Alteridad Inaceptable
miguiguara9 de Diciembre de 2013
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La alteridad inaceptable
Luis Villoro
Cuando los españoles llegaron a México quedaron atónitos frente a un mundo extraño, donde la belleza y el horror se confundían. Hernán Cortés no acertaba a hablar «de la grandeza, extrañas y maravillosas cosas de esta tierra», se resignaba a decir como pudiere cosas «que, aunque mal dichas, bien sé que serán de tanta admiración que no se podrán creer, porque los que acá con nuestros propios ojos las vemos no las podemos con el entendimiento comprender» [Cortes, T. II, p. 198],
Bernal Díaz del Castillo recorría el país en un estado de admiración ante un mundo «en cantado», como los de Amadís de Gaula: «Algunos de nosotros se preguntaban si todo lo que veíamos no era un sueño» [Díaz del Cas tillo, T. II, p. 87]. Todo era extraño, «nunca visto». Uno y otro alaban sus grandes ciudades, como Tlaxcala, «tan grande y de tanta admiración que aunque mucho de lo que de ella podría decir deje, lo poco que diré creo es casi increíble...» [Cortés, T. II, p. 156], o Tenochtitlán, «la cosa más bella del mundo», con sus edificios y jardines «tales y tan maravillosos, que me parecería casi imposible decir la bondad y grandeza de ellos» [Cortés, T. II, p. 207]. Extraordinarios les parecen sus trabajos de oro y plata, de piedras y plumas, «que no basta juicio para comprender con qué instrumento se hiciesen tan perfectos» [Cortés, t. II, p. 206]. Tanto Cortés como Bernal Díaz ensalzan las capacidades de los indios, su sabiduría en la paz, su bravura en la guerra, Pero lo más extraño es su religión. Su aspecto exterior provoca horror y repugnancia: la fealdad amenazante de sus «ídolos», los sacrificios sangrientos, la antropofagia: nada más «horrible y abominable» [Cortés, T. I, p. 123). Con todo, asombra su celo religioso, su devoción y su entrega, que «si con tanta fe, fervor y diligencia a Dios sirviesen, ellos harían muchos milagros» [Cortés, T. I, p. 124]. Surgido del océano, como un espejismo o un sueño, el mundo nuevo tiene algo de incomprensible y, a la vez, de fascinante. Es refinado y abominable, hermoso y terrible al mismo tiempo. A los ojos del hombre occidental es lo extraño, lo «otro» por excelencia.
Una sola generación después de la llegada de Cortés, de ese mundo cuya grandeza causaba admiración y espanto, no quedaban sino ruinas. Sus majestuosas ciudades, arrasadas; sus jardines, desiertos; los libros que guardaban su sabiduría, quemados; sus instituciones y ordenamientos, los colores de sus danzas, el esplendor de sus ritos, borrados para siempre. Los celosos sacerdotes, los nobles guerreros, los dueños de «la tinta roja y la tinta negra» con que pintaban sus códices, los artífices del oro, los constructores de templos, toda la élite de la civilización azteca había sido aniquilada. Sobre el cuerpo descabezado de la gran cultura indígena, los antiguos dioses guardaron silencio.
¿Cómo fue eso posible? ¿Por qué los vencedores, pese a la fascinación que esa civilización les causaba, se vieron impulsados a asesinarla? ¿Por qué esa cultura, elevada y compleja, no fue capaz de detener la mano de los hombres extraños, llegados del oriente? ¿O estará la respuesta en la extrañeza misma? Pues sí para los españoles el mundo azteca era lo otro por excelencia, para los indios, esos hombres poderosos y bárbaros pertenecían a un orden diferente del tiempo y del espacio. Quizás existen culturas que no pueden aceptar la presencia de lo otro.
La civilización azteca era profundamente religiosa. Lo sagrado ordenaba su tiempo y su espacio, impregnaba sus instituciones, sus actividades cotidianas, sus creaciones artísticas, estaba en la base de todas sus creencias. Pero lo sagrado no era lejano y distante. Estaba presente allí, a la mano; podía sentirse, olerse, tocarse, como la materia orgánica. La liga con lo divino, la vía de comunicación con él, era el líquido de que toda vida está hecha: la sangre. El quinto sol, «sol de movimiento», que preside la era en que vivimos, nació del sacrificio de los dioses, la sangre divina le otorgó la fuerza para ponerlo en su camino, Los hombres que ahora habitan la tierra nacieron de una masa ósea sobre la cual el dios Quetzalcóatl, para darles vida, derramó la sangre de su sexo. Desde entonces los hombres alimentan el movimiento cósmico con su preciado líquido. Se punzan las orejas, el sexo, ofrecen su sangre a la tierra, a las cuatro direcciones, al sol, participando así en la fuerza que impulsa el universo. El orden divino les impone un destino: el sacrificio. Sólo la savia de los corazones abiertos permite que la vida continúe; sin ella, el sol se detendría. Todo muere y renace por el sacrificio. Por él, el hombre repite el acto de fundación originario y participa en la creación continua del universo. La misma sustancia fluye por todo el mundo, enlazando todas las cosas. Por la sangre los hombres entran en comunión con lo sagrado, se unen a él, se divinizan. El sacrificado se convierte en dios. Su cuerpo puede ser entonces consumido en una ceremonia ritual en que la carne divinizada del sacrificado es ingerida y pasa a formar parte del cuerpo de los hombres. Lo que los españoles horrorizados vieron como vil antropofagia, era para los aztecas comunión con el dios, teofagia. Otras veces, los sacerdotes revisten su cuerpo con la piel del dios, el sacrificado a Xipe Totec. Lo sagrado está cercano, puede tocarse, sentirse, deglutirse. Está hecho de la misma sustancia de que estamos hechos los hombres. Lo sagrado tiene un aspecto carnal.
