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Un Bel Morir

oidjoasdas12 de Abril de 2013

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El Gaviero guardó silencio y siguió acomodando sus cosas y cambiando de lugar los precarios muebles del cuarto. El tema no le atraía. Su relación con las armas había ocurrido en otros ámbitos por completo extraños a éste y con gentes de muy distinta condición. Además, todo aquello era para él asunto olvidado, una experiencia que había venido a sumarse a muchas otras que cargaba a la cuenta de la sandez humana. Antes de partir, doña Empera le hizo una especie de declaración de principios o, mejor, de reglas de conducta respecto a las visitas femeninas. Documento oral que no dejó de intrigarlo y proyectarle ciertas luces sobre la aguda inteligencia de la patrona del lugar.

―Si quiere traer alguna amiga para pasar la noche con ella ―indicó doña Empera― en principio yo no tengo ninguna objeción. Pero como este caserío es lo que usted ya ha podido ver y todos nos conocemos hace mucho tiempo, le aconsejaría, por su propio bien, que antes de invitar alguna amiga hable conmigo. No lo tome como una intromisión en sus asuntos, sino como el deseo de que no nos metamos los dos en problemas. Yo puedo darle algunas indicaciones muy útiles que le evitarán compromisos engorrosos. Ya sabe a qué me refiero. Otra cosa: cuide su dinero. No pase por generoso en un poblacho como éste en donde nos estamos hundiendo en la miseria. Bueno, que descanse y buena suerte.

El golpeteo del bastón se fue alejando hasta perderse al fondo de la casa. El Gaviero se extendió sobre el duro camastro, en donde el leve colchón de borra pretendía brindar un dudoso alivio contra las tiras de guadua que formaban el tablado. Oía pasar el agua con la monótona energía de una rutina sin sosiego. El murmullo lo fue adormeciendo hasta que cayó en un sueño profundo. El calor implacable de la tarde, cuando toda brisa se suspende y llegan los mosquitos, lo despertó de repente. Hacía muchos años que no sentía ya su picadura pero el inclemente zumbido seguía irritándolo sin remedio.

La vida en La Plata era como la de todos los pequeños caseríos al borde del río. La llegada del barco de pasajeros, con sus grandes ruedas de palas pintadas de color ocre o el arribo de las caravanas de barcazas tiradas por un remolcador tartajoso, eran el principal acontecimiento del lugar. Cuando llegaba esa ocasión, la cantina, ubicada entre las demás casas, frente al terraplén que hacía las veces de plaza, mirando al río, adquiría una inusitada pero fugaz actividad. Al continuar su viaje, los barcos dejaban de nuevo el pueblo sumido en la modorra de un clima de sauna, en medio de un silencio que llegaba a producir la impresión de que la vida se había retirado de allí para siempre. Algunas noches, una victrola rompía la callada tiniebla con el chillón y casi irreconocible lamento de un tango de los años treinta o una gangosa canción del doctor Ortiz Tirado que hablaba del amor con la unción melodramática de un fatal pecado de utilería.

El Gaviero alternaba las lecturas en su cuarto con muy dosificadas visitas a la cantina, cuando ésta se hallaba casi vacía. Doña Empera lo puso en contacto con algunas mujeres amigas suyas. Eran campesinas que bajaban de la montaña para hacer compras en la única tienda del pueblo, cuyo dueño, el turco Hakim, solía acosarlas de vez en cuando con solicitaciones premiosas y siempre mal pagadas. Ellas trataban de completar el escaso dinero que traían del rancho, con alguna pequeña ganancia extra que les permitiera adquirir algún adorno de fantasía o unos metros de tela. Los amigos de la ciega eran la fuente más segura y discreta para tales operaciones. No conseguía Maqroll recordar ni siquiera el nombre de alguna de esas fugaces compañeras de una noche. Las reconocía, a veces, por el olor de la piel o por las historias, siempre las mismas, con las que llenaban los intervalos entre cada episodio amoroso. Se trataba en éstos de seguir un proceso semejante al de

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