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Alteridad Inaceptable


Enviado por   •  9 de Diciembre de 2013  •  9.470 Palabras (38 Páginas)  •  553 Visitas

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La alteridad inaceptable

Luis Villoro

Cuando los españoles llegaron a México quedaron atónitos frente a un mundo extraño, donde la belleza y el horror se confundían. Hernán Cortés no acertaba a hablar «de la grandeza, extrañas y maravillosas cosas de esta tierra», se resignaba a decir como pudiere cosas «que, aunque mal dichas, bien sé que serán de tanta admiración que no se podrán creer, porque los que acá con nuestros propios ojos las vemos no las podemos con el entendimiento comprender» [Cortes, T. II, p. 198],

Bernal Díaz del Castillo recorría el país en un estado de admiración ante un mundo «en cantado», como los de Amadís de Gaula: «Algunos de nosotros se preguntaban si todo lo que veíamos no era un sueño» [Díaz del Cas tillo, T. II, p. 87]. Todo era extraño, «nunca visto». Uno y otro alaban sus grandes ciudades, como Tlaxcala, «tan grande y de tanta admiración que aunque mucho de lo que de ella podría decir deje, lo poco que diré creo es casi increíble...» [Cortés, T. II, p. 156], o Tenochtitlán, «la cosa más bella del mundo», con sus edificios y jardines «tales y tan maravillosos, que me parecería casi imposible decir la bondad y grandeza de ellos» [Cortés, T. II, p. 207]. Extraordinarios les parecen sus trabajos de oro y plata, de piedras y plumas, «que no basta juicio para comprender con qué instrumento se hiciesen tan perfectos» [Cortés, t. II, p. 206]. Tanto Cortés como Bernal Díaz ensalzan las capacidades de los indios, su sabiduría en la paz, su bravura en la guerra, Pero lo más extraño es su religión. Su aspecto exterior provoca horror y repugnancia: la fealdad amenazante de sus «ídolos», los sacrificios sangrientos, la antropofagia: nada más «horrible y abominable» [Cortés, T. I, p. 123). Con todo, asombra su celo religioso, su devoción y su entrega, que «si con tanta fe, fervor y diligencia a Dios sirviesen, ellos harían muchos milagros» [Cortés, T. I, p. 124]. Surgido del océano, como un espejismo o un sueño, el mundo nuevo tiene algo de incomprensible y, a la vez, de fascinante. Es refinado y abominable, hermoso y terrible al mismo tiempo. A los ojos del hombre occidental es lo extraño, lo «otro» por excelencia.

Una sola generación después de la llegada de Cortés, de ese mundo cuya grandeza causaba admiración y espanto, no quedaban sino ruinas. Sus majestuosas ciudades, arrasadas; sus jardines, desiertos; los libros que guardaban su sabiduría, quemados; sus instituciones y ordenamientos, los colores de sus danzas, el esplendor de sus ritos, borrados para siempre. Los celosos sacerdotes, los nobles guerreros, los dueños de «la tinta roja y la tinta negra» con que pintaban sus códices, los artífices del oro, los constructores de templos, toda la élite de la civilización azteca había sido aniquilada. Sobre el cuerpo descabezado de la gran cultura indígena, los antiguos dioses guardaron silencio.

¿Cómo fue eso posible? ¿Por qué los vencedores, pese a la fascinación que esa civilización les causaba, se vieron impulsados a asesinarla? ¿Por qué esa cultura, elevada y compleja, no fue capaz de detener la mano de los hombres extraños, llegados del oriente? ¿O estará la respuesta en la extrañeza misma? Pues sí para los españoles el mundo azteca era lo otro por excelencia, para los indios, esos hombres poderosos y bárbaros pertenecían a un orden diferente del tiempo y del espacio. Quizás existen culturas que no pueden aceptar la presencia de lo otro.

La civilización azteca era profundamente religiosa. Lo sagrado ordenaba su tiempo y su espacio, impregnaba sus instituciones, sus actividades cotidianas, sus creaciones artísticas, estaba en la base de todas sus creencias. Pero lo sagrado no era lejano y distante. Estaba presente allí, a la mano; podía sentirse, olerse, tocarse, como la materia orgánica. La liga con lo divino, la vía de comunicación con él, era el líquido de que toda vida está hecha: la sangre. El quinto sol, «sol de movimiento», que preside la era en que vivimos, nació del sacrificio de los dioses, la sangre divina le otorgó la fuerza para ponerlo en su camino, Los hombres que ahora habitan la tierra nacieron de una masa ósea sobre la cual el dios Quetzalcóatl, para darles vida, derramó la sangre de su sexo. Desde entonces los hombres alimentan el movimiento cósmico con su preciado líquido. Se punzan las orejas, el sexo, ofrecen su sangre a la tierra, a las cuatro direcciones, al sol, participando así en la fuerza que impulsa el universo. El orden divino les impone un destino: el sacrificio. Sólo la savia de los corazones abiertos permite que la vida continúe; sin ella, el sol se detendría. Todo muere y renace por el sacrificio. Por él, el hombre repite el acto de fundación originario y participa en la creación continua del universo. La misma sustancia fluye por todo el mundo, enlazando todas las cosas. Por la sangre los hombres entran en comunión con lo sagrado, se unen a él, se divinizan. El sacrificado se convierte en dios. Su cuerpo puede ser entonces consumido en una ceremonia ritual en que la carne divinizada del sacrificado es ingerida y pasa a formar parte del cuerpo de los hombres. Lo que los españoles horrorizados vieron como vil antropofagia, era para los aztecas comunión con el dios, teofagia. Otras veces, los sacerdotes revisten su cuerpo con la piel del dios, el sacrificado a Xipe Totec. Lo sagrado está cercano, puede tocarse, sentirse, deglutirse. Está hecho de la misma sustancia de que estamos hechos los hombres. Lo sagrado tiene un aspecto carnal.

Los dioses son una presencia tangible en todas las cosas: los ár boles, los ríos, las montañas, los momentos del tiempo, las dimen siones del espacio, las actividades cotidianas de los hombres. Todo es hierofanía. Aunque existe en el último cielo Ometéotl, la divinidad dual, la creadora, su fuerza originaria se manifiesta en una muchedumbre de dioses. Los dioses cubren los cielos y la tierra.

Para los aztecas, el mundo no es un objeto por transformar según los proyectos humanos. Por el contrario, el hombre está al servicio de las fuerzas en las que participa. Sus fines le son señalados por el orden cósmico. Cierto, el hombre debe «merecer» del dios. Pero sus méritos no son el resultado de sus obras, ni de su fe tampoco. Merece al aceptar su destino: comulgar con lo sagrado por el sacrificio [León-Portilla 1, p. 9]. El orden cósmico no sería lo que es sin los dones del hombre, y el hombre carecería de sentido separado de ese orden. Las acciones de los hombres no transforman el mundo, son una parte de su respiración sagrada.

A la inversa del dios trascendente de los monoteísmos de origen bíblico,

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