrightsville en diez minutos, pero ahora han instalado tantos semáforos y erigido tantos centros comerciales que el trayecto puede durar una hora, especialmente los fines de semana, cuando los turistas llegan en tropel. La playa de Wrightsville, situada en una isla justo a tocar de costa, se halla al norte, en la punta de Wilmington, alejada y separada de una de las playas más conocidas del estado. Las casas que se extienden a lo largo de las dunas son exorbitantemente caras, y la mayoría se alquilan durante los meses de verano. La zona denominada Outer Banks puede parecer más romántica por su recóndita ubicación, así como por sus caballos salvajes y el mito de los hermanos Orvi- lle y Wilbur Wright, que realizaron su primer vuelo precisamente sobre esa zona de la costa, pero si queréis que os diga mi opinión, la mayoría de la gente que elige la playa como destino veraniego se siente más cómoda con un McDonald's o un Burger King a su alcance, por si a los más pequeños de la casa no les entusiasma la oferta culinaria local, o quieren disponer de más de un par de opciones de actividades recreativas por la tarde. Al igual que todas las ciudades, Wilmington tiene sus barrios ricos y sus barrios pobres, y puesto que mi padre desempeñaba uno de los trabajos más estables y respetables en el planeta —cubría una ruta como repartidor de correos—, las cosas no nos iban mal. Tampoco es que nuestra vida fuera fantástica, pero no nos podíamos quejar. No éramos ricos, aunque vivíamos lo bastante cerca del área más próspera como para que yo pudiera estudiar en uno de los mejores institutos de la ciudad. A diferencia de las moradas de mis amigos, sin embargo, nuestra casa era vieja y pequeña; una parte del porche había empezado a combarse, pero el patio en la parte posterior era sin duda lo que la redimía. En ese patio se alzaba un enorme roble; cuando yo tenía ocho años, monté una cabaña en el árbol con unos tablones de madera que recogí en unas obras. Mi padre no me ayudó en el proyecto —si alguna vez atinaba a propinar un martillazo certero sobre un clavo, podía considerarse sinceramente un acierto accidental—; fue el mismo verano en que aprendí a montar en la tabla de surf por mí mismo. Supongo que debería de haberme dado cuenta del inmenso abismo que me separaba de mi padre, pero eso sólo demuestra lo poco que uno sabe de la vida a tan temprana edad. Mi padre y yo éramos posiblemente tan diferentes como dos personas pueden serlo. Él era una persona pasiva e introspectiva, en cambio yo siempre estaba en movimiento y detestaba la soledad; mientras él confería un incuestionable valor a los estudios, para mí el colegio no era más que un club social con deportes añadidos. Su porte era desgarbado y tendía a arrastrar los pies cuando caminaba, en cambio yo siempre iba dando saltitos de un lado para otro, y constantemente le pedía que cronometrara cuánto tiempo tardaba en ir y volver corriendo hasta la siguiente esquina. A los catorce años ya era más alto que él y a los quince le ganaba los pulsos. Nuestra apariencia física era también palmariamente distinta: él tenía el pelo rubio pajizo, los ojos castaños y muchas pecas; yo tenía el pelo y los ojos pardos, y mi piel aceitunada adoptaba un destacado tono bronceado a partir del mes de mayo. A algunos de nuestros vecinos les parecía extraño que pudiéramos ser tan diferentes físicamente, lo cual no carecía de sentido, supongo, teniendo en cuenta que me crié solo con él. Cuando crecí, a veces oía a esos mismos vecinos comentar en voz baja que mi madre nos había abandonado antes de que yo cumpliera mi primer año de vida. A pesar de que más tarde sospeché que mi madre se había fugado con alguien, mi padre jamás me lo confirmó. Lo único que decía era que ella se dio cuenta de que había cometido un error al casarse tan joven y que no estaba preparada para asumir el papel de madre. Jamás la criticó, tampoco la elogió, pero me pedía que siempre la incluyera en mis plegarias, sin importar dónde estuviera o lo que ella hubiera hecho. «Me recuerdas tanto a tu madre», me decía de vez en cuando. Hasta el día de hoy, jamás he hablado con ella, ni tampoco siento deseo alguno de hacerlo. Creo que mi padre era feliz. Lo digo así porque él casi nunca expresaba sus emociones. Cuando yo era pequeño, apenas me besaba ni me abrazaba, y si esporádicamente alguna vez lo hacía, mi impresión era que se trataba de un acto mecánico, como si pensara que ése era el comportamiento que se esperaba de un padre, y no porque realmente sintiera la necesidad de hacerlo. Sé que me  quería por la forma en que se dedicó siempre a cuidar de mí, pero él había cumplido cuarenta y tres años cuando yo nací, y en cierta manera creo que le habría ido mejor si se hubiera dedicado a ser monje que padre. Era el hombre