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Carlos Monsivais


Enviado por   •  30 de Enero de 2015  •  4.287 Palabras (18 Páginas)  •  655 Visitas

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Ensayo sobre la lectura del texto de Carlos Monsiváis: Notas sobre el Estado, la

cultura nacional y las culturas populares en México

Cultura nacional, cultura popular. Es tan enorme en México la fortuna de ambos términos en nuestros ámbitos políticos y académicos, que previsiblemente, a ese auge no lo acompañan definiciones, difíciles de alcanzar y de riesgosa aplicación.

Con excepción de la extrema derecha, todos los grupos o tendencias acuden a la cultura nacional o a la cultura popular para santificar, de acuerdo a definiciones implícitas, sus luchas del momento. El Estado, a lo largo de las últimas décadas, emplea los términos Cultura nacional e identidad, a modo de bloques irrefutables, auto homenajes que nunca es preciso detallar. En la práctica, cultura nacional suele ser la abstracción que cada gobierno utiliza a conveniencia, y conduce lo mismo a un nacionalismo a ultranza que al mero registro de un proceso.

En la práctica también, cultura popular es, según quien la emplee, el equivalente de lo indígena o lo campesino, el sinónimo de formas de resistencia auto capitalista o el equivalente mecánico de industria cultural. El término acaba unificando caprichosamente, variedades étnicas, regionales, de clase, para inscribirse en un lenguaje político.

LOS ESPACIOS FORMATIVOS.

Los espacios constitutivos de esta cultura nacional han sido la Familia, el Estado, la Iglesia, los partidos, la prensa, la influencia de las metrópolis, las constituciones, la enseñanza primaria, la universidad, el cine, la radio, las historietas, la televisión.

La versión más favorecida de cultura nacional mezcla tradición con pintoresquismo, memoria histórica con oportunismo, logros artísticos con show business. Esto remite a una discusión previa: ¿Existe de hecho una sola cultura nacional o hay una riqueza pluricultural uniformada caprichosamente y por requerimientos políticos? AI respecto, la experiencia es tajante: "Si bien —afirma Carlos Pereyra —, la nación es nada más el espacio donde se desenvuelve la lucha de clases y es también lo que se disputa en esa lucha, de ninguna manera la nación es el instrumento de la clase dominante para ejercer su dominación". Del mismo modo, así la cultura nacional parezca el espacio de los caprichos y temperamentos sexenales, posee un vigor persuasivo que, en sus momentos culminantes, resume o trasciende perspectivas de clase, intereses del Estado, reivindicaciones democráticas, estallidos revolucionarios.

LOS HIJOS DE CALLES Y DE CANTINFLAS.

Dueño ya de una Constitución de la República (un entramado jurídico) y de una habilidad creciente para concentrar el poder, el Estado en la década de los veintes quiere equilibrar el peso de una cultura nacional, determinada cínicamente por las necesidades y los alcances de una élite. Para ello, conviene alentar una cultura popular, que le proporcione a esas mayorías de tan innegable presencia física (que ha sido y muy brutalmente, aparición armada) elementos de identidad que confirmen su pertenencia a la nación.

Al compartir la lengua, la visión histórica y la creencia inconmovible en ese proceso de selección de las especies que es la educación, las masas ratificarán su adhesión al Estado y advertirán de paso que lo suyo es conocimiento inacabado, muy insuficiente, que lo suyo no es cultura sino en todo caso cultura popular.

José Vasconcelos quiere imbuir igualmente el respeto a la cultura clásica y el amor a las artesanías, la fe misional en la escuela y la recuperación de música y narrativa tradicionales. ¿Quiere eso decir que no distingue ni jerarquiza? Quiere decir que se articula una concepción estatal: la revolución no verá la irrupción de las masas en la historia, sino el advenimiento paulatino de la civilización en el seno de las masas.

La etapa armada es siempre prerrevolucionaria y para apoyar su idea alienta una creación (de pretensiones renacentistas) sustentada en una mística educativa y en las concesiones al pueblo. Contrariando y complementando tal proposición, el muralismo exalta los ejércitos zapatistas y el proletariado internacional, pero en paredes del gobierno, lo que facilita la conversión de esa cultura del pueblo en alta cultura y santuario turístico. Pronto, el Estado se convence de un casi axioma: en la etapa de consolidación, en el momento de acceder a la respetabilidad externa e interna, no tiene sentido favorecer expresiones populares, entidades finalmente inasibles, sino continuar celebrando y sosteniendo a la cultura tradicional para, en el mejor de los casos, llevarla al pueblo.

Es muy sencilla la proposición de Vasconcelos, que los muralistas expandirán y negarán genialmente y que la narrativa de la Revolución Mexicana fijará a contrario sensu: hagamos del humanismo el ideal colectivo, que nos señala lo que aún nos falta para alcanzar la civilización occidental.

Quien dicta las normas de la Nación es el Estado, él monopoliza el sentimiento histórico y el patrocinio del arte y la cultura. Desplazada la Iglesia del centro interpretativo de la realidad (no de la moral, sí del sentido de futuro del país), secularizada en gran medida la vida cotidiana, nulificada o neutralizada la presencia ideológica de los grupos o partidos de oposición, la nación parece término sujeto a los requerimientos del desarrollo capitalista que se fijan a través de la estabilidad de las instituciones.

Pero al abandonar el Estado su incierto deseo de forjar una cultura popular, al no verle sentido real a lo considerado inmutable y eterno (las formas de relación y diversión de las mayorías) aparece la actual industria cultural. Los empresarios toman en sus manos la radio, el cine, las historietas, la mayor parte de la prensa, y sus ofrecimientos culturales son forzosamente magros: el melodrama, el humor prefabricado, el sentimentalismo. Por su cuenta, la industria descubre técnicas de asimilación ideológica que el Estado aprueba.

Tómese el caso de la Revolución Mexicana (etapa armada). El comercialismo no cree en la épica popular y la presenta como desafuero instintivo, el show de las pasiones primitivas cuya mayor contribución fue hacernos revaluar el orden. Se extirpan con celeridad los recuerdos del origen subversivo de las nuevas instituciones. No interesa la opinión de las masas sobre la conducta o el inicio histórico de sus gobernantes.

El consenso está asegurado férreamente, y la que se presenta Como cultura nacional es fruto de imposiciones estatales que, en buena medida, las mayorías comparten. La cultura popular que surge se desentiende por completo de la presencia del Estado. Va de la industria a los consumidores y supone

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