Los dioses son una presencia tangible en todas las cosas: los ár boles, los ríos, las montañas, los momentos del tiempo, las dimen siones del espacio, las actividades cotidianas de los hombres. Todo es hierofanía. Aunque existe en el último cielo Ometéotl, la divinidad dual, la creadora, su fuerza originaria se manifiesta en una muchedumbre de dioses. Los dioses cubren los cielos y la tierra.
Para los aztecas, el mundo no es un objeto por transformar según los proyectos humanos. Por el contrario, el hombre está al servicio de las fuerzas en las que participa. Sus fines le son señalados por el orden cósmico. Cierto, el hombre debe «merecer» del dios. Pero sus méritos no son el resultado de sus obras, ni de su fe tampoco. Merece al aceptar su destino: comulgar con lo sagrado por el sacrificio [León-Portilla 1, p. 9]. El orden cósmico no sería lo que es sin los dones del hombre, y el hombre carecería de sentido separado de ese orden. Las acciones de los hombres no transforman el mundo, son una parte de su respiración sagrada.
A la inversa del dios trascendente de los monoteísmos de origen bíblico, los aztecas vivían la inmanencia de lo sagrado. No había para ellos una diferencia ontológica profunda entre las fuerzas divinas y las que animan a los hombres. Dios está cerca, entre nosotros, en nosotros. Es esta proximidad de lo sagrado lo que aterrorizó a los españoles. Es ella la que les hizo insoportable la religión indígena.
La religión católica alberga un elemento de carnalidad. Dios se hizo hombre, se comunicó en un momento directamente con los otros hombres; más aún, por su sacrificio sangriento, «mereció» por todos. Desde entonces, el cristiano ingiere la carne y la sangre del sacrificado, en la misa. Pero ese núcleo carnal está reducido a un individuo, el Cristo, y a un lapso del tiempo lineal. Después fue sublimado en un rito conmemorativo. El cuerpo y la sangre de Cristo se ocultan bajo las apariencias que corresponden a otras sus tancias que los sustituyen. Sobre ese núcleo carnal triunfó la concepción espiritual —tanto judía como neoplatónica— de un único Dios trascendente separado infinitamente de sus creaturas. No les faltaba razón a los politeístas romanos cuando interpretaban el cristianismo como una forma velada de ateísmo, porque la divinidad se había alejado de los hechos del mundo. Con los monoteísmos trascendentes empezaba, de hecho, la desacralización de la naturaleza y de la sociedad. El alejamiento de lo sagrado se acentuó a partir del Renacimiento. La naturaleza empezó a verse, ya no como huella y signo de la divinidad, sino como objeto manipulable, destinado a ser dominado y moldeado por el hombre. La sociedad y la historia empezaron a presentarse como resultado de las acciones libres de los hombres.
La religión azteca inquieta a los españoles por la proximidad que concede a lo divino. Donde hay comunión no pueden ver sino bestialidad; donde hay armonía con las fuerzas cósmicas, sólo perciben superstición. Pero, al mismo tiempo, esa religiosidad les recuerda el elemento carnal del cristianismo. Es como si la encarnación del hijo de Dios se ampliara a nivel cósmico, como si en todo hombre y en todo hecho pudiera realizarse. Entonces la religión azteca aparece como una imagen monstruosa de la cristiana. En los escritos de los misioneros abunda la idea de que la religión indígena contrahace y desfigura la cristiana, como un mono los gestos humanos. Sería una especie de inversión antagónica de la religión verdadera.
Otra dimensión en que el mundo del indígena aparece opuesto al occidental es en su vivencia del tiempo y de la historia. El tiempo de las civilizaciones americanas es cíclico. Periódicamente el mundo se destruye y renace. Entre los mexicas, el universo ha pasado por cinco «soles». Al final de cada uno fue aniquilado, retornó al caos y recibió de los dioses un nuevo orden y movimiento. Nuestro sol es el quinto y tendrá fin como los anteriores. Todo movimiento está amenazado de muerte, corre sin remedio hacia su término, cesará para renacer en un nuevo ciclo, en otro orden
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