más comedido y callado que jamás haya conocido. Me hacía poquísimas preguntas acerca de cómo me iban las cosas, y aunque prácticamente nunca se enojaba conmigo, tampoco se reía ni bromeaba. Vivía inmerso en una rutina inalterable. Cada mañana sin falta, me preparaba huevos revueltos, tostadas y finas lonchas de panceta fritas, y durante la cena —que también preparaba él— escuchaba deferentemente las batallitas que yo le contaba acerca del colegio. Programaba las visitas al dentista con dos meses de antelación, pagaba las facturas el sábado por la mañana, hada la colada el domingo por la tarde, y cada mañana se marchaba de casa exactamente a las siete y treinta y cinco minutos. No le gustaban nada los eventos sociales, y pasaba solo muchas horas cada día, repartiendo paquetes y pilas de cartas por los buzones que estaban dentro de su ruta. No salía con ninguna mujer, ni tampoco se pasaba las noches de los fines de semana jugando al póquer con amigos; el teléfono podía permanecer semanas enteras sin sonar, y cuando lo hacía, o bien se trataba de alguien que se equivocaba de número, o bien era un televendedor. Sé que debió de resultar muy duro para él criarme sin ayuda alguna, pero jamás le oí lamentarse de nada, ni tan sólo cuando lo decepcionaba. Me pasaba todas las tardes prácticamente solo. Tras completar las tareas diarias, mi padre enfilaba hacia su estudio y se encerraba con sus monedas. Esa fue la única gran pasión en su vida. Era feliz cuando se acomodaba en su estudio y ojeaba el Greysheet —un conocido folleto informativo en el ámbito de la numismática que le enviaba un negociante de monedas— para intentar decidir cuál sería la siguiente moneda que pasaría a engrosar su colección. De hecho fue mi abuelo quien inició la colección de monedas. El héroe de mi abuelo era un tipo llamado Louis Eliasberg, un banquero de Baltimore que ha sido la única persona capaz de reunir una colección completa de monedas de Estados Unidos, con todas las distintas variantes en fechas y marcas de la casa de la moneda donde fueron acuñadas. Su colección rivalizaba —si no superaba— con la expuesta en el museo Smithsonian, y tras la muerte de mi abuela en 1951, mi abuelo se obsesionó con la idea de reunir una gran colección con su hijo. Cada verano, mi abuelo y mi padre se desplazaban en tren hasta las diversas casas de la moneda con el fin de ser los primeros en recoger personalmente las nuevas monedas acuñadas, o visitaban exposiciones de numismática en el sudeste del país. Con el tiempo, mi abuelo y mi padre establecieron contactos con negociantes de monedas en todos los estados, y mi abuelo se gastó una fortuna a lo largo de los años en transacciones de monedas y puliendo su colección.  A diferencia de Louis Eliasberg, sin embargo, mi abuelo no era rico —regentaba un colmado en Burgaw que se fue a pique cuando abrieron una tienda de comestibles de la cadena Piggly Wiggly al otro lado del pueblo— y jamás tuvo la oportunidad de igualar la colección de Eliasberg. No obstante, cada dólar extra que caía en sus manos lo invertía en monedas. Mi abuelo llevó la misma chaqueta durante treinta años, condujo el mismo coche toda su vida, y estoy prácticamente seguro de que mi padre se puso a trabajar como repartidor de correos en lugar de continuar los estudios en la universidad porque no disponían ni de un centavo para pagar nada que excediera las cuotas de un instituto. Mi abuelo era un bicho raro, de eso no me cabe la menor duda, igual que mi padre; tal como dice el viejo refrán: «De tal palo tal astilla». Cuando el anciano finalmente falleció, especificó en su testamento que quería que su casa fuera vendida y que el dinero obtenido en dicha venta se invirtiera en la compra de más monedas, lo cual era exactamente lo que mi padre probablemente hubiera hecho de todos modos. Cuando mi padre heredó la colección, ésta ya era bastante valiosa. Cuando se disparó la inflación y el oro alcanzó los 850 dólares la onza, valía una pequeña fortuna, más que suficiente para que mi padre, con su vida tan sencilla y carente de ostentación alguna, se acogiera tranquilamente a un retiro anticipado, y más de lo que valdría un cuarto de siglo después. Pero ni mi abuelo ni mi padre se habían enfrascado en la numismática por dinero; lo habían hecho por el entusiasmo que suponía ir en busca de una moneda en particular hasta conseguirla y por el vínculo que esa afición había creado entre ellos. Existía algo apasionante en el hecho de buscar una determinada moneda durante mucho tiempo hasta dar con ella y negociar para conseguirla al precio justo. A veces una moneda era asequible, otras veces no, pero cada una de las piezas que incorporaban a la colección recibía el trato de un verdadero tesoro.